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Para articular la ciudadanía por el Estado de Derecho en Cuba

por René Fidel González García 26 noviembre 2020
escrito por René Fidel González García

1. Para encontrar y reunir a los que creen en lo que usted cree, tiene que ser capaz de decir en lo que cree claramente y sin desfallecer. Ellos, probablemente, no han tenido sus mismas experiencias, ni piensan igual a usted en distintas cuestiones, pero creen en lo mismo que cree.

2. Para lograr la atención de los que son o han sido siempre indiferentes a lo que cree, tienes que ser capaz de decir serenamente por qué cree en lo que cree. Nadie es absolutamente indiferente cuando se convierte en un espectador. A veces, basta con eso para lograr el cambio: la injusticia puede transformar al indiferente, pero la serenidad le hace respetar.

3. Para entender a los que adversan lo que cree, el porqué de su posicionamiento y argumentos, tiene que ponerse en el lugar de ellos. La empatía es el kilómetro cero del diálogo.

4. Para ofrecer respeto a quienes adversan a lo que cree, tiene que entender que las personas no son, ni acaban en la diferencia de opinión política que se tienen.

5. Para recibir el respeto de los que adversan, son indiferentes, o comparten lo que cree, debe lograr ser siempre consecuente y coherente con las ideas que defiende. No puede simplificar o hacer parecer vulgar y caprichoso su comportamiento y esperar a cambio respeto. Todo tejido es siempre un resultado de la constancia. Todo proceso expresa una voluntad –o muchas– sostenida en el tiempo.

6. El dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió: «El joven Alejandro conquistó la India. ¿Él solo?». Ser protagonista de algo no es lo mismo que alimentar su ego. Este suele ser realmente insaciable. No lo subestime, pues acabará haciendo únicamente eso y se quedará solo. Haga entonces su parte con humildad, después de todo, el placer es siempre íntimo.

7. Ser (parte de) una minoría (política) no es lo mismo que estar en minoría. Lo primero puede procurar una identidad, lo segundo es siempre una circunstancia. No lo olvide cuando logre alcanzar estar en mayoría. Tampoco olvide que una cosa y otra son muchas veces el resultado de sus propias prácticas: es posible escogerlas. Sea consciente de ello.

Por eso, absténgase de amenazar a otros con convertirlos en una minoría o de intentar proscribirlos y limitarlos en sus ejercicios ciudadanos cuando usted llegue a ser la mayoría. Si lo hace, no importa cuánto tiempo tarde, sus ideas dejarán de ser para hacer el bien y acabarán siendo ideas para hacer el poder. 

Es conocido que el poder corrompe. También que el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero es menos conocido que la ausencia de poder corrompe, y que la ausencia absoluta de este corrompe también absolutamente. 

Un maestro le preguntó a sus alumnos, dibujando círculos en el talco que cubría el sendero: «No se trata de la mayoría sobre la minoría; menos, de la mayoría contra la minoría, ni viceversa. Se trata de la mayoría junto a la minoría. Se trata de la mayoría con la minoría y viceversa. ¿Hablo de la política, de la democracia, de ambas cosas, o de lo que es posible?».

8. Es imposible negociar si no se tiene un propósito y no se está dispuesto a ceder en todo lo superfluo e intrascendente a este. Relájate. Ciertos dogmas policiales afirman que no se negocia con terroristas, por eso es necesario distinguir entre los propósitos y las circunstancias del otro, y si se puede, cambiarlas. Sea paciente y perseverante.

9. Si no puede escoger o aplazar la batalla, haga su mejor esfuerzo antes de librarla, despliegue todos sus recursos, banderas y fuerzas. Nunca las divida o disperse, reúnalas. Si logra vencer en ello, vencerá en todo. Es posible que cuando llegue el día, encuentre abandonado y vacío el campo del desafío. Si así no fuera, es seguro que dará siempre una impresionante pelea. Ese será su prestigio, pero también una senda por la que sus ideas serán descubiertas por una nueva generación.

10. Ame, no se canse de amar. Es lo único que lo hará realmente libre. Cuando se quede solo o sea derrotado, amar lo hará volver a la pelea y, si no, será su paz. De todo lo que se pierde es lo único realmente importante.

11. No discrimine a sus aliados, pero sea firme y conozca sus propósitos. Nadie apoya un ejército en desbandada o vacilante, pero confundir a los enemigos con aliados es lo único peor a estar solo o a ser derrotado. Si lo hace, no será traicionado, se habrá traicionado usted mismo. Recuerde que lo único que fragua la unidad, al menos por un tiempo, es la victoria. Triunfe.                   

12. La unidad no es una exigencia, es una oportunidad, ofrézcala. Si tiene que exigirla es porque apenas logrará por un tiempo –alguna vez– la obediencia. Saber que solo se puede unir lo diferente o separado, es un buen dato para entender la unidad.

Es preciso rehacerla, renovarla, pues la unidad es dinámica y perecedera. Esto es peligroso y evitado por los que cultivan el poder adquirido, pero cualquier cosa que pueda ser dañada por el pétalo de una flor no debería recibir el nombre de unidad. Es, acaso, una coreografía o peor, una escenografía hueca.

13. El poeta José Luis Martín Descalzo escribió: «Llego, dolor, a donde tú no alcanzas. Yo decido mi sangre y su espesura. Yo soy el dueño de mis esperanzas». Es importante escoger. Insisto. Hágalo. Por eso ponga a un lado todo lo que le estorbe a su propósito, lo que le lastre: rencores, odios, heridas abiertas, humillaciones, las memorias desgraciadas. Decídalo. Luche.

Como afirmara un joven filósofo crítico del Derecho, desde México: «La visión de los vencedores sigue intacta, y no va a cambiar por la de los vencidos en un acto de reflexión o de compasión. Ni en un ejercicio ético o lingüístico. La visión de los vencedores prevalecerá hasta que sean vencidos».

Cada derecho conseguido es un paso hacia ello. Derróteles. Siempre se paga un precio, hágalo: no hay forma de conseguir o defender los derechos y las libertades mendigándolas, pero tampoco odiando.

Esto no es un dilema, es una cuestión de principios. El odio puede ser usado y convertido en casi cualquier cosa, incluso en un privilegio, incluso en un arma, pero no olvide que el odio es en realidad un detritus, nunca un derecho, menos una libertad.

Si usted lucha por los derechos y las libertades, lo hará para todos y tendrá que enfrentar siempre al odio, no lo olvide. Está advertido: el odio contagia y se reproduce. Es el precio que no podrá pagar: luchar por principios no es nunca, ni se trata en ningún caso, de una lucha entre los principios sin poder y el poder sin principios. Consérvelos.

Un hombre sabio dijo una vez: «Mientras más fuertes sean, más flexibles podrán ser con sus principios; mientras más débiles sean, más coherentes con ellos deberán ser». La flexibilidad es un arte; la coherencia, disciplina. Ninguna de las dos son posibles sin la constancia en el aprendizaje. Aprenda siempre. Regino Boti, el bardo oriental, confesaba: «Yo soy mi diamante, yo tallo mi diamante, yo hago arte en silencio».

14. Como escribiera Erich Fromm: «Tener esperanza significa estar listo en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida». Esté listo, no se desespere, pero dele sentido a la única vida que tiene. No dude. Es lo que cuenta al final.

26 noviembre 2020 9 comentarios 2,1K vistas
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Un enfoque socialista de la libertad de expresión

por Consejo Editorial 16 octubre 2020
escrito por Consejo Editorial

Tras la supresión histórica de los denunciantes de prácticas ilegales en la administración pública por parte del gobierno de Obama, los reiterados ataques de Donald Trump a los medios de difusión, y las polémicas en los recintos universitarios en todo el país, el libro Free Speech: Ten Principles for a Connected World (Libertad de expresión: diez principios para un mundo conectado) de Timothy Garton Ash resulta oportuno.

Garton Ash ofrece una amplia exposición sobre el derecho a la autoexpresión y una defensa coherente de la libertad de expresión desde un punto de vista explícitamente liberal. La teoría y la práctica socialistas nunca han definido satisfactoriamente el lugar de la libertad de expresión en la lucha por la transformación social y en una futura sociedad socialista — razón de más para confrontar seriamente el desafío planteado por el nuevo libro de Garton Ash.

Las bases de la libertad de expresión

El análisis de la libertad de expresión realizado por Garton Ash tiene dos fuentes principales: Isaiah Berlin, quien propuso que la libre expresión está basada en la empatía y la tolerancia por valores múltiples y contradictorios, y John Stuart Mill, cuya defensa de la libertad de expresión subrayaba en primer lugar sus consecuencias favorables en lugar de su valor intrínseco como derecho. Ninguna de estas perspectivas constituye un basamento sólido para una defensa de la libertad de expresión.

La empatía y la tolerancia — dos estados de ánimo — son pésimos garantes de la libertad. La empatía no se traduce fácilmente en planes institucionales que pudieran sustentar la libertad de expresión, y la tolerancia es un precario sustituto para una robusta cultura de derechos. Por el contrario, los derechos deben empoderar a las personas sin reparar en las buenas intenciones individuales de los gobernantes.

Con ese espíritu, Thomas Paine elogió la nueva Constitución Francesa porque “ha abolido o renunciado a la tolerancia, y también a la intolerancia, y ha establecido el Derecho Universal de Conciencia.” Como explicó, “La tolerancia no es lo opuesto de la intolerancia, sino su falsificación. Ambas son despotismos. Una se arroga el derecho de negar la libertad de conciencia, la otra el de otorgarlo.”

En cambio, Mill en Sobre la libertad defiende la libertad de expresión primariamente con el argumento de que la verdad surgirá del llamado mercado libre de ideas, haciendo de esta suposición el principal argumento en favor de la libertad de expresión. Está claro que la ausencia de libertad de expresión y de libertad política obstaculiza la búsqueda de la verdad. Pero nuestro mercado de ideas es oligopolista y por ende no totalmente libre, ya que está restringido dentro de una sociedad clasista. Por lo tanto, ¿debería tener menos valor la libertad de expresión?

En lugar de depender de la promesa de un paraíso consecuencialista, se podría decir que un derecho es algo intrínsecamente valioso, esencial para la dignidad y la autodeterminación de las personas, y necesario para la democracia. Los derechos — incluyendo el derecho a la libertad de expresión — podrían ayudar a producir la aproximación más cercana a la verdad y a una sociedad mejor, pero, mucho más importante, son un elemento constituyente de una buena sociedad.

Como otras concepciones de los derechos basadas en nociones metafísicas y ahistóricas, como la naturaleza o la ley natural, la dependencia de Garton Ash de la empatía y la tolerancia no puede fundar un derecho sólido a la libertad de expresión, expuesto a su inevitable erosión por parte de poderosos actores económicos o gubernamentales.

