Una vez me colé en un turno de Español-Literatura en la escuela donde mi madre impartía clases. Analizaban la frase de Martí: «ser culto es el único modo de ser libre», y, como es de suponer, el debate giraba en torno a la interpretación de qué significa ser culto para comprender en qué medida nos hace libres, y, desde luego, qué significa serlo.
Tener cultura no es conocer de cuántas pinceladas se compone la Mona Lisa. Ser culto no es sinónimo de conocimiento acumulado; ni sabiduría lo es de inteligencia. Joaquín Sabina afirmó en una ocasión que tener cultura es saber escuchar al prójimo. Esa sensación la tuve durante mi estancia en la prisión «Jóvenes del Cotorro» —más conocida como «Ivanov»—, debido a los sucesos del 11 de julio.
Allí pude apreciar que había una amplia variedad de personas compuesta por rellenadores de fosforeras, cobradores de luz, guías turísticos, estudiantes universitarios y de otros niveles de enseñanza, carretilleros, informáticos, panaderos, cantantes, plomeros, custodios, músicos, poncheros y gente desempleada. (Incluso, agentes de la Seguridad del Estado, pero esa es otra parte de esta historia).
Eso en cuanto ocupación, pues también había cristianos, masones, ateos, paleros, católicos y abakuás. Y ni hablar de sus posturas políticas… Sin dudas tuvimos mucho de qué conversar, sobre todo en medio de la incertidumbre y el miedo a no saber qué pasaría con nosotros.
Pero mi historia no comienza en Ivanov, sino en la estación policial de Zanja en la tarde del mismo 11 de julio, donde lo insólito del momento disimulaba el hambre, pues no comimos nada hasta el día siguiente por la tarde-noche. Fueron más de 24 horas sin comer. Dijeron que «no había comida para tanta gente», y no lo dudo, éramos muchos.
Al llegar a Zanja me pusieron en una celda de tres por tres metros, que no tenía techo. Entre las treinta y tantas personas me encontré a mi alumno Marcos, que había llegado minutos antes. No voy a olvidar nunca que nos abrazamos en medio de la celda y entre lágrimas le dije: «¿Tú estás loco, asere, cómo te voy a dejar solo?… tú eres mi chamaco, mi alumno. Deja el abuso».

Leonardo Romero Negrín
Nos reímos mucho y nos sentamos en una esquina de la celda a relajarnos. Ahí fue cuando me percaté de que me dolía una costilla. Él pudo ver que no lograba abrir del todo la mano izquierda. Habían casos similares al mío, y peores. Quien estuvo en el soleador ese día debe recordar a un muchacho con la frente ensangrentada; a un motociclista de dos metros de altura, el Harley Davidson, con un yeso en la mano; a otro con el antebrazo hinchado, etc.
De este último recuerdo su detención, porque fue minutos antes que la mía y porque mientras se lo llevaban decía: «Oye, pero no me den golpes». Aquellos que lo trasladaban le daban con la tonfa por las costillas mientras le respondían: «A ti nadie te está dando».
Eso sucedió, casualmente, debajo de la cámara del hotel Saratoga, que de hecho son dos. También está la cámara de la escuela primaria «Concepción Arenal» y las del Capitolio. Vaya, que hay múltiples ángulos para comprobar esa y otras muchas escenas. Es de esperar que se diga que las cuatro estaban rotas…
La tarde en Zanja transcurrió entre los relatos de lo que vivieron los presentes, su detención y sus opiniones acerca de lo que está pasando en Cuba. Los tópicos más comunes eran la intervención militar, el socialismo, el bloqueo, la libertad de expresión, la economía y la represión.
Hubo opiniones de todo tipo. Queríamos hablar al mismo tiempo y es de suponer que, con la adrenalina al tope y los golpes frescos, las emociones nublaban la racionalidad y no se entendía nada. Poco a poco el debate fue tomando forma y nos turnábamos para hablar y escuchar.
Pudimos dialogar entonces sobre las verdaderas implicaciones de una intervención militar y la necesidad de resolver los problemas desde aquí. Se plantearon ejemplos concretos de países donde ha ocurrido y los resultados; que en realidad era equivalente a cambiar a un abusador por otro más grande; que Cuba necesita una solución autóctona y que Estados Unidos debería ir a dar lecciones de moral al Medio Oriente. Esto no exonera en nada al gobierno de Cuba.
