La tercera república de Cuba ya comenzó. Y si esto parece demasiado categórico, pongámoslo así: es muy probable que la intelectualidad vibrante y reflexiva que formarán nuestros hijos, nietos y biznietos, puesta a sistematizar la historia de Cuba, cierre el período de la Revolución en un punto que quizás acabamos de cruzar.
El momento exacto puede ser el pasado 10 de abril, fecha en que Cuba se declaró estado socialista de derecho a solo un año de la sustitución del último comandante de la Revolución en la máxima jefatura del Estado. Podría escogerse otra fecha, eventualmente una que aún no ha llegado, pero el 10 de abril parece adecuada porque, desestimando la posibilidad de una injerencia violenta que sumerja a Cuba en una guerra de imprevisibles consecuencias, la característica esencial de esta nueva etapa deberá ser justamente la del fortalecimiento del estado de derecho. Un fortalecimiento inevitable, porque no parece ya que en el futuro la legitimidad del Estado y el gobierno nacionales pueda radicar en otro lugar. No en el Partido o en la figura de los líderes.
Anticipar así esta perspectiva es útil por dos razones. Primero, porque pensar a Cuba desde el futuro de nuestros hijos trasciende los dogmas ideológicos y nos fuerza a considerar un país real, que no aparece en los manuales. Segundo, porque ayuda a comprender el marco en el que nuestros esfuerzos todos se están desarrollando, y por tanto a hacer de ellos una acción efectiva en la construcción de la patria que queremos. A ese nuevo marco que estamos viviendo le llamaremos aquí la Tercera República, y pensarla entre todos es quizás uno de nuestros más impostergables deberes.
A diferencia de las anteriores, la de 1902 y la de 1959, en las que un cambio radical de las instituciones nacionales obligó a reconstruir desde cero las estructuras de poder, la Tercera República emerge ahora de la Revolución disfrazada de total continuidad. Y el disfraz no es torpe, muy al contrario, la nueva República se enraíza en profundas claves de soberanía y justicia social que solo la Revolución logró épicamente recoger de las aspiraciones más avanzadas del pueblo para ponerlas a plena luz en la praxis institucional del Estado. La continuidad es por tanto esencial, no superficial ni aún puramente estructural; pero absolutizarla es un disfraz, es negar una parte importante de lo que la nueva Cuba está siendo.
La Tercera República es, y en mucho, ruptura.
En el mismo establecimiento del estado de derecho radica la ruptura original. Lograrlo implica un proceso gradual que pasa por desarrollar una cultura jurídica olvidada por los ciudadanos y por la mayoría de las instituciones. Esto, que en buena medida debe disminuir el grado de arbitrariedad con el que convivimos a todos los niveles, si lo hacemos bien, cambiará además el tipo de gobierno vertical y unipersonal de la Revolución para dar paso a otro con deliberaciones más horizontales y ricas, impulsoras de un desarrollo económico y social donde el verdadero poder sea ejercido de abajo hacia arriba por medio de las estructuras de participación popular.
Pero para hacerlo bien hay que comprender tempranamente que ese camino depende en lo fundamental de una confrontación constante entre pueblo y gobierno. Una confrontación que en ciertos aspectos recuerda las luchas propias del capitalismo en las repúblicas representativas y que en nuestro contexto geopolítico tiene además una naturaleza muy particular. La historia nos previene duramente contra los gobiernos no confrontados por las clases populares, los cuales, aún en estados de derecho, pueden muy fácilmente generar un sistema horrorosamente desigual.
Poniendo a un lado la pequeña y mediana empresa privada, que se ha ganado el derecho a existir y demostrado con creces su utilidad social, lo primero será interiorizar algo esencial al estado socialista: los cargos del gobierno administran la plusvalía nacional, pero no son sus dueños. Dicho más claramente, la riqueza que generan los medios fundamentales de producción en Cuba pertenece a todo el pueblo y así se expresa en la ley. Y es justo, porque esa riqueza la generamos día a día tú y yo, eventualmente con tanto o más sacrificio que el presidente, los ministros y los gerentes de empresa.
Lo segundo es que, para administrar esa riqueza, usamos una democracia participativa que debemos reconocer como altamente experimental. Responde a nuestras ideas más avanzadas de empoderamiento popular, pero no tiene ningún modelo exitoso que imitar y por tanto es absolutamente fundamental mantenerla en continuo desarrollo. Con ella elegimos de entre nosotros, sin necesidad de programas ni filiaciones preestablecidas, a ciudadanos que estén dispuestos a servirnos. Eso y nada más es el poder popular y eso y nada más es el gobierno: simples ciudadanos elegidos por nosotros, directa o indirectamente, que están obligados a servirnos en nuestros términos, desde el presidente hasta el último subordinado.