Necesitamos un enfoque alternativo de los derechos que no dependa de abstracciones. Rosa Luxemburgo ofrece uno: Todo derecho a sufragio, como cualquier otro derecho político, ha de medirse no por algún tipo de idea abstracta de “justicia”, o en los términos de otras frases democrático-burguesas, sino por las relaciones sociales y económicas para las cuales se diseña.

Luxemburgo entiende los derechos como encarnaciones de relaciones sociales y económicas concretas. En las sociedades capitalistas liberales, el acceso desigual al poder restringe estos derechos. En una sociedad socialista plenamente democrática, dichas restricciones desaparecerían.

En efecto, lo que más falta en Free Speech es la comprensión concreta de Luxemburgo de las relaciones entre los derechos y el poder. A continuación, expondré en detalle tres de los diez principios que organizan el libro para mostrar cómo su interpretación liberal del derecho a la libertad de expresión no logra tener en cuenta el impacto de las estructuras de poder sobre la libertad de expresión.

En primer lugar, Garton Ash sostiene, siguiendo la jurisprudencia estadounidense, que la libertad de expresión puede limitarse cuando hay intención, probabilidad e inminencia de violencia; es decir, cuando el discurso de odio se ha vuelto peligroso. En segundo lugar, aboga por la protección del derecho a la privacidad siempre que no impida el escrutinio en aras del interés público. Finalmente, reclama el apoyo absoluto a la expresión abierta de todas las discrepancias humanas, a condición de que los participantes mantengan una “sólida cortesía”, definida como hablar con franqueza mientras se practica el autocontrol para mantener la paz civil necesaria para el adecuado funcionamiento de la democracia liberal.

Estos tres principios están bastante claros, pero un análisis más detallado revela que la desigualdad social y económica en gran medida ignorada por Garton Ash también desempeña un papel crítico en la limitación de la libertad de expresión. La aparente disposición de Garton Ash a aceptar esta desigualdad revela su creencia de que el poder sólo es inherente al estado, y no a las relaciones socioeconómicas.

Intención, probabilidad e inminencia

La confusión de Garton Ash en cuanto a la libertad de expresión y el poder se hace más clara en su defensa de Larry Summers, el profesor de economía que fue obligado a renunciar como presidente de la Universidad de Harvard tras sugerir que la “reducida proporción de mujeres en las ciencias y las ingenierías puede ser el resultado de diferencias innatas de aptitud e inclinación, así como de las presiones de la vida familiar y otros factores.”

Garton Ash regresa a John Stuart Mill para argumentar que la afirmación de Summers tenía la intención de impulsar el conocimiento. Él pregunta: “¿Intentaba Summers insultar o degradar a las mujeres? ¿O intentaba él genuinamente, a pesar de lo provocador de sus palabras, hacer progresar la comprensión científica? Viendo la evidencia,” concluye Garton Ash, “considero que fue lo segundo.” Aparte del hecho de que la afirmación de Summers se basaba al menos parcialmente en teorías desacreditadas de diferencia genética, la conclusión de Garton Ash no logra abordar adecuadamente el contexto en el que habló Summers.

Como economista, Summers no tiene conocimiento creíble sobre diferencia de género. Por añadidura, las protestas contra sus comentarios no pusieron en peligro su libertad académica como profesor de economía, sino su posición de poder como presidente de una universidad. Desde la perspectiva de quienes protestaron, Summers había usado su posición en contra de los intereses de las mujeres. Contrario a lo que Garton Ash implica, ello no tenía nada que ver con la libertad de expresión, sino con una expresión de poder.

La misma confusión surge cuando expertos liberales critican las protestas de estudiantes contra figuras políticas invitadas a hablar en recintos universitarios. Garton Ash tergiversa estas demostraciones, imaginando que ocurren principalmente cuando se invita a los oradores para defender sus posiciones al respecto de algunos temas controvertidos. De hecho, muchas de estas protestas ocurren cuando la persona llega para ser reconocida y premiada por la universidad.

Por ejemplo, en 2014 la Universidad Rutgers invitó a Condoleezza Rice (secretaria de estado bajo el presidente George W. Bush) para que fungiera como oradora en la ceremonia de entrega de diplomas y para recibir un doctorado honoris causa. Que Rice se haya echado atrás ante la protesta de estudiantes y profesores no representa una derrota para la libertad de expresión, sino una pequeña pero real victoria para quienes se oponían a la decisión de Rutgers de reconocer y honrar a una figura representativa de las políticas imperialistas estadounidenses.

Consideraciones similares deben aplicarse a los reclamos para renombrar el Colegio Calhoun de la Universidad de Yale y la Facultad Woodrow Wilson de la Universidad de Princeton, instituciones cuyos nombres rinden homenaje a racistas bien conocidos. Las disputas al respecto de cómo los homenajes institucionales de este tipo realzan las reputaciones de quienes los reciben no se relacionan con la libertad de expresión, sino con la legitimación de quienes ostentan poder, y con sus usos políticos y culturales.

Cuando nos referimos a figuras públicas invitadas a hablar sobre temas controvertidos, debemos distinguir entre persuasores racistas e intimidadores racistas violentos. Personas como Arthur Jensen, Richard Herrnstein y Charles Murray, quienes propagan mitos racistas ofensivos enmascarados como ciencia social, son persuasores racistas. Sus pronunciamientos ocurren enteramente en el ámbito del discurso, ante lo cual los oponentes pueden responder mediante la discusión racional y la refutación cuidadosa.

Otros derechos de libertad de expresión, incluyendo las venerables tradiciones de los piquetes y las pullas a los oradores, se detienen antes de llegar al uso de la fuerza para impedir que figuras como éstas hablen. Hasta la lucha ideológica más aguda se atiene a reglas implícitas que los movimientos sociales han violado a veces cuando han sustituido la persuasión por el uso de la fuerza. Ello no sólo viola los derechos fundamentales de los oradores, sino que también constituye una mala estrategia. Las protestas que ignoran el derecho a la libertad de expresión ofenden tanto al público que asiste al evento, al cual los manifestantes deberían tratar de ganarse, como a quienes desean preservar la libertad de expresión.

Esto difiere de los actos de intimidación racistas o antisemitas perpetrados por grupos organizados con un historial de violencia física. La marcha de 1936 organizada por la Unión Británica de Fascistas en el East End de Londres, una zona de mayoría judía, ilustra esta distinción. La intención de Oswald Mosley, el líder de la manifestación, no era convencer a los judíos que vivían en ese vecindario de que se unieran a su grupo. Por el contrario, quería aterrarlos. Tampoco el grupo neonazi estadounidense que solicitó un permiso para marchar por el también altamente judío suburbio de Skokie en Chicago en 1978 se proponía convertir a los residentes — muchos de los cuales eran sobrevivientes del Holocausto — en nazis.

En Londres, Mosley y sus seguidores se encontraron con veinte mil manifestantes antifascistas, quienes se enfrentaron con los seis mil policías que trataban de proteger a unos dos mil fascistas en la hoy famosa Batalla de Cable Street. El desenlace en Skokie fue distinto.

Las autoridades locales trataron de impedir la marcha, pero la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés) presentó una demanda para permitirla, provocando que muchos de sus miembros renunciaran. A pesar de la victoria legal de la ACLU, los neonazis decidieron en cambio efectuar una concentración en el centro de Chicago. En algunas maneras, ello se asemejaba la marcha de Mosley en el este de Londres. Pero había una diferencia importante: el nazismo estaba en alza en la década de 1930, pero para 1978, el neonazismo estadounidense se había convertido en un pequeño grupo marginal. Independientemente de su poder relativo, ambas fuerzas pertenecían a una corriente política organizada con un historial de violencia física y una estrategia de apoderarse del poder político.

La defensa de la ACLU incluyó dos argumentos concernientes a la presente discusión. Por una parte, señalaron los peligros que representaba permitir que el gobierno estadual, local o federal limitara o regulara la libertad de expresión, temiendo que ello fijara un precedente capaz de ser usado contra los derechos democráticos de otros movimientos sociales, incluyendo las organizaciones de trabajadores, las minorías y la izquierda. En efecto, el peligro de dar al estado el poder de limitar los derechos de libertad de expresión es precisamente la razón por la que los socialistas no pueden depender de él cuando se trata de confrontar a intimidadores violentos.

En segundo lugar, la ACLU afirmó que, como la marcha no representaba peligro de violencia planeada, probable e inminente, podía considerarse expresión protegida constitucionalmente. Ello aclara una importante distinción entre la izquierda antirracista y la más generalmente liberal ACLU. Para grupos como la ACLU, los intimidadores violentos deberían disfrutar los mismos derechos de libertad de expresión que persuasores racistas como Jensen, Herrnstein y Murray poseen hasta que el discurso se haga peligroso. Para la izquierda antirracista, los intimidadores violentos son categóricamente distintos de los persuasores racistas.

La relación entre grupos como los neonazis o el KKK y los movimientos sociales democráticos es de abierta beligerancia y no de lucha ideológica. Los intimidadores violentos no tratan de persuadir, sino de intimidar. Su lenguaje es el de la violencia. En lo que respecta a los movimientos sociales, la por lo demás razonable regla de que la expresión se protege hasta que la violencia se hace inminente no debería aplicarse a estos intimidadores violentos: en cambio, ese principio les permite elegir la hora, el lugar y la manera más favorable para sus acciones violentas.

En Skokie, las fuerzas antifascistas tenían la ventaja gracias a la tremenda movilización causada por la marcha. La idea de detener del todo la marcha de los neonazis no debe considerarse una cuestión de principios, sino una cuestión de estrategia y táctica. Varias consideraciones son pertinentes en este caso, incluyendo la relación de fuerzas en las calles, si la mayoría de los grupos manifestantes apoyarían impedir la marcha, y si secciones significativas del público reconocerían la justicia de esa acción de fuerza en lugar de percibir a los intimidadores neonazis como víctimas.

Estas mismas consideraciones deberían influenciar nuestro análisis de la reciente polémica en torno a Milo Yiannopoulos, cuya comparecencia en Berkeley fue cancelada tras una masiva manifestación y las acciones de un pequeño grupo de entre 50 y 100 personas, quienes llevaron a cabo la destrucción de propiedad universitaria. Su historial político previo muestra a Yiannopoulos como un persuasor racista de un tipo particularmente reaccionario y aborrecible quien, como sostuvimos anteriormente, definitivamente requiere que los estudiantes manifestantes ejerzan sus derechos de libertad de expresión con masivos piquetes e interrupciones al orador, mientras respeten los principios de libertad de expresión, sin llegar a una supresión forzosa del evento.

Sin embargo, algunos han afirmado que Yiannopoulos había planeado revelar los nombres de estudiantes indocumentados. Si hubiera intentado hacerlo, la confrontación entre él y los manifestantes se habría trasladado a otro terreno más allá de la persuasión, y la audiencia habría tenido el derecho de silenciarlo inmediatamente.