Incluso cité a Martí —presente todo el tiempo— y al antimperialismo preclaro con que planteó en su momento que si permitíamos que Estados Unidos nos librara de España, entonces luego tendríamos que librarnos de los Estados Unidos. También mencioné que Maceo, cuando alguien le dijo que Cuba, por fuerza de las circunstancias, llegaría a ser fatalmente una estrella más en la constelación norteamericana, respondió que ese sería el único caso en que estaría del lado de los españoles.
Y reflexionamos sobre eso. Volviendo a Martí, aclaré que él explicó que no se luchaba contra el ciudadano español sino contra el colonialismo; como mismo no se tiene nada en contra del ciudadano norteamericano sino contra el imperialismo.
De la intervención solo se ve la punta inofensiva y como una solución fácil, pero luego se va ensanchando. La otra solución es la autóctona —la difícil— la que rechaza la injerencia, no solo estadounidense; a la par que denuncia sin tapujos y sin hipocresías lo mal hecho al interior. Es una solución que en principio se torna compleja, pero a la larga…
Esto fue en cuanto a la intervención militar. De los demás temas ni hablar… volaron las horas porque hubo muchísimo debate, con visiones desde todos los puntos de vista. Así transcurrió aquella tarde y no faltó quien se sorprendiera de que en esa misma celda coincidieran varios jóvenes socialistas que no hablaban de Mao ni de Stalin y sus dogmatismos; sino de Gramsci, Rosa Luxemburgo, Trotsky, Kropotkin, Collontai y muchos más. Conversamos de los cuadernos de Praga, del Che, del perro calor que hacía, del Covid y hasta de poesía.

Peter Kropotkin
Cada media hora, aproximadamente, aplaudíamos bien fuerte para que nos escucharan los familiares que estaban fuera de la estación. A alguien se le ocurrió cantar el Himno y nos contagiamos a viva voz; otros gritaban «Patria y Vida»; otros decían «Brother, qué hambre tengo».
Se me ocurrió recitar el poema de Byrne Mi bandera, que más antianexionista no puede ser, y desde luego, todo lo que recordaba de Martí. Este fue un fragmento que algunos memorizaron:
Verso, nos hablan de un Dios
Adonde van los difuntos.
Verso, o nos condenan juntos
O nos salvamos los dos.
Ya en la noche nos relajamos un poco y nos tiramos en el suelo, los treinta y pico, como podíamos. Nos pusimos a cantar el repertorio de Carlos Varela, Frank Delgado y Santiaguito Feliú: Ansias del Alba, El leñador sin bosque y Orden del día fueron los platos fuertes. Cada cual cantaba lo suyo, y no faltaron Los Aldeanos, Bárbaro el Urbano y el gran Pedro Luis Ferrer con su antológico verso: «La Habana está poblada de consignas». Creo que pocas personas durmieron. ¿Quién carajo iba a dormir después de lo que pasó?
Hubo un momento en que los universitarios allí presentes —éramos cinco— nos acercamos para conversar y había un hombre que estaba atento a todo lo que decíamos. No nos extrañó que no hablara con nadie y que a las pocas horas lo sacaran. Nunca más lo vimos.
También hubo otro caso peculiar, una persona dentro de la celda que nos aconsejaba y calmaba diciendo que seguro nos iban a poner una multica y que si no cometíamos otro error no iba a haber lío…Hay que tener cara. Ese también se fue y nadie lo vio más. Ahí mismo creamos el concurso: «detecta al seguroso». Fue muy divertido, la verdad.
Como a las 8 a.m. llegaron los instructores para empezar a trasladarnos. Ahí fue cuando nos percatamos de que se estaban complicando las cosas. Me puse a discutir con un oficial acerca de la Constitución y de los abusos y recuerdo que me decía que éramos unos «vende patrias» y otras ofensas. Entre el tumulto apareció un teniente coronel de Villa Marista que me atendió la vez anterior en que estuve detenido, y exclamó con sorpresa: «Negrín, no puedo creer que estés de nuevo en lo mismo», y acto seguido le dijo al oficial con el que me encontraba debatiendo: «Déjalo, déjalo… que él está loco, mijo». Él sabrá por qué lo dice… yo también.
Me tomaron los datos y no firmé la orden de detención: «Desorden público». (Por favor).
