Hay individuos y grupos humanos, naciones entre estos, que sienten la necesidad de tener un enemigo. Esto ha sido denominado como el síndrome de la víctima. Sucede entre seres que tienen una inadecuada valoración de la realidad, pero sobre todo un temor inmenso a asumir sus responsabilidades.
Nada hay más arduo pero a la vez más humanamente enriquecedor que tener sentido de nuestra responsabilidad. Siempre es más fácil culpar a otros por nuestras negligencias, fallas e incumplimientos. La vida es un duro y continuo proceso de lucha hacia el mejoramiento personal y a la consecución de determinados propósitos que uno se plantea.
Tan importante como llegar a un objetivo es el camino para hacerlo. Los fines nunca justifican los medios pues estos, los medios, deben ser tan dignos como los fines. A buenos fines buenos medios para que pueda disfrutarse mejor la realización y alcanzar la luz del verdadero reconocimiento.
Pero estos seres de pobre espíritu crítico, de vanidosa interpretación de su persona y su entorno, de escasa vocación de desarrollo humano, tienen un grave problema al enfrentar sus ineptitudes y errores. Les cuesta mucho admitir que ciertos asuntos no les salen bien porque no han sabido proyectar, organizar y encaminar sus actos consecuentemente para obtener lo que se proponen. Entonces se aparecen con la bandera de víctimas.
Hay alguien, algo, un organismo, un contexto, que es quien no les permite avanzar en sus propósitos. Hay un enemigo elevado como un muro infranqueable que se interpone entre ellos y sus metas. Es necesario denunciarlo para que todos se solidaricen con la víctima, se pongan en línea y, de cierto modo, le den una relevancia mayor (y a veces un cuerpo real) al pretendido enemigo.
El reconocimiento por otros de este presunto contrario pues ayuda a las víctimas a aumentar su autoestima y, a la vez, les confiere nuevos bríos para exacerbar la culpa del otro. A veces esto se conjuga con la “teoría de la conspiración”: alguien o algo está conspirando para que el individuo o grupo humano no alcance los que quiere hacer o lograr (como en ciertos países todavía se culpa al colonialismo, desaparecido hace casi un siglo, de sus problemas actuales).
Y no es que no haya enemigos, claro que los hay, y conspiraciones también. Pero hay que tener la sensatez y la mirada racionalmente crítica para saber hasta dónde llega la limitación que este implica, qué consecuencias exactas impone su determinación y qué queda fuera de su voluntad y es territorio de nuestra propia determinación, inteligencia y afán de realización.
La escalada de la Guerra Fría queda como un redondo ejemplo de lo que fue hacerse de un enemigo: el comunismo de una parte y el imperialismo de otra. Dos monstruos culpándose uno al otro mientras devoraban mil afanes, sueños, empeños, vidas en fin. Al final aquella cayó por el propio peso de su inconsecuencia.
Tenemos que aprender que el peor enemigo es el que llevamos dentro, el que nos atemoriza, nos paraliza y nos cierra toda visión de posible salida a una disyuntiva. Hay que identificar al enemigo, sí, pero nunca darle mayor relevancia que la que en verdad tiene.
Cuando la fortaleza interna es sólida, el enemigo tiene poco que hacer. Esto lo ha probado la historia una y otra vez (recuérdese a Vietnam). Pocos han dejado una ilustración tan visible de este fenómeno como el poeta griego Constantito Kavafis en su poema “Esperando a los bárbaros”. Se los dejo para que la meditación junte la reflexión y la inteligencia emocional. Muchos casos se reconocerán ahí. Recordemos siempre que no hay bárbaros si no los llevamos ya dentro.
ESPERANDO A LOS BÁRBAROS
¿Qué esperamos agrupados en el foro?
Hoy llegan los bárbaros.
¿Por qué inactivo está el Senado
e inmóviles los senadores no legislan?
Porque hoy llegan los bárbaros.
¿Qué leyes votarán los senadores?
Cuando lo bárbaros lleguen darán la ley.
¿Por qué nuestro emperador dejó su lecho al alba
y en la puerta mayor espera ahora sentado
en su alto trono, coronado y solemne?
Porque hoy llegan los bárbaros.
Nuestro emperador aguarda para recibir
a su jefe, al que hará entrega
de un largo pergamino. En él
escritas hay muchas dignidades y títulos.
¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores visten
sus rojas togas, de finos brocados;
y lucen brazaletes de amatistas,
y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas?
¿Por qué ostentan bastones maravillosamente cincelados
en oro y plata, signos de su poder?
Porque hoy llegan los bárbaros
y todas esas cosas deslumbran a los bárbaros.
¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores
a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia?
Porque hoy llegan los bárbaros
que odian la retórica y los largos discursos.
¿Por qué de pronto esa inquietud
y movimiento? (Cuánta gravedad en los rostros.)
¿Por qué vacía la multitud calles y plazas
y sombría regresa a sus moradas?
Porque la noche cae y no llegan los bárbaros
y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Quizá ellos fueran una solución después de todo.
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