En otros contextos, como el de guerra civil o en un conflicto más limitado pero abierto, como una huelga, la lucha por el poder ha sustituido a la lucha por la libre expresión. Cuando los miembros de un sindicato impiden físicamente que los rompehuelgas entren al centro de trabajo, o cuando la policía y los empleadores dan al traste con una huelga, es el poder — no la libertad de expresión — lo que está en juego. Un trabajador herido por un policía mientras trata de detener a un rompehuelgas es víctima de la capacidad represiva para la violencia del estado, no de su capacidad para silenciar el disenso.

Los límites de la libertad

Como muchos liberales europeos, Garton Ash a menudo combina la libertad con el mercado libre, percibiendo cualquier intervención del estado como un ataque a los derechos individuales. Ello se extiende a su notable oposición a las regulaciones, a las cuales parece asociar con la censura. Sin embargo, las regulaciones no sólo son compatibles con la protección de los derechos civiles y políticos, sino que son esenciales para ello.

Por una parte, las regulaciones pueden de hecho promover la libertad de expresión al permitir un mayor acceso a los medios. Garton Ash reconoce el acceso desigual a los medios masivos de difusión, citando incluso la famosa sentencia de A. J. Liebling de que “la libertad de prensa sólo está garantizada para los dueños de ésta.” Al mismo tiempo, Garton Ash rechaza incluso medidas moderadas para mejorar el acceso a los medios. Por ejemplo, conoce pero no promueve la Doctrina de Equidad que obligaba a las emisoras de radio y televisión estadounidenses dar espacio en el aire a opiniones opuestas sobre asuntos polémicos, y que fue abrogada en 1987. Cuando la Comisión Federal de Comunicaciones adoptó ese principio en 1949, lo hizo basándose en la hoy noción radical de que las ondas pertenecen a los oyentes, no a las emisoras.

Más allá del restablecimiento de tales medidas moderadas, tenemos que aspirar a la socialización (no estatalización) de los grandes medios, poniéndolos en manos de organizaciones populares no estatales, en proporción con su tamaño e importancia en la sociedad. Aunque ello no es una exigencia factible en el futuro cercano, debería ser una parte importante de una crítica radical de la sociedad existente y de una visión para un futuro socialista y democrático.

Garton también critica explícitamente las leyes en muchos estados alemanes que establecen el derecho de cualquier individuo, asociación, compañía o ente público a exigir que una publicación imprima una rectificación gratis en un número posterior. La corrección debe aparecer en la misma sección y en el mismo tamaño de letra que la afirmación original. De ser necesario, se puede imponer esta regulación mediante una orden judicial en un tribunal civil.

Garton Ash se opone a estas leyes porque las halla ineficaces en la era de los medios sociales. En esto, el autor una vez más no logra ver los derechos como intrínsecamente valiosos, cayendo en el consecuencialismo de Mills, y también subestima el gran poder que aún ejercen periódicos como el reaccionario New York Post y sus equivalentes globales.

En consecuencia con su postura anti-regulatoria, Garton Ash sostiene que las leyes europeas que conceden el derecho a ser olvidado son “indefensibles en una sociedad que cree en la libre expresión.” Estas leyes, las cuales otorgan a los individuos el derecho de que, tras un número de años, se suprima de la Internet contenido que dañe su reputación, no violan la libertad de expresión de ninguna manera significativa. De hecho, en una era en la que hay cada vez más oposición a solicitar los antecedentes penales de los aspirantes a un empleo, estas leyes del “derecho a ser olvidado” expresan una sensibilidad igualitaria con importantes implicaciones raciales y de clase.

La objeción de Garton Ash de que hasta el guardia de menor rango en Auschwitz no debe tener ese derecho ignora el propósito de estas leyes. Además, el contraargumento es apenas convincente, puesto que dichas leyes fácilmente podrían excluir a figuras públicas y a crímenes como el genocidio.

Garton Ash explica que la inclinación europea a favor de tales leyes proviene del “alto valor [que Europa] asigna a la privacidad y la reputación, inspirándose en tradiciones mucho más antiguas, caballerescas, corteses y aristocráticas del honor, así como en preocupaciones en torno a la dignidad humana posteriores al Holocausto.”

Lamentablemente, Garton Ash no explica la contraparte estadounidense de este esquema de valores europeo. ¿Implica ello una versión del individualismo estadounidense en la cual los individuos por separado no tienen vínculos comunitarios y por ende carecen de preocupación por sus reputaciones? ¿Realmente asociamos el honor sólo con la caballerosidad y la aristocracia? Después de todo, como describió Primo Levi de modo tan conmovedor, el horror de Auschwitz implicó, entre otras cosas, la eliminación sistemática de cualquier cosa parecida al honor para sus víctimas. Que el concepto del honor pueda tener origen en Europa difícilmente limita su aplicabilidad.

Quizás la marcada distinción de Garton Ash entre los códigos de honor europeo y estadounidense se relaciona con su aseveración de que los Estados Unidos es el país de la libertad de expresión por excelencia. Ciertamente, se puede proponer un argumento válido para esta perspectiva en términos de la doctrina constitucional representada por la Carta de Derechos (refiriéndose a las 10 primeras enmiendas a la Constitucion norteamericana que afirman los derechos ciudadanos) y por varias importantes opiniones discrepantes y decisiones por mayoría de la Corte Suprema desde 1919 (aunque ello haría falta equilibrarlo con algunas otras decisiones atroces de la Corte Suprema tomadas en nombre de la libertad de expresión, como la Decisión de Ciudadanos Unidos de 2010, la cual eliminó importantes regulaciones con respecto a los gastos electorales). Sin embargo, no podemos limitar nuestro criterio a la esfera legal. Puede que el sistema legal defina las reglas, pero el resultado del juego se decide a fin de cuentas por el poder de clases sociales en competencia y lucha.

Además de la falta del acceso democrático a los medios y de los cientos de millones de dólares invertidos en elecciones, el apoyo a la libertad de expresión no es precisamente unánime en los Estados Unidos. Fuera de los recintos universitarios y de los relativamente libres centros cosmopolitas, las comunidades profundamente conservadoras no han tenido libertad de expresión universalmente aceptada en todas sus manifestaciones. También debemos recordar que la Primera Enmienda (estableciendo la libertad de expresión) fue virtualmente letra muerta para la mayoría de los gobiernos locales y estaduales hasta bien entrado el siglo XX. Es por ello que organizaciones militantes como la IWW (siglas en inglés de Trabajadores Industriales del Mundo) libró famosas batallas por la libertad de expresión en todos los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX.

Garton Ash pasa por alto otras importantes limitaciones de la libre expresión, en especial las concernientes a la propiedad privada. Esta exclusión tiene sentido en el contexto de la propiedad personal: nadie debería tener el derecho de repartir volantes en una fiesta en el patio de tu casa sin tu permiso. Pero los centros de trabajo son propiedad privada en su mayoría y, como resultado, los trabajadores no disfrutan de derechos constitucionalmente otorgados a la libertad de expresión en el trabajo. Aunque el movimiento obrero ha logrado que existan algunas excepciones de esa regla general — el derecho a discutir condiciones de trabajo y la afiliación a sindicatos, o el establecimiento de tablones de anuncios donde pueden mostrarse los materiales relacionados con los sindicatos —, estos derechos siguen siendo inadecuados y se erosionan cada vez más.

Las limitaciones inherentes a las excepciones concedidas por la legislación obrera se hacen claramente evidentes en el caso de los centros comerciales (malls), donde pasarelas ampliamente utilizadas por el público son propiedad privada. La Corte Suprema las ha designado como propiedad privada, y por lo tanto exentas de derechos de la Primera Enmienda para el público en general, aunque algunos estados (California, Colorado, Massachusetts, New York, New Jersey, Oregón y Washington) han reconocido el derecho a la libertad de expresión en centros comerciales, incorporando ese derecho a sus constituciones.

Sin embargo, no todas las limitaciones de la libertad de expresión provienen de la ideología capitalista. Garton critica una regulación que aparece para apoyar la justicia social, pero en cambio opera en contra de una pauta democrática: la creciente exigencia de que todos los instructores universitarios y de nivel superior incluyan advertencias en sus materiales de clase. Estas advertencias están diseñadas para alertar a los estudiantes acerca de materiales que puedan producir una memoria traumática (de atentado contra el pudor, por ejemplo) o provocar malestar a un grupo.

Por supuesto, estas advertencias han existido en los recintos educativos por mucho tiempo, pero no siempre se les ha llamado así. Los estudiantes reciben ayuda psicopedagógica tanto formal como informal acerca de cuáles cursos tomar y con quién. Este asesoramiento depende en parte de los intereses, opiniones y experiencias de cada estudiante. Los cursos obligatorios por lo general tienen secciones e instructores diferentes — que a menudo cambian de semestre en semestre —, y los instructores típicamente facilitan programas de estudios detallados que informan a los estudiantes por adelantado acerca de los materiales de clase. Por añadidura, algunos cursos constituyen advertencias por su propia naturaleza, como, por ejemplo, cursos sobre las leyes acerca de las violaciones. Finalmente, muchos instructores realizan advertencias adicionales cuando presentan trabajos específicos.

Obligar a los instructores a hacerlo como cuestión de política — como algunos estudiantes y profesores sostienen que se debería — establece una restricción innecesaria tanto a la libertad de expresión del instructor como a la de los estudiantes. Ello estimula un clima de excesiva precaución, timidez, e incluso de temor en lo que debería ser una amplia, aunque mutuamente respetuosa, exploración de ideas.

El actual reclamo por advertencias universales puede originarse en la doctrina del pensamiento positivo, que intenta ocultar el inevitable dolor provocado por las crisis como oportunidades para el crecimiento y el desarrollo. Con seguridad proviene de la visión neoliberal de la educación superior como consumo, en la cual se supone que los dólares pagados por la matrícula compren un producto grato.

En cambio, deberíamos ver la educación como una experiencia necesariamente incómoda que desafíe las certezas de clase, raza y género de los estudiantes. La educación democrática fomenta el debate respetuoso pero agudo, en lugar de oscurecer la naturaleza sórdida del racismo y la explotación con clichés a la moda.

De manera similar, las universidades y centros superiores que tratan de controlar las microagresiones no sólo restringen la libertad de expresión de los estudiantes, sino que también los despojan de importantes oportunidades educativas. En 2007, el psicólogo investigador Derald Wing Sue y sus colaboradores definieron las microagresiones como: ofensas verbales, conductuales y ambientales diarias, breves y comunes, ya sean intencionales o no, que comunican desaires e insultos hostiles despectivos o negativos de tipo racial, de género, de orientación sexual y religiosos a la persona o al grupo receptor.