Luego nos pusieron en fila y nos metieron en un camión en el que permanecimos un buen tiempo con un calor terrible. La incertidumbre, la alta temperatura y la falta de aire dentro del vehículo provocaron que muchas personas pensaran lo peor. Recuerdo un muchacho muy joven que empezó a llorar y le decían que no lo hiciera. En ese momento rememoré lo que me aconsejaba mi padre en esas circunstancias: «Los hombres también tienen lagrimales. Todas las personas lo tienen y no están ahí de adorno. Llorar no te hace menos».
Le dije que lo hiciera sin líos, que era preferible llorar entre hermanos que en un interrogatorio. «Es más, ahora vamos a llorar todos aquí y me puse a recitar Abdala». (Hace poco encontré a ese muchachito. Me lo recordó y nos dimos un abrazo).
Al llegar a Ivanov nos trasladaron hacia el Colectivo 6, en el cual nos recibía un cartel que decía «Feliz 2021» con la zeta al revés. Pudimos percatarnos de que ahí había alrededor de doscientas personas o más. Enseguida intercambiamos experiencias, pues no veníamos todos de las mismas estaciones. Entre los provenientes de Zanja alguien preguntó dónde estaba Ányelo Troya.
Ahí me entero de quién era y que incluso habíamos debatido toda la tarde. Tal vez se acuerde. Tampoco supimos nada de Jose el panadero, imaginábamos que lo debían tener aislado después del violento recibimiento que le hicieran.
Una vez que entablamos relación con las caras nuevas y nos acomodamos en nuestras literas, comenzaron los turnos de reflexión y debate: «¿Caballero y la jama pa′ cuándo? ¿Familia y el agua cuándo llega? ¿No nos van a dar aseo?». Solo diré que estuvimos tres días sin bañarnos y cinco sin pasta dental. Es que apenas había un chorrito intermitente de agua que alcanzaba, si acaso, para beber. Entre tanto, el cartel del baño alertaba que «Higiene es salud». (Cómo debe haber gente haciendo esos cuentos).
Al segundo o tercer día llegaron cámaras de la televisión a filmarnos por si hubiera que dar alguna fe de vida —eso estuvo raro—, y luego llegó el teniente coronel Sándor, segundo Jefe de prisiones. Aclaró inquietudes generales, le informamos de las lesiones e indagamos por la posibilidad de ver a un médico para hacer las denuncias pertinentes.
En efecto, esa posibilidad existía. Todos hablaban de un mayor que estaba fuera de la consulta, dormido en un pupitre. Era él quien supuestamente tomaba las denuncias (que nadie se atrevía a hacer para no embarcarse porque suponíamos que nos iban a dejar más tiempo y hubo hasta quien ni quiso enseñar sus dolencias por la misma razón).
Digo supuestamente porque a mí no me la quiso tomar mientras el oficial de guardia me sacó a empujones de la consulta. Hubo gente del colectivo 6 que vio la discusión con este célebre personaje, bautizado in situ como El boniato. Hay varias historias de su cinismo y es triste que se le haya quedado el apodo de un prestigioso maestro de la potencia Izún Efó Sankobio.
De vez en cuando sacaban a personas para ser interrogadas y cuando regresaban nos enterábamos de determinadas cosas. Hubo algunos que contaron cómo les preguntaban si estaban dispuestos a borrar los videos que tenían en el móvil, y que accedieron para salir de eso.

Las redes sociales jugaron un papel importante en que la noticia de las protestas se diseminara (Foto: Yamil Lage/AFP)
En Ivanov cada horario de comida era hora de liturgia. Bueno, en verdad, era todo el tiempo. No había momento en que no se estuviera conversando. Lo mismo de la Eurocopa, de poesía, de la vilipendiada Constitución, de música, de historia, de la preocupación de nuestras familias, de leyes de Medios y Asociaciones, de derecho penal y hasta de conquistas amorosas.
Lo mismo empezábamos a hablar de la Guerra Mundial que de los abakuás que murieron intentando rescatar a los estudiantes de medicina, o de Shúkov, Napoleón, el papel de los masones en la guerra de independencia e incluso de machismo. A los pocos minutos, el tema era la riqueza de la cultura cubana y hasta terminamos discutiendo del tibaracón, de la fauna de Baracoa y de la posibilidad de que un puerco cruzase ese sistema montañoso.