De dónde vienen entonces los motivos de confrontación? De muchos lugares. Por ejemplo de la misma imperfección del sistema electoral, de estructuras burocráticas poco flexibles y de que los representantes no tengan un salario suficiente para poder llevar una vida digna haciendo solo su trabajo. Todo esto hace que en la práctica el comportamiento de nuestros representantes y directivos, aún cuando tengan ideas genuinamente progresistas, no se ajuste fácilmente a los intereses de los ciudadanos a los que sirve.
Pero más que nada la confrontación viene de algo que nos enseñó la práctica socialista: incluso solo administrando la plusvalía, los dirigentes forman una clase con intereses propios. Es un fenómeno natural, que se puede estudiar y compensar pero va a existir siempre y sucede a todos los niveles directivos y burocráticos; adicionalmente apoyado en nuestro caso por muchas estructuras y procedimientos heredados de la Revolución que, como la aberración de las comisiones de candidatura, llegan a veces a contradecir la esencia misma de nuestra democracia participativa.
Frente a esta realidad, el recurso fundamental de equilibrio en la Tercera República tiene que ser la confrontación activa, orgánica y sistemática entre el pueblo y el gobierno. No debe temerse la confrontación; ni el término ni el concepto. Al contrario, es solo mediante la consolidación de una heterogénea multiplicidad de canales de presión cívica que se puede lograr un verdadero equilibrio socialista donde la inevitable divergencia de opiniones, visiones y soluciones entre los ciudadanos y aquellos que administran sus riquezas, encuentre una canalización productiva y saludable. Los cánones autoritarios de la etapa revolucionaria que se rompen en la Cuba de hoy rompen con ellos el viejo pacto social tácito que descansaba en la confianza extrema en el líder y en la jefatura del estado.
La confrontación socialista entre pueblo y gobierno está llamada a formar en las nuevas circunstancias el mecanismo esencial de regulación mutua. El nuevo pacto social tendrá además que ser robusto frente a una agresividad imperialista que marca la geopolítica de nuestro contexto, y tendrá el reto mayor de no solo no criminalizar, sino promover y asimilar el disenso social. El mercenarismo deberá entenderse estrictamente sobre la base de sueldo y retribución material que recoge la ley, y el calificativo no podrá ser usado con ligereza e impunidad por parte del gobierno. El disenso y la confrontación convertidos en arma de organización e identificación popular, generarán transparencia y legitimidad, impulsando el desarrollo económico nacional y enfrentando con absoluta limpieza al imperio que amenaza nuestra soberanía.
Asimilar la confrontación será nuestra nueva fortaleza, una mucho más humana, efectiva y revolucionaria que la unanimidad acrítica.
Es hora de entender que en nuestra conciencia colectiva descansa la responsabilidad individual de pensamiento y acción que necesitamos para construir un país donde nuestros hijos envejezcan con dignidad, en el sentido amplio que no sólo es soberanía, salud y educación. La proliferación de vías formales e informales de participación, activismo y rendición de cuentas debe ser un pilar de la república nueva, y debe así blindar el espíritu del nuevo pacto social. Uno donde la persecución de viejos anhelos incumplidos y el rescate de las conquistas laceradas por la crisis de los últimos años conecte armónicamente con las causas sociales de la modernidad. Donde el respeto y la garantía de las libertades individuales, muchas de ellas negadas, racionadas o desconocidas en las repúblicas precedentes, marque el paso de un progreso justo y sostenible.
Debemos preguntarnos cómo influir, cómo presionar, cómo participar con nuestra perspectiva individual en esta transformación que ya está ocurriendo; porque la alternativa es una transformación de arriba hacia abajo, fuera del alcance de un ciudadano desmovilizado, que es obediente por exceso de unidad y desinteresado por falta de protagonismo. Debemos comprender que en este momento el peligro de la apatía, la intolerancia y la obediencia fanática no es simplemente el de retardar el desarrollo económico o la conquista de las libertades individuales, es también posiblemente el de un costoso retroceso de la justicia social cuyo rescate podría tomar generaciones.
De aquella primera vez en que la república no llegó a ser, cuenta Martí que Céspedes, quizá nuestro más sacrificado observador de los marcos de la legalidad constitucional, cuando se le acusaba a menudo de hacer todo lo posible contra muchas leyes de la Cámara respondía así: yo no estoy frente a la Cámara, yo estoy frente a la historia, frente a mi país y frente a mí mismo. No solo Céspedes, todos lo estamos.