Que este comportamiento ocurra frecuentemente en instituciones de educación superior no debería sorprendernos. La sociedad estadounidense tiene sustanciales reservas de racismo y sexismo, y la segregación educativa y residencial promueve la insensibilidad y el comportamiento a veces involuntariamente ofensivo hacia las minorías raciales y de género. Las administraciones de las universidades deberían enseñar a los estudiantes, los profesores y el personal no docente a evitar dicho comportamiento. Sin embargo, unos cuantos administradores han ido más allá y han creado códigos de conducta altamente específicos para imponer una cultura de tolerancia en los recintos. Además de fijar un mal precedente, sus esfuerzos por regular celosamente el comportamiento fomentan un clima opresivo.

En 2016, la Oficina de Diversidad y otros grupos en la Universidad de Massachusetts emitieron el “Medidor Sencillo para Evaluación y Valoración del Racismo en Disfraces”, o SCREAM por sus siglas en inglés, una lista de control detallada que ayudaba a los estudiantes a valorar el potencial ofensivo de sus disfraces según cinco niveles de amenaza. Por ejemplo, se preguntó a los estudiantes si, cuando se vestían de otra persona, esa persona era de la misma raza que el estudiante. Si la respuesta era afirmativa, el disfraz comportaba un riesgo “bajo” de amenaza. Si era negativa, se preguntaba al estudiante si el disfraz requería abundante maquillaje. Si la respuesta era no, el nivel de amenaza se elevaba a “moderado”. Si era sí, los niveles aumentaban a “elevado”, “alto” o “severo”, en dependencia de cuánto maquillaje requería el disfraz y de si era un intento de humor que tenía como objetivo a una persona de un grupo marginado.

En lugar de utilizar Halloween (celebrado anualmente el 31 de octubre) para educar a la comunidad acerca de cómo las víctimas de opresión sexista y racista pueden hallar ciertas costumbres ofensivas, la Oficina de Diversidad emitió una lista de control mecánica y extensa para guiar el comportamiento de la comunidad universitaria desde arriba. Lo más inquietante de este enfoque verticalista es la suposición que los administradores de la universidad (o del gobierno) deben ser la principal fuente de acción correctiva en cuestiones que no implican discriminación individual o institucional. En el último análisis, las administraciones universitarias priorizarán la paz y la reputación de la institución por encima de asegurar la justicia racial y de género.

En las décadas de los sesenta y los setenta, cuando estudiantes mujeres y de minorías se enfrentaban a peores formas de racismo y sexismo en los recintos universitarios, éstos recurrieron, con un sustancial grado de éxito, a la confrontación cara a cara. Aunque no es perfecto — y desde luego impopular entre las autoridades universitarias — este enfoque es muy preferible a la rigidez y ridiculez burocrática de las regulaciones. Aún más importante, protege los derechos de libertad de expresión de instructores y estudiantes.

Sólida cortesía

La defensa de Garton Ash de la libertad de expresión claramente se extiende más allá de las democracias capitalistas avanzadas. También trata de conectar el tema con la opresión al hacer repetidas alusiones a “I Wish I Knew How It Would Feel to be Free” de la cantante afroamericana Nina Simone, sosteniendo que “si todo el mundo (…) es libre de expresarse, entonces tendremos una mejor probabilidad de comprender qué (…) ‘significa ser yo’.” Pero cuando se trata de analizar temas concretos como la islamofobia, Garton Ash se muestra incapaz de ver los efectos de la opresión.

Para ser justos, sí hace énfasis en la diversidad y heterogeneidad del Islam, cuestionando cualquier generalización sobre el vínculo de esa religión con ataques a la libertad de expresión. Pero luego presenta al fundamentalismo islámico — y a su desprecio por la libertad de expresión y otras prácticas democráticas — como un fenómeno exclusivamente religioso, ignorando el impacto de diversas formas de intervención imperialista en el norte de África, el Cáucaso y Oriente Medio.

En Asia, los musulmanes a menudo son víctimas de terrible represión basada únicamente en sus status etnoreligioso, y, en los Estados Unidos y Europa Occidental, los inmigrantes musulmanes se han convertido en blanco de persecución y discriminación generalizada. Las restricciones legales de sus derechos a llevar vestimentas religiosas en público, de la construcción de mezquitas, de los oficios de oración islámica, e incluso de los alimentos halal son antitéticas a las libertades de expresión y asociación.

En ninguna parte queda más claro el desinterés de Garton Ash por el racismo y la discriminación que en su discusión de los brutales asesinatos en la revista parisina Charlie Hebdo. En Free Speech, Garton Ash no menciona la extendida islamofobia en Francia como un factor en el ataque. De hecho, en el momento no dudó en hacer un llamamiento a una “semana de solidaridad” en la cual los periódicos habrían publicado simultáneamente una “selección cuidadosamente presentada de las viñetas de Charlie Hebdo, con una explicación de por qué lo hacían.”

Se ha de decir en su favor que muchos periódicos se negaron a participar. Dean Baquet, el editor ejecutivo del New York Times, explicó que una consideración importante para su negativa fue “la familia musulmana en Brooklyn.” Garton Ash sostiene que ello no le había impedido al Times publicar ocasionalmente viñetas antisemitas o imprimir una reproducción de la pintura de Chris Ofili La Sagrada Virgen María, aunque debe señalarse que éstas se publicaron en el contexto de reportajes.

Lo que Garton Ash no llega a reconocer es que el antisemitismo o el anticatolicismo eran fenómenos marginales en el momento de esas publicaciones, mientras que la islamofobia estaba en su punto más álgido durante y después de los ataques en Hebdo. Aunque se apoye el derecho a ofender como un elemento de la libertad de expresión, se puede tener en cuenta si los ofendidos representan a comunidades marginadas.

Con esto no se pretende sugerir que debería decretarse la censura para poner fin a la islamofobia. En su lugar, el gobierno y la sociedad civil deberían trabajar en conjunto para desarrollar un clima político que repudie firmemente la islamofobia y apoye el enérgico castigo legal de la discriminación antimusulmana.

En los recintos universitarios, la cuestión de equilibrar los derechos de los estudiantes a la libertad de expresión y asociación se hace muy disputada en torno a exigencias de espacios seguros, que se refiere a lugares en los que los miembros de un grupo puedan reunirse exclusivamente. En el variado universo de grupos universitarios de estudiantes, profesores y personal no docente, el derecho a asociarse con otros miembros de tu raza, etnia, género o religión representa una libertad democrática elemental.

En un reciente artículo de opinión, el presidente de la Universidad Northwestern, Morton Shapiro, utiliza la historia de un grupo de estudiantes negros que almorzaban juntos para ilustrar la importancia de los espacios seguros. Dos estudiantes blancos se acercaron al grupo y preguntaron si podían unirse, explicando que querían participar del tipo de aprendizaje “incómodo” al que los animaba la escuela. Los estudiantes negros se negaron amablemente.

Shapiro defiende su decisión, sosteniendo implícitamente que, en ciertas situaciones, el derecho de los estudiantes negros a la libre asociación supera a los supuestos derechos de libertad de expresión de los estudiantes blancos. El mismo principio podría aplicarse a estudiantes asiáticos que deseen vivir en dormitorios con otros estudiantes asiáticos, siempre que la universidad no exija que todos los estudiantes asiáticos vivan juntos o les excluya de dormitorios donde vivan otros grupos minoritarios y estudiantes blancos, lo cual constituiría segregación obligatoria.

Ahora, algunas voces en las universidades han comenzado a reclamar el establecimiento de espacios seguros más allá de lugares específicos donde los grupos puedan reunirse, exigiendo que las aulas e incluso el recinto completo se conviertan en espacios seguros para grupos históricamente oprimidos. Ello sería una perversión del derecho a la libre asociación y reunión, la cual bloquearía directamente la capacidad de la educación superior para desafiar las ideologías y prácticas establecidas como forma de promover el pensamiento crítico.

Aunque el discurso de odio es inaceptable en las aulas, pues crea un ambiente de aprendizaje hostil, ello no debe confundirse con la presentación de ideas que algunos puedan encontrar ajenas e incluso ofensivas, lo cual es esencial en la educación superior.

Un problema diferente pero igualmente serio ocurre cuando un grupo limita su espacio seguro a aquellos miembros de su grupo étnico, racial o religioso que mantienen puntos de vista políticos similares. Como describe Jonathan Paul Katz, grupos judíos como Safe Hillel quieren “asegurar que Hillel (organización judía universitaria) siga siendo un lugar en el recinto donde los estudiantes puedan hablar libremente sobre criterios pro-Israel, sin tener que defenderse de criticas al sionismo.”

En la práctica, ello significa que Hillel excluye sistemáticamente a judíos que son críticos u hostiles hacia Israel, aunque el grupo obtuvo reconocimiento y los consiguientes beneficios por parte de la administración universitaria, como centro para todos los judíos de la universidad, sin reparar en la afiliación política. Imagine el escándalo si una residencia, club o dormitorio universitario de afroestadounidenses exigiera adhesión a la ideología nacionalista negra como condición de membresía.

La política exclusivista de Hillel es parte de una campaña más amplia en contra de los críticos y oponentes del sionismo. El estudio de 2016 de PEN America halló que muchos individuos e instituciones sionistas han intentado prohibir la campaña Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) en las universidades en todos los Estados Unidos. Por ejemplo, el periodista Glenn Greenwald y otros denunciaron una campaña por parte del Consejo de la Universidad de California para prohibir la crítica y el activismo anti-Israel en nombre de la lucha contra el antisemitismo. Mientras tanto, los recintos universitarios en todo el país han recibido presiones para despedir a profesores pro-Palestina y tomar represalias contra grupos pro-Palestina.

Lo sucedido con Hillel debe comprenderse en el contexto más amplio de estos acontecimientos, en los que un creciente número de judíos, en especial jóvenes, están cuestionando las políticas y prácticas del estado de Israel.

Libertad de expresión desde abajo

Cuando se confronta la cuestión de la libertad de expresión, los socialistas no deberían remitirse a Isaiah Berlin, el modelo de coraje en la defensa de ese derecho evocado por Garton Ash, sino a Rosa Luxemburgo, quien insistía en que la libertad de expresión se diseñó para quienes no están de acuerdo.

La perspectiva que se presenta aquí difiere no sólo del liberalismo, sino también de corrientes de izquierda que se aferran a visiones verticalistas y autoritarias del socialismo. Entre éstas están las antiguas nociones que de manera implícita o explícita abogan por una “dictadura educativa” de intelectuales ilustrados, como se representa en la obra de Herbert Marcuse. En Crítica de la tolerancia pura, él sostiene que deberíamos contener el derecho a la libertad de expresión de los poderosos, porque su objetivo es lavar el cerebro al pueblo. Su argumento se basa en la afirmación implícita de que los intelectuales como él deben decidir a qué ideas se debe exponer al pueblo.

Como Garton Ash, Marcuse basa su análisis de la libertad de expresión en la tolerancia, y no puede producir una defensa sólida del derecho a la libre expresión. Ello parece irónico, ya que Marcuse y quienes estaban de acuerdo con él eran una pequeña minoría — era más probable que se suprimieran sus ideas que las de los gobernantes.