Organizamos hasta un sindicato empírico para mantener la limpieza y pedirles cosas a los oficiales de turno, con aplausos deportivos para los voluntarios (el viejo Landy se ponía del carajo jjjj. Le cogimos mucho cariño). Hacíamos concursos de «rap vs décimas» y parodias a las canciones (basta imaginar). Nos pusimos a cantar las más conocidas de Silvio para que todo el mundo participara y hubo uno que me dijo que si yo me atrevía a cantar Ojalá. Enseguida empezaron algunas risitas por ahí… no entendí nada.
Hubo un día en que se pusieron a hablar de la guerra de Angola. Un tema espinoso que resolvimos cantando la canción de Frank Delgado que habla del tema y que varios conocían. Resultó que entonces esa se convirtió en la nana de buenas noches y un muchacho la pedía todo el tiempo.
El viernes llegó un grupo de gente nueva con lesiones, por ellos supimos que afuera la cosa seguía fea. Esa noche no se cantó Angola. Esa noche fue tensa. Esa noche hubo silencio.
Alguien que conocí en Zanja me marcó profundamente. Su nombre es Alexander Hall (tremendo muchachón). Un joven de la facultad de Historia y Filosofía; casualmente de la UJC y socialista por cuenta propia igual que yo. Con él tuve muchísimos debates y dimos tremendo cuero.

Alexander Hall (extremo derecho) junto a Leonardo Romero Negrín (al centro) (Foto: Cortesía del entrevistado)
Hablamos bastante sobre la leyenda negra tejida alrededor de las ideas socialistas como resultado de dogmas y autoritarismos —criticados por muchísimos marxistas— y coincidimos en que derechos hoy normalizados fueron conquistados por corrientes socialistas y anarquistas como los mártires de Chicago, los sindicatos de panaderos en Argentina o los que se opusieron al régimen de Franco durante la Guerra Civil española.
También discutimos sobre la hipercentralización enferma de burocratismo que ve pérdida de poder frente a la necesidad de liberar las fuerzas productivas de manera inteligente, sin llegar al capitalismo atroz. Porque la economía debe estar en función del ser humano y no el ser humano en función de la economía.
Pasamos los días hablando de cooperativas, múltiples formas de autogestión, de economía solidaria y de dialéctica. Aprendí mucho de él. Es uno de los jóvenes más preparados que he conocido y con una comprensión del activismo antirracista que urge escuchar. Recuerdo aquella conversación sobre por qué no se sitúa a Aponte como iniciador de las luchas independentistas, o de cómo el racismo estructural es una «costra tenaz del coloniaje», presente aún.
Hice muchas amistades y nos recordamos con cariño por haber compartido los cubiertos, las penas y hasta una felpa para recoger el pelo; por fumar hasta bagazo de caña de la tabla de las literas y abrazar entre aplausos a quienes se iban, mientras se acomodaba la angustia entre los que se quedaban. Esas cosas no se olvidan.
Ivanov fue, sin dudas, una escuela. Una oportunidad para que de cientos de personas que no se conocían saliera hecha una familia muy diversa. Y de todo lo anterior pueden dar fe los que allí estuvieron.
Nadie se ofendió. Nadie maltrató ni marginó a otro por tener ideas distintas. Aprendimos a lidiar con la diferencia y, sobre todo, a escucharnos. Muchos de quienes creyeron que pensaban distinto, al nutrirse de los criterios ajenos (comprendiendo que no se tiene toda la verdad) supieron construir un conocimiento que los trascendía y vieron que al final se parecían más de lo que creían y que eran, a veces, más revolucionarios que muchos militantes del Partido.
Ya no se trataba de querer tener la razón. Se trataba de personas que necesitaban ser escuchadas a tiempo; porque esos marginales son los que construyeron el Palacio de las Convenciones para que burócratas con complejo de semidioses, que ellos no eligieron, jueguen con su destino sin que nadie los cuestione realmente.
Esos marginales son los que viven, día a día, la realidad cruda y dura y no tienen los privilegios de la casta burocrática. Esos marginales no son marginales porque quieren serlo. Esos marginales son hermanos míos. Yo soy un marginal… pero de los que quieren ser escuchados y escuchar.
Ivanov fue un pequeño país que coexistía detrás de unas rejas.