Aunque mi buen amigo, ese inmenso poeta que es Roberto Manzano, diga que el poemario definitorio de la voz de Eduard Encina es Manigua (y sí lo he leído y es realmente fabuloso y único), terminé de convencerme de la originalidad poética, de la singular voz de este escritor cuando, en uno de los escasos intercambios que tuvimos en internet, me envió un libro que, hasta donde sé, se publicaría un año después: Lupus.
Era una poesía que se separaba de todas esas poéticas nacionales tan calcadas una de otras que hace imposible reconocer el estilo de un creador u otro (tara de la poesía cubana desde hace muchos años, que ha convertido al género en pasto de la palabrería artificiosa, la imagen indescifrable y la impostación, como resultado de la absurda imposición de ciertas tendencias y modismos que era lo que se premiaba, se publicaba y se promocionaba a nivel nacional).
En aquel libro, como ya había encontrado en otras partes de la poesía de Encina, volví a disfrutar de lo genuino poético ―ese tesoro de autenticidad ancestral que hemos conocido cara a cara en nuestros campos quienes hemos sido catalogados como «guajiros» por esa reductora posición habanocentrista con la que se concibe el análisis literario en Cuba.
La voz de Encina sonaba irreverente desde lo natural, desde el apego a sus raíces de un modo rabioso y tierno a la vez, popular en esencia y culto en sensibilidad. Un filósofo de la vida cotidiana que convertía en poesía incluso lo más tosco, lo más burdo, lo más grotesco de esa cotidianidad. Creo, y espero que no se ofenda nadie, que ha sido el más genuino y rotundo poeta de Baire. Y su obra, no lo duden, trascenderá a ese tiempo cortísimo que anduvo por aquellas tierras que tanto amó y defendió.
Pero de Encina, como muchas otras personas, recuerdo su aplastante humanismo, su campechana risa, su humildad. Aunque no tuvimos la oportunidad de estrechar más nuestra amistad, fuimos amigos desde el primer día en que nos encontramos en alguna de aquellas sesiones inolvidables del Centro Onelio, en La Habana.
Recuerdo que Ángel Santiesteban y yo conversábamos en una esquina y lo vimos acercarse: «tronco ‘e guajiro», soltó Ángel por lo bajo, como suele ser él siempre, bromista y afable, y luego agregó: «pero es un buenazo», desconociendo algo que yo sabía muy bien por mis orígenes palestinos: «guajiro y buenazo» suelen ser casi una misma palabra en lo que el inolvidable Guillermo Vidal, otro hermano que extraño mucho, llamaba, parafraseando a Martí, «nuestras tierras de Oriente».
Encina nos admiraba, y nos lo dijo, a la cara. Sentimos que creía que ya nosotros habíamos alcanzado la cima de ese Olimpo literario al que él deseaba llegar. Y ese respeto ceremonioso que todavía no merecíamos, ni por obra ni por trayectoria en las letras cubanas (teníamos algunos premios nacionales sí, y un par de libros que la crítica elogiaba, pero aún ni Ángel ni yo estábamos satisfechos de nada de lo logrado), fue tal vez el puente que cimentó nuestra amistad. Cuando sientes que te respetan y admiran, aprendes a respetar y a admirar a quien te respeta y admira: es un círculo enriquecedor de buenas vibras y humanismo.
No recuerdo cuántas veces coincidimos; solamente sé que fueron muchas. Y siempre lo sentí cercano, sincero, tierno incluso dentro de su aparente tosquedad. Y, curiosamente, siempre estaba presente SIN ESTAR cuando me reunía con mis grandes amigos: Rafael Vilches Proenza, uno de esos hermanos que la vida me ha dado en nuestra generación, siempre lo mencionaba, lo elogiaba, lo adoraba como un ídolo personal y casi íntimo; Guillermo Vidal lo conoció y se impactó: «ese guajiro es de oro. Baire se le va a quedar chiquito», me dijo.
El chino Heras e Ivonne se referían a él casi como un hijo. Y recuerdo que en conversaciones, o cartas, o emails, o chats en internet y en WhatsApp, a lo largo de estos años de destierro, lo han mencionado con especial aprecio y admiración Yunier Riquenes, Delis Gamboa, Alejandro Ponce, Arnoldo Fernández, Luis Felipe Rojas Rosabal, Argenis Osorio, y otros que seguramente olvido.
Me alegra hoy, cuando ya no está, saber que ―igual que en Las Tunas se venera a Guillermo Vidal por su indudable calidad literaria y por el legado que dejó a los tuneros―, en Baire Eduard Encina recibe esa justa veneración que se da a los hombres buenos. Los hombres buenos como Eduard Encina no deben ser olvidados en un mundo donde la condición de hombre bueno es cada vez más una rara avis.
Hace unos días, a raíz del agradecimiento que un joven escritor me envió desde el Oriente de Cuba por la visibilidad que le estamos dando a la literatura de «nuestras tierras de Oriente» en la editorial Ilíada Ediciones, que fundé y dirijo en Berlín, Alemania, salió a cuento un detalle que muchos olvidan, por el reconocimiento internacional que he alcanzado: me siento orgulloso de mis orígenes guajiros.
Nací en Guantánamo, me crié en un pueblito holguinero llamado Maceo, tuve mi adolescencia e inicio de mi carrera literaria en Santiago (con los mimos y retortijones de oreja que me dieron mi asesora literaria Maritza Ramírez y escritores como José Soler Puig, Jorge Luis Hernández, Aida Bahr, Luis Carlos Suárez, Daysi Cué y Lino Verdecia, orientales de pura cepa todos ellos).
Hice el período de la escuela al campo en Cautillo (cerca de Jiguaní), estuve becado en la ESBEC Bungo 6 (y cada semana hacía el recorrido hasta allí desde Santiago, un recorrido que atravesaba Baire, por cierto) y algunos amores de aquellos años vivían en sitios tan orientales como San Luis, Campechuela, La Maya, Palma Soriano…
Soy, como se ve, un guajiro que, por azares de la vida (o sería mejor decir, por las responsabilidades revolucionarias de mis padres) se educó en la ciudad y terminó en La Habana, ciudad que aprendí a amar por su complejidad y belleza.
Agregaría aquí que, en broma, para fastidiar por igual a habaneros rabiosos y a orientales recalcitrantes, solía decir en las entrevistas: «yo, como buen oriental que se respete, vivo en La Habana». Pero quienes me conocen saben que jamás olvidé algo que me gustaría recordarles a quienes leen estas palabras que escribo por Eduard Encina: todavía, debido al habanocentrismo que he citado aquí, la literatura cubana tiene una lección pendiente con la enorme calidad, variedad y amplitud de propuestas de la literatura que se escribe en eso que los habaneros llaman el campo.
Aunque a algunos les duela, buena parte de la mejor literatura cubana de los dos últimos siglos, y especialmente de las últimas décadas, la han escrito «palestinos emigrados a La Habana», como demuestran Reinaldo Arenas y Gastón Baquero, por solo citar dos ilustres casos. Y aunque algunos se han negado a dar ese salto, que podría garantizarles una mejor promoción a nivel nacional, no hay que desilusionarse.
José Soler Puig jamás quiso irse de Santiago y es un grande de nuestras letras. Guillermo Vidal tampoco emigró de la polvorienta Las Tunas y es otro de los eternos. Y ahí tienen ustedes ahora a Eduard Encina: tampoco se fue a buscar aires habaneros, y no dude nadie que veremos cada vez más crecer su obra, su memoria, su legado.