La posición de Luxemburgo también difiere de las políticas estalinistas y neo-estalinistas en todas sus expresiones, las cuales sostienen equivocadamente que Marx no estaba interesado en defender los derechos individuales “burgueses” y la democracia política. De hecho, las políticas de Marx estaban profundamente enraizadas en los movimientos democráticos radicales de su época. En su primer artículo, realiza una áspera crítica del decreto del gobierno que estableció la censura, sosteniendo:

De este modo el escritor queda sujeto al terrorismo más espantoso, la jurisdicción de la sospecha. Las leyes sobre tendencias, las leyes que no ofrecen normas objetivas, son leyes de terrorismo, como aquéllas que se concibieron por las exigencias del estado bajo Robespierre y por la corrupción del estado bajo los emperadores romanos.

Para algunas corrientes de izquierda, la libertad de expresión y otras libertades democráticas sirven como una tapadera ideológica para la defensa de la propiedad privada por parte de la burguesía. De hecho, la burguesía capitalista nunca ha tenido un compromiso profundo con la libertad de expresión u otras libertades civiles, coexistiendo felizmente con una amplia variedad de regímenes políticos antidemocráticos, incluyendo el apartheid sudafricano y el fascismo. En el último análisis, la propiedad privada sobre los medios de producción permite a los capitalistas mantener poder social y económico independientemente del sistema político.

En efecto, quebrantar el control de la clase dominante sobre el poder socioeconómico y establecer la propiedad colectiva depende de la democracia: “el primer paso en la revolución de la clase obrera,” proclama el Manifiesto Comunista, “es elevar al proletariado a la posición de clase dominante, para ganar la batalla de la democracia.” En su mayoría, las luchas por los derechos democráticos — como la libertad de expresión, la abolición de la esclavitud, el sufragio universal, los derechos de los trabajadores y las mujeres — vinieron después de la revolución burguesa. Fueron conquistas democráticas obtenidas por medio de la lucha popular y obrera. La libertad de expresión, la libre asociación y otras libertades democráticas permitieron a los trabajadores luchar por sus intereses.

Algunos defensores del socialismo verticalista tienden a respaldar las libertades democráticas sólo para la clase obrera, pero esta perspectiva tiene una visión estrecha y poco abarcadora de una clase que, como sostenía Lenin, debería ser “el tribuno del pueblo”, la representante de los intereses de la gran mayoría social, y va en contra del fuerte énfasis de la tradición socialista en exigir derechos políticos universales como el sufragio. En un tono más cínico, esta corriente política ha exigido libertad de expresión y otros derechos democráticos sólo cuando pertenecen a la oposición perseguida.

En contraste con esta perspectiva, como sostuvo Hal Draper en su artíclo de 1968 “Libertad de expresión y lucha política”: “No puede haber contradicción, ni separación de principios entre lo que se exige al estado existente y lo que proponemos para la sociedad que queremos que lo reemplace, una sociedad libre.”

En consecuencia con este enfoque, debemos defender la libertad de expresión por sí misma, no solamente porque ayuda a organizar y a luchar por una nueva sociedad. En ello, la libertad de expresión no difiere de los avances económicos que la clase obrera y sus aliados han conquistado. Son valiosos por derecho propio y porque fortalecen a la clase obrera y a sus aliados en la lucha por su emancipación.

Tomado de: Jacobin (el texto se traduce al español con autorización del autor)

Samuel Farber es profesor emérito de ciencias políticas en Brooklyn College, Nueva York. Nacido y criado en Marianao, Cuba, es autor de numerosos libros y artículos sobre el país. Su último libro (en inglés) es The Politics of Che Guevara: Theory and Practice publicado por Haymarket Books)

16 octubre 2020 18 comentarios 2,4K vistas
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revolucionario

Es hora de definir lo revolucionario

por Consejo Editorial 12 octubre 2020
escrito por Consejo Editorial

En mi texto anterior sobre la manipulación del lenguaje y la toxicidad que introduce en la convivencia social y el debate político en el país, sugería razonar y debatir acerca de los términos “revolución” y “revolucionario” vs “contrarrevolución” y “contrarrevolucionario”. Los cuatro tienen un uso legítimo, pero también otro que dificulta la comprensión entre los cubanos. Entonces, ¿qué es la revolución y quiénes son los revolucionarios de hoy?

Revolución y revolucionario son “palabras talismanes” porque adquirieron en una época un prestigio extraordinario. Se volvieron lenguaje común, base del pensar, fuente de autenticidad y por tanto de actitudes y convicciones. Son incuestionables y producen un efecto fascinante en la gente. Son atractivas, ricas y ambiguas al mismo tiempo. En Cuba siguen teniendo ese carácter.

En el sentido que aquí interesa “revolución” es un concepto contemporáneo que emplean con diversos matices varias disciplinas de las ciencias sociales. Deriva del cambio de paradigma que se produce con la Revolución francesa (1789). Viene del latín “revolutio” que significa “dar vuelta”. Es la vía extrema de resolución de contradicciones. Un cambio súbito, radical, casi siempre violento, una transformación social organizada, masiva, intensa, no exenta de conflictos para la sustitución de las estructuras establecidas en el orden social y político del pasado inmediato, por otras distintas.

Se convirtió en talismán desde aquella época y se generalizó durante el siglo XIX asociada a la libertad,  la utopía y el progreso. En el XX, con el surgimiento del fascismo, el estalinismo y otras dictaduras, se comenzó a asociar a dichos fenómenos, a la miseria y la justificación de un orden violento en aras de un futuro mejor. Hoy el concepto se ha banalizado y casi desapareció como bandera política, al decaer la mística de la revolución y expandirse la vía pacífica y democrática como camino viable para la trasformación social. Pero eso es en Europa, porque en América la palabra fue perdiendo uso mucho más tarde y nunca tuvo el grado de desprestigio que alcanzó en otras geografías.

En Cuba, donde ocurrió una de las siete grandes revoluciones que tuvieron una repercusión mundial, la noción martiana de revolución que encabeza este texto reflejó, en el plano teórico, lo mejor de la idea a fines del siglo XIX. En el siglo XX, 41 años después de haber liderado la victoria revolucionaria, el aporte más importante fue de Fidel Castro.

La definición de Fidel es intemporal, alude más que todo al universo simbólico y ético que la Revolución cubana construyó, a los ideales que impulsaron a aquella generación que logró el triunfo de 1959 y los derroteros del proyecto durante los siguientes 10-15 años.

La noción de revolución ha estado vinculada a la concepción lineal del tempo, con un origen y un final. Inicia con la insurrección en cualquier modalidad y para muchos concluye cuando se institucionaliza un sistema diferente que sustituye completamente al anterior. Ha sido polémico porque no todos coinciden con el final, depende del peso que se otorgue a los acontecimientos en cada experiencia. En la tradición del pensamiento y la práctica revolucionaria cubana la revolución se asumió como “proyecto”. Una noción autóctona, futurista, comprometida con la democracia, que presupone cambios para alcanzar metas que conduzcan sistemáticamente al mejoramiento humano.

Revolucionario también es palabra “talismán” desde la Revolución francesa, como resultado de la hegemonía que alcanza “revolución”. Su carga es política desde el siglo XIX e identificaba al hombre de progreso que luchaba por alcanzar la libertad y elevar la dignidad de las personas. Por tanto, el partidario de la revolución o que participa activamente en ella, que es rebelde, se gesta y foguea yendo contra la norma.

II

Tal como afirma López Quintás, así como todo término talismán tiene el poder de prestigiar las palabras que se le avecinan, también lo tiene para desprestigiar a las que se le oponen o parecen oponérsele. Con la misma carga subjetiva, estos contrarios sirven para identificar fuerzas y también para manipular usándolas como palabras “mordaza”. En Cuba “contrarrevolución” y “contrarrevolucionario” funcionan de ambas formas. La existencia de la contrarrevolución ha sido una realidad, pero también dichos términos, al ser muy ofensivos, sirven para silenciar a quienes incluso dentro del campo revolucionario disienten, aislándolos para que renuncien a su postura y neutralizando posibles apoyos o la solidaridad de otros.

La contrarrevolución es el movimiento que nace de la propia revolución e intenta restaurar el orden anterior derribado. En consecuencia, el contrarrevolucionario era un ser reaccionario, enemigo de la libertad y el progreso en tiempos de la Revolución francesa. Así fueron clasificados los de la Vendée en Francia (1796), luego también los que se opusieron a las revoluciones europeas de 1848, el Ejército Blanco contra la revolución en Rusia, los Cristeros (1926-1929) en México, la Falange en España (1936), la invasión de Girón (1961) y los grupos de alzados en Cuba con organizaciones contrarrevolucionarias urbanas (1960-1965), la “contra” en Nicaragua durante los 80 y otros.

Claro, como las cosas, las palabras no son estáticas, se enriquecen, se adecuan a las circunstancias, las ideas de algunos protagonistas del hecho revolucionario y también según los intereses del poder. Es curioso que en Cuba se conozca poco que para el  Che contrarrevolucionario “es aquel que lucha contra la Revolución, pero también (…)  el señor que valido de su influencia consigue una casa, que después consigue dos carros, (…) que después tiene todo lo que no tiene el pueblo, y que lo ostenta o no lo ostenta pero lo tiene (…) que utiliza sus influencias (…) para provecho personal o de sus amistades (…).”

Ambos términos mordaza se han usado desde el poder establecido para descalificar y reprimir a las disidencias que surgen mucho después del triunfo de la revolución. Sirvan cuatro ejemplos. En Francia se usó contra todos los movimientos políticos que se opusieran al llamado “legado de la revolución”. China la empleó durante la revolución cultural (1966-1976) contra miles de intelectuales. El Kuomintang (Partido Nacionalista Chino) y su líder Chiang Kai-shek al frente de la República de China (Taiwán), que se proclamaban revolucionarios, lo endilgaban a todos los que se le opusieran. En Hungría los sucesos de 1956 se tildaron en su momento de contrarrevolucionarios por los comunistas en el poder, quienes se identificaban como la representación de la Revolución.

Como son derivadas y contrarias de palabras talismanes, el efecto de contrarrevolución y contrarrevolucionario puede ser cómodo para el poder y  demoledor para la sociedad civil. Arrastran a otras palabras o expresiones del mismo cariz y con igual fin. En nuestra variante tropical hay muchos ejemplos, algunos llegados de lejanos países y otros de nuestra propia cosecha: gusano, hipercrítico, traidor, mercenario, quintacolumna, al servicio del enemigo, problemas ideológicos, elitista, vendepatria, etc..

III

Vale la pena tomar cuidado porque el uso o abuso de determinados términos puede impulsar o frenar los procesos sociales en circunstancias definitorias para un país. Las palabras talismanes son legítimas en tanto resumen lo mejor del espíritu de una época. Compulsan pero también pueden servir, voluntariamente o no, para ahorrarse las críticas, manipular y crear un estado de indefensión en la gente.

¿Cómo ser libre de dar una opinión honesta pensando en el país si es crítica, contraria a una norma del gobierno o no la ha dicho el gobierno, si irremediablemente la persona será señalada como contrarrevolucionaria o estar al servicio del enemigo?¿Cómo se logra convencer a grandes grupos de que el discurso oficial es siempre el correcto, el revolucionario?

La ingenuidad en política se paga cara. El poder disfruta de una posición privilegiada y la fuerza del lenguaje en ese ámbito es impresionante. Es una de las formas más peligrosas y sutiles de dominar a las personas. En el discurso político suelen desecharse unas palabras y usarse repetidamente otras que interesan. La propaganda de ideas, eslóganes o imágenes cargadas de intención ideológica a través de todos los medios de comunicación a su alcance es muy eficaz. Sin contar la escuela, que también es un vehículo por excelencia, en la sociedad moderna la televisión, la radio y la letra impresa se imponen.

Tales recursos permiten configurar la opinión pública porque la gente acaba asumiendo lo que se afirma como lo que piensan los demás, como lo que hace norma y se impone. Por eso se ha dicho que “el medio es el mensaje”: no se dice algo porque sea verdad; se toma como verdad porque se dice. Es que en política las palabras tienen su propia densidad y la ideología no es abstracta, es ingenieril y constructivista. Cuando un término va cargado de emotividad, dice Quintás, deja en la mente una huella tan profunda que todo cuanto oímos, vemos y pensamos posteriormente, queda polarizado en su torno e imantado y orientado por él.

Stalin, quien no escatimó ningún recurso para manipular y reprimir, insistía en que “De todos los monopolios de que disfruta el Estado, ninguno será tan crucial como su monopolio sobre la definición de las palabras. El arma esencial para el control político será el diccionario.”

IV

Por tanto conviene clarificar las cosas. El proceso histórico de la Revolución cubana de 1959 tuvo un momento crucial a mediados de los 70 con la institucionalización y adopción de un nuevo modelo social que sustituyó por completo al anterior. Modelo que no era la aspiración de las grandes masas durante el período insurreccional que dio la victoria. Fue resultado de circunstancias y factores posteriores concomitantes: radicalización acelerada del programa inicial, hostilidad de  EEUU en un contexto de Guerra Fría en el cual Cuba se alineó a la URSS y cambio en la correlación de las fuerzas revolucionarias que favoreció a los comunistas provenientes del PSP y seguidores de la línea soviética.

Sin embargo, la idea de proyecto y socialismo autóctono en una nueva República se mantuvo. La obra misma de la Revolución contribuyó a seguir legitimándola. Por eso permanece como parte del imaginario social, como la utopía que sirve de horizonte. Esa visión no está exenta de contradicciones y es coherente con nuestra naturaleza de ser permanentemente inconformes y movernos en la dicotomía nación real-nación soñada. Soñar con lo imposible para lograr lo máximo posible en cada época.

Siguiendo esos presupuestos ¿qué define y quiénes son los revolucionarios hoy?

La condición de revolucionario no es vitalicia. Participar en una revolución o ser rebelde no implica necesariamente ser revolucionario. Sobre todo en países como Cuba que han vivido revoluciones de gran calado y donde el imaginario en torno a ellas es amplio e intenso, es muy importante interrogar a la palabra “revolucionario” e identificar qué es el “carácter revolucionario”.

Erich Fromm, uno de los pensadores más importantes del siglo XX, ofrece una clave. Una persona revolucionaria no puede ser fanática, que no es tener convicciones firmes. Debe ser, en primer lugar, independiente en su pensamiento, sentimientos y decisiones. Es quien tiene “capacidad para trascender los límites de la propia sociedad (…)  capacidad de criticar la sociedad en la que vive (…) una persona despierta que tiene criterio para asumir la crítica (…).”

El “espíritu crítico” que distingue al carácter revolucionario, ha dicho Fromm, implica “dudar de las opiniones de los dueños del poder y los medios de comunicación que le pertenecen, mantener firmemente sus convicciones aun cuando circunstancialmente se encuentre en minoría.” Supone dudar incluso del sentido común, que a veces se ha conseguido a fuerza de repetición de las ideas que se quieren imponer. El poder no puede ser venerado, debe someterse a escrutinio y desconfiando siempre de sus resoluciones, persuadidos de que el revolucionario

(…) es una persona capaz de desobedecer, alguien para quien la desobediencia puede ser una virtud, (…) es un humanista que ama y respeta la vida, que es escéptico y un hombre de fe a la vez. Escéptico porque desconfía de las ideologías en boga, y hombre de fe porque confía en la construcción de una sociedad mejor que aún no se concretó. Es una persona con firmes convicciones y que puede desobedecer a las autoridades y obedecer a su conciencia. No está dormido (…) vive despierto, atento a las realidades personales y sociales que lo circundan.

De manera que en el escenario cubano actual, en particular del debate político, es vital clarificar el lenguaje, descodificar los esquemas mentales y advertir la intencionalidad con que muchas veces se califica y descalifica a quienes disienten. Es crucial si queremos entendernos y servir mejor a Cuba. Si intentamos respondernos la pregunta inicial de este texto, honestamente y con argumentos, tal vez veamos volverse la mordaza sobre el victimario.

12 octubre 2020 73 comentarios 3,7K vistas
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palabras

Maniobrando con las palabras

por Consejo Editorial 30 septiembre 2020
escrito por Consejo Editorial

“Los hombres han sido siempre, en política, víctimas necias del engaño ajeno y propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir, detrás de todas las frases (…) los intereses de una u otra clase.” V.I. Lenin

En su definición más elemental, el lenguaje es la capacidad de los seres humanos de expresar pensamientos y sentimientos a través de la palabra, sea oral o escrita. Como está articulado con la realidad, las experiencias de vida y la conducción de los procesos en cada país, en el terreno político es capaz de llevar tanto a la guerra como a las acciones más altruistas.

Ocurre porque como decía Eugenio de Bustos «El lenguaje político, como todo lenguaje, no es inocente. Intenta siempre, de alguna manera, mover al oyente en una dirección determinada, manipular nuestra conciencia». Por tanto está asociado al poder y la construcción de una hegemonía, que será más efectiva en la medida que el grupo dominante logre que su visión sea asimilada por los demás como lo natural, como parte de la cultura.

No es un fenómeno nuevo ni de poca monta. Con razón, al referirse a América Elvira Ramos escribió que “España vino con la espada, la cruz y la lengua”, creo que justo en ese orden. Sin embargo, a lo largo del siglo XX se fue expandiendo e imponiendo su uso como mecanismo de manipulación sociopolítica para confrontar ideológicamente y dominar. Una suerte de violencia simbólica desde las estructuras de poder. Hoy prevalece y es más peligroso porque reproduce sus prácticas y vicios que terminan por generalizarse en la sociedad.

La gente asimila y reproduce esos discursos a escala social, unos inconscientemente por fuerza de repetición a través de diferentes vías, y otros porque consideran que ciertos objetivos superiores o circunstancias los imponen. Estos últimos pueden llegar a ser un sector amplio que termina por contribuir a esa violencia psicológica sobre los demás. Numerosas palabras y expresiones pasan a ser parte del sentido común al aceptarse como algo indiscutible.

En esa nube se asumen la justificación de que otros están peor, que el país estuvo peor en otra época, o que no es momento para esos temas, etc. Las consecuencias son muchas. Es nocivo cuando la opinión individual se sale del común aceptado por el poder y sus colaboradores, porque la persona se torna más vulnerable a ser aislada y reprimida.

La manipulación de las palabras, de acuerdo con Manuel Secco, “es la cirugía más o menos hábil a que con frecuencia se somete a las palabras desvirtuando su sentido auténtico y poniéndolas al servicio de intereses concretos.” En política, se resaltan las palabras bonitas y altisonantes, consignas, presupuestos dados por priorizados y relevantes. Se apela al sentimiento, mientras se esconde, minimiza, o tuercen los hechos con determinados fines, el primero, asegurarse consenso.

Hoy la manipulación no está tanto en lo que se dice como en lo que no se dice, por eso es importante identificar la nube de palabras o las llamadas “frases humo”. Son ideas irrefutables, que nunca quieren decir algo y que la gente no puede poner en valor, pero que son aceptadas por la mayoría. Entre ellas: “lo más importante es la libertad”, “hay que cambiar el mundo”, “todos somos amantes de la libertad”, “un mundo mejor es posible”, etc.

Se trata de una distorsión de los hechos que busca someter la voluntad del otro, manejar a las personas a través de mecanismos psicológicos para lograr determinados fines. Presupone esconder la realidad, enmascararla u oscurecerla para lograr el consenso. Como las palabras están muy asociadas a la movilización de las conciencias, el control de los aparatos de producción y difusión de ideología (medios de comunicación, religión, enseñanza, cultura) otorga un gran poder. También está muy ligada a la demagogia, de ahí el apoyo popular que han tenido no pocas dictaduras durante mucho tiempo.

Acaso 1984, una de las novelas clásicas del siglo XX escrita por el británico George Orwel, seudónimo de Erick Blair, sea una muestra extrema del fenómeno que él sitúa en esa fecha, 35 años después de haber sido publicada. Es desgarradora y refleja la preocupación del autor por el futuro. Orwel aprovecha y reproduce en parte, experiencias propias en las sociedades capitalistas y las dictatoriales como la fascista y la stalinista.

En la sociedad futura de “1984” el aparato gubernamental estaba compuesto por cuatro ministerios. El de la verdad se ocupaba de las noticias, la educación, los espectáculos y las artes; el de la paz se encargaba de la guerra; el del amor dedicado a mantener la ley y el orden y el de la abundancia que era el responsable de la economía. Todos esos nombres eran contrarios a la realidad. De hecho los rasgos que principalmente caracterizaban a ese país imaginado eran: la escasez crónica, la existencia de una oligarquía imposible de desplazar del poder y la manipulación del lenguaje.

Este último sería tan importante que ocuparía todos los ámbitos, usaría poderosos aparatos mediáticos y aseguraría crear un “lenguaje doble” o “neolengua”, que era en definitiva la comunicación social basada en la mentira.

Aunque es ficción, la novela es una lección de los enormes riesgos que entraña el fenómeno para la humanidad. Cuanto más se manipula el lenguaje en política, más se deteriora la democracia, la que incluso se puede hacer inviable toda vez que depende de la transparencia. Cuando se logra mantener por mucho tiempo esa práctica en el discurso oficial, los medios de comunicación y la enseñanza sin que las personas se percaten, la gente incorporan palabras y expresiones a la vida cotidiana y a los comportamientos humanos institucionales y privados con diversa intensidad y diferencias según el contexto y el grupo del cual forman parte.

Hace años el tema está sobre la mesa en múltiples foros y textos. Hace dos años se publicó incluso un sui géneris Diccionario de Nicolás Sartorius dedicado al tema a partir de la experiencia española.

La sociedad se impregna del uso tóxico del lenguaje.

El caso es que con el tiempo la sociedad se impregna de eufemismos y de las llamadas palabras tabú, mordaza y talismanes. Las tabú son aquellas que evitamos usar porque socialmente son mal vistas. Se han fijado en las mentes con un significado negativo y sirven para atacar y criticar: reaccionario, intolerante, cerrado, intransigente, fundamentalista, conservador, conciliador, radical. Sin embargo, todas pueden estar bien o mal, depende del significado con que se las use.

Las llamadas palabras mordaza se usan para atacar al rival. Son las que al pronunciarlas silencian al otro. En tanto calificativos negativos hacia la persona, también sirven para neutralizar reacciones políticas positivas y solidaridad hacia ella, ayudan a aislarla y que renuncien a sus propósitos. Estas son muy dañinas porque obstaculizan cualquier debate y provocan no pocas veces el arrinconamiento del que disiente. Su empleo evidencia que no hay voluntad sincera de entendimiento. Algunas de ellas son: lacayo, pequeño burgués, fascismo/fascista, racista, machista, mercenario, homófobo.

Las talismanes son casi mágicas, vocablos que en cierto tiempo adquirieron un significado tal que nadie optaba por llevarle la contraria, palabras con significado positivo, fácil de recibir, que sirven para explicar todo, que seducen, fascinan a los demás y arrastran a otras. Algunas antiguas permanecen y otras son más nuevas: libertad, a la que se asocian autodeterminación, soberanía, autonomía, democracia. Se ha dicho que  esas palabras sirven para encandilar a la gente, primero iluminan pero luego enceguecen. En todo caso siempre necesitarían explicarse porque nada existe en absoluto.

Los eufemismos pueden ser positivos porque suponen el uso de un lenguaje correcto, palabras más aceptadas por la gente, menos agresivas, por ejemplo, discapacitado por minusválido. Pero también se emplean con frecuencia en sentido manipulador. En política se hace muchas veces para ocultar la verdad o maquillarla, para decir sin usar palabras tabúes. En vez de describirse de forma simple y directa la realidad, se hace de forma ambigua, empleando la mentira, o por lo menos ocultando la magnitud de los hechos.

Quien discursa necesita explicar algo a la gente, que no es conveniente que se conozca y que no es positivo, por tanto emplea un lenguaje abstracto. El receptor no se entera de la realidad, solo a veces alcanza a percibir algo, cuando puede leer entre líneas, porque investiga o porque tiene conocimientos.

Así, las palabras o calificativos directos se sustituyen por otras dulcificadas, más aceptables por quienes escuchan. Algunas de ellos son: desaceleración, crecimiento negativo/desaceleración económica transitoria/ periodo de dificultades/ por “crisis”; error interpretativo en lugar de “fraude”; regulación de plantilla/regulación de empleo/dimensionamiento a la baja del empleo en lugar de “despido”; evaluación competitiva de los salarios por “rebaja de salarios”; técnicas de interrogación mejoradas por “tortura”; territorios no autónomos por “colonias”; potencias administradoras por “potencias coloniales”.

Ocurre en cualquier país y cualquier idioma, tal vez la riqueza del castellano ofrezca más posibilidades. El filósofo Alfonso López Quintás tiene un interesante estudio al respecto.

El grado de toxicidad que el uso manipulador del lenguaje genera en la sociedad, depende de la permanencia, en el lenguaje oficial, de ideas que provocan inmovilismo, estancamiento o retroceso, además de efectos psicológicos diversos. Mientras más cerrado y controlado es el país, más contagia y perdura ese uso y reproducción de las palabras con esas características a escala social. Algunas evidencias de tal estado de cosas son:

1.- Reducción gradual del lenguaje. La mayoría habla más o menos igual y empleando consignas que ayudan a eludir hechos y argumentos, al mismo tiempo que facilitan convocatorias.

2.- El miedo extendido al empleo de determinadas expresiones, conductas y comportamientos disonantes de la norma oficial. Fomenta la continuidad de dichas prácticas y la percepción de indefensión en los ciudadanos. La gente deja de pensar, pierde la noción de que controla su propia vida y se vuelve más vulnerable a la dominación.

3.- El uso de lenguaje de combate, que en principio pudo corresponder a una real situación bélica, pero que luego sirve para compulsar a las masas, al tiempo que mantiene la mente condicionada a un escenario de extremos.

4.- La presencia y el recurso de un enemigo, culpable de lo que ocurre en el país. Es el llamado “sesgo de etnogrupo”, que implica dividir la sociedad en un “nosotros” y un “ellos”. Todo lo que hagan los otros está mal hecho y si no,  es porque tuvieron ayuda o lo favorecieron las condiciones del momento. Todo lo que hagamos nosotros está bien y si no lo hemos hecho bien ha sido por las circunstancias. Cuando se consigue que haya un “nosotros” y un “ellos” la partida está ganada.

La descalificación del otro, o de la intención de los otros, es muy válida en la geopolítica mundial, porque donde hay ese “otro” que es externo, se entiende que el disidente está trabajando para ese otro. Este elemento es muy coherente con los recursos del nacionalismo en nuestro tiempo: el victimismo y la superioridad nacional supuesta. El discurso nacionalista siempre hace referencia a los agravios de “los otros” y a la idea de la superioridad de sí mismo frente a quienes lo han agraviado.

5.- El secretismo en la comunicación de asuntos públicos, bajo el supuesto de no dar información al enemigo o cualquier otro pretexto. Se expande hasta llegar a extremos de autocensura por parte de funcionarios públicos. De ahí el peligro de “lo que no se dice” en el discurso.

7.- Empobrecimiento del humor o su arrinconamiento a espacios inevitables y reducidos. Parece simple, pero el sentido del humor preocupa mucho a quienes manipulan porque quita fuerza a las palabras altisonantes, hace que la gente se fije en hechos y no en palabras y ayuda a que las personas pierdan el miedo.

Además de antiguo, el recurso de manipular a las masas a través del lenguaje se emplea en los más diversos países y sistemas, lo mismo en la España de José Luis Rodríguez Zapatero, que en la URSS de José Stalin o la Alemania de Adolf Hitler. Tal vez el repertorio de los países de habla hispana sea más abundante por la riqueza misma de la lengua castellana, pero la naturaleza y los fines son los mismos.

Es imprescindible que nos entendamos…..

Por tanto tampoco es un fenómeno ajeno a Cuba. Por un lado fue languideciendo desde comienzos de los años 70 del pasado siglo, incluso en el plano de las ciencias sociales, la tradición cubana de la polémica y la crítica. Por  el otro, cada vez se percibe más en la dinámica discursiva la facilidad con que, lo que podría ser un debate sustancioso, deriva hacia acusaciones desproporcionadas, a veces frenéticas e intolerantes, de lo cual no solo es responsable el fenómeno descrito. Se usan incluso expresiones y palabras que son del mismo castellano que hablamos todos,  pero que unos y otros las emplean con un significado y muchas veces una intención diferente.

Así, en la sociedad cubana también se han asumido y generalizado términos y expresiones de todas las variantes identificadas, algunas propias y otras venidas de lejos: palabras tabú (censura, transición, pobreza, disidente, demagogia), mordaza (contrarrevolucionario, hipercrítico, quintacolumna, elitista, gusano, mercenario, cuestionar), talismanes (revolución, justicia social, pensar como país) y eufemismos (periodo especial por “crisis”, trabajadores disponibles / interruptos por “desempleo”, sectores vulnerables por “pobres”, revolución en la educación por “crisis” en la educación, actualización por “reforma”, cambios por “transición”).

El acceso a internet, en las condiciones de Cuba, abrió un importante espectro para el debate fuera del control del gobierno, lo cual ha pluralizado el debate. Pero también ofreció un espacio mediático donde no se tiene que dar la cara, aparecen perfiles falsos y las personas son capaces de expresar lo que no dirían frente al otro.

Por otro lado quien pierde el monopolio de la comunicación social se resiste a tener una contrapartida, por lo cual genera sus mecanismos contestatarios que muchas veces llegan contaminados de los elementos tóxicos descritos. Los linchamientos mediáticos de políticos, escritores, disidentes y no disidentes, están en los dos extremos de la confrontación ideológica. Las redes sociales se han vuelto el espacio predilecto para eso. Y todo eso se lleva a cabo manipulando el lenguaje.

Lo que está ocurriendo es muy peligroso. Cercena las mejores intenciones de promover un futuro mejor para el país. Cuba tiene una enorme cantidad de problemas por resolver y está en un momento particularmente difícil. Se juntan ahora: el agotamiento de un modelo de sociedad que apenas con algunas reformas nos ha conducido hasta el 2020; el cambio generacional en el liderazgo político; las limitaciones que hemos padecido y padecemos para insertarnos con ventajas en la esfera internacional; y el cansancio e incertidumbre que predomina en amplios sectores de la población como consecuencia de tantas crisis y carencias, sin contar el particular y negativo escenario que nos ha impuesto, como al resto del mundo, la pandemia del Covid 19.

Es imprescindible que nos entendamos y cultivemos un debate razonado, respetuoso y constructivo. Un escenario que no arrincone al que disienta ni linche a nadie. Si hoy no participamos en el diseño y construcción del proyecto de país –parafraseando a José Ortega y Gasset- otros lo harán por nosotros, y probablemente contra nosotros.

Urge clarificar los discursos, alejarlos de cualquier residuo o viso de manipulación y enfrentar el debate desde el pensamiento con valentía política. Cada día es más difícil manipular a la gente. Tampoco es útil pasar al otro extremo, la negación de todo. Es importante ser consciente del problema que enfrentamos y apercibirnos también de estos problemas tomando en cuenta las ventajas y desventajas de la sociedad cubana actual. Enfrentar todas las formas de manipulación del lenguaje desde la crítica, la argumentación y el sentido positivo y  propositivo que conviene a Cuba.

El tema es complejo y muy amplio. Sin embargo, con seguridad resultará útil razonar y debatir acerca de términos y expresiones generalizadas en la Cuba de hoy y que atraviesan todos los debates. Las palabras talismanes “revolución” y “revolucionario” y sus respectivos antónimos, que en nuestro patio funcionan como palabras mordaza, podrían ser un buen comienzo.

30 septiembre 2020 23 comentarios 1,8K vistas
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autocomplacencia

El culto a la autocomplacencia

por Consejo Editorial 15 agosto 2020
escrito por Consejo Editorial

En el mundo moderno se ejercen de manera cada vez más multidireccional los mecanismos del poder y el control social, pero esto no significa una democratización de la sociedad como aseguraban muchos visionarios a inicios de siglo. Somos testigos de cómo el entorno infocomunicacional altera la realidad para mostrar una imagen distorsionada de la misma, de acuerdo a intereses que no siempre coinciden con las inquietudes de a quienes va dirigido el proceso comunicativo.

El abismo existente entre la agenda pública y la mediática parece por momentos casi insalvable. La transparencia en la era de la postverdad queda de tarea pendiente para nuevos mitos civilizatorios.

Sería demasiado utópico, por no decir descabellado, soñar con un sistema de comunicación efectiva sin mediaciones. Las mediaciones son regulaciones hasta cierto punto necesarias que condicionan los contenidos de acuerdo a una política editorial, normas éticas de la profesión o necesidades informativas de las audiencias.

Lo preocupante es cuando toda esta estructura se convierte en portavoz del discurso hegemónico y no actúa como nexo entre las exigencias y aspiraciones del pueblo y quienes ejercen el poder desde las altas esferas. En este sentido surge un proceso de despersonalización donde las grandes masas populares no son vistas por sus gobernantes como seres pensantes sino como un gran rebaño de ganado movido por instintos primarios.

La dominación como concepto necesita del control, del miedo, del olvido y la resignación, en diferentes dosis, de acuerdo a circunstancias. Son instrumentos de poder y sus instituciones representativas las utilizan todo el tiempo: los organismos de inteligencia de los estados articulados a las fuerzas armadas, la industria de la información y la cultura, las iglesias e incluso las universidades participan activamente en esta construcción social.

Los objetivos últimos buscan destruir el espíritu crítico, desnaturalizar la memoria colectiva, modificar la opinión pública, confundir, crear una cultura de sumisión exhibiendo la fuerza del Estado y la imposibilidad de cambiar el orden establecido.

Las sociedades de consumo necesitan dos requisitos fundamentales con vistas a mantener el status quo y el control sobre las masas. En primer lugar, el mercado tiene que vender como norma básica de recuperación de la inversión en presupuesto salarial y otros gastos sociales y por tanto requiere de un entorno comunicativo favorable, propicio para que las personas compren por montones los productos que llegan a los supermercados sin siquiera pensar si son realmente útiles. Así circula el dinero como base de la concepción capitalista mercantilizada de la sociedad.

Por otra parte, con el objetivo de asegurar la efectividad del mensaje publicitario, también precisa de conocer cómo dirigir sus campañas hacia ciertos públicos, qué sectores poblacionales son más susceptibles a ser influidos y los efectos finales en el subconsciente del individuo. Entonces el papel de los medios se vuelve netamente mercantil y propagandístico, reflejando que la felicidad y el éxito le serán conferidos solo a aquel que subordine sus formas de vida a patrones de dominación perfilados de antemano.

Esto lógicamente no es el único de los factores que determinan el estado de equilibrio psicosocial. Las industrias culturales crean los estereotipos, los medios los difunden, el mercado los vende y las personas los siguen. Detrás de este esquema aparentemente simple, existe un andamiaje bien articulado destinado a que este modelo funcione y se reproduzca en el tiempo, para lo cual utiliza reglas conductistas del comportamiento humano que lo convierte en una variante muy predecible.

Al respecto, el reconocido lingüista norteamericano Noam Chomsky en su investigación del año 2007 El control de los medios de comunicación argumenta que los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos, no deben organizarse. Siguiendo esa línea llega a la conclusión de que la crisis de la democracia se da cuando grandes segmentos de la población se organizan de manera activa para participar en la política.

Además agrega que el grado de alienación de la población hacia las instituciones democráticas es enorme. De ahí la importancia de que la población este atomizada, absorbida en el mundo del consumo.

Cuando el individuo y la colectividad asumen los valores culturales del sistema se da una retroalimentación entre ambos. Es en ese momento que la cultura de un sistema opresor se consolida como dominante sobre la base de la degradación social que se expresa en alienación, individualismo y rebeldía.

Relacionando estas características con los estereotipos de las series de moda, podemos apreciar que no son un inocente espacio de entretenimiento como se nos quiere hacer creer sino un medio consciente de asimilación de los valores deseados para la dominación, ya que la forma de dominación más efectiva es aquella capaz de penetrar en el imaginario del oprimido sin que este lo perciba siquiera, mientras lo asume como algo natural.

La realidad existe independiente del contenido de los medios, pero cuando es invisibilizada sistemáticamente por un cúmulo de discursos “autorizados” que alegan algo diferente, esta queda reducida a un hecho más de la vida cotidiana sin la trascendencia o la pertinencia suficiente para aparecer en primera plana ni opciones de cambio más allá de los marcos comprimidos de la comunidad o la ciudadanía.

Obtenemos entonces, un individuo maleable, desinformado e inconsciente de su condición de explotado o en una imagen abstracta de lo absurdo se identifica con un hámster corriendo en su rueda tras el pedazo de zanahoria, demasiado preocupado en intentar conseguir un poco de comida como para darse cuenta de lo imposible de su propósito.

La figura del poder realiza su actuación de dominio y autoridad al mismo tiempo que trata de mirar tras la máscara del subordinado, para leer sus verdaderas intenciones. La dialéctica de ocultación y vigilancia que abarca todos los ámbitos de las relaciones entre los débiles y los fuertes ayudan a entender los patrones culturales de la dominación y la subordinación.

Las tecnologías de la información y la comunicación provocan el transporte instantáneo de los discursos del poder, su reproducción y consolidación como sistema. La noticia se entrelaza con la opinión, se maquilla y manipula, se ocultan datos e intencionalmente se confunden los fines. Las luchas se silencian o se atacan, mientras el poder actúa a través de sus vasos comunicantes identificados comúnmente con la justicia y la represión. Se va moldeando el pensamiento único, la dictadura del mercado y el control digitalizado de la sociedad.

Así mismo, se fortalecen y compenetran cuando los gobiernos o empresas buscan el apoyo mediático a cambio de rentabilidad. En Europa, por citar un ejemplo, las empresas fabricantes de armas vienen fusionadas con grandes consorcios de la comunicación, creando de esta manera una terrorífica combinación que al dividir al mundo entre el bien y el mal enfrenta a pueblos e incentiva los fundamentalismos y la violencia valores propicios para la venta del material bélico que producen.

La política como institución salió de los clásicos espacios públicos e incluso de los programas políticos para insertarse en los programas de diversión, en las telenovelas, en cortos populares, en los noticieros. Ahí es donde se forma la conciencia popular, la ciudadanía, el electorado que debe ser convencido para votar por uno u otro candidato, que utiliza la televisión y el Internet como una manera de liberar tensiones.

La mejor forma de resistencia está desde la cultura. Con ella se conquista la libertad ante el pensamiento único, contra la cosificación y lo grotesco de la mercantilización del mundo.

Ante la usurpación del pensamiento crítico y la exportación de modelos culturales, acelerada por el proceso de globalización, tal pareciera que el capital se encuentra a un paso de apoderarse del ser humano y confinar las esferas subconscientes de su pensamiento a la categoría de mercancía sujeta a las leyes de la oferta y la ganancia simbólica. La respuesta está en la resistencia al culto de la autocomplacencia y  otros pasadizos de ese laberinto que es la contemporaneidad. En el centro aguarda el minotauro listo para embestir a todo aquel que se acerque.

15 agosto 2020 8 comentarios 803 vistas
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censura

La censura de la censura

por Consejo Editorial 8 abril 2020
escrito por Consejo Editorial

Parece que el ser humano estuvo predestinado desde los albores de la humanidad a que se le negaran ciertos actos. Recordemos que, una vez creados Adán y Eva, el Dios de los cielos les prohibió que comieran del árbol de la sabiduría. Fue el primer hecho de censura. Parecía que el saber les anularía la inocencia, cualidad desde donde todo puede ser creíble y aceptado sin oposición, y los ayudaría a conocer más allá de lo que les impartiera su creador. Buscar perspectivas propias y, sobre todo distintas, y contradecir declaraciones establecidas tuvo desde siempre un carácter trasgresor. Por supuesto que esta condición presuponía que había unos sujetos que se consideraban en posesión de lo correcto o verdadero y otros desposeídos de tales conocimientos, por lo que debían seguir puntualmente lo que estipulaba la parte cognoscente para que el mundo girara sin tropiezos.

Sin embargo, el hombre es en esencia un ser tentado por la curiosidad (tal vez un gen prevaleciente de la curiosa Eva) y esta lo impulsa a inquirir, a descubrir y a exponer la perspectiva que personalmente ha elaborado. No se trata de mera vanidad sino de esa aventura que es alcanzar nuevas experiencias y ayudar a conocerlas. De ahí surge la ilimitada variedad del pensamiento y, obviamente, los diferentes puntos de vista. Por supuesto, una vez que esta capacidad está determinada por otros motivos como el deseo de ser distinto, de destacarse por encima de los demás, de ayudar a quebrar normas o el afán de prevalecer en determinado círculo, pues ya se convierte en un ejercicio consciente e interesado. En realidad es, en última instancia, el afán de poder el que determina el afincamiento en determinado modo de pensar (rechazando modos distintos) y su defensa a ultranza para subyugar a los otros. Bien puede tratarse del poder de un individuo en relación con otro, de un grupo sobre otro, o de unas ideas respecto a otras.

Para legitimar tal potestad la misma se ha justificado sobre la sabiduría de alguien, la fortaleza de otro, la descendencia divina de un sujeto, o la encarnación en un héroe de las aspiraciones vitales de sus súbditos. Indiscutiblemente para que alguien detente el poder, alguien debe no tenerlo. Por tanto, el apoderado hará todo cuanto pueda por ilegitimar a quien intente rebajarlo. Una vía principal ha sido la censura de sus pensamientos y juicios. De manera que el predominio del poder ha sido siempre el mayor causante del ejercicio de la censura. Todo poder se erige y justifica sobre la base de un discurso coherentemente estructurado de manera que consiga en sus sujetos la mayor credulidad y lealtad. Todo grupo humano que ejerce el poder trata de preservarlo por los más diversos modos.

No se lucha para alcanzar el poder y luego cederlo o perderlo.

El poder implica tener súbditos, acólitos, que no solo asuman sino que, además, no objeten las perspectivas del poderoso. Cualquier fisura en el discurso puede poner en peligro la solidez del poder. De ahí la necesidad de prohibir cuanto tienda a resquebrajar su resistencia mediante juicios o críticas adversas. En esto cumple un papel cardinal la propaganda. Esta implica difundir lo que hace en cumplimiento de sus buenos propósitos quien posee el cetro de mando, utilizando cuanta sutileza o estratagema exista de modo que lo expuesto resulte convincente para mantener hechizados a los seguidores. Igualmente, y con una fuerza principal, el discurso del apoderado debe oponer argumentos hábilmente elaborados para contrarrestar la crítica y, desde luego, descalificar al crítico, de manera que los súbitos tengan a este, cuando menos por un insensato y, mayormente, por enemigo de las buenas causas.

Sin embargo no todos los sujetos asumen las disposiciones del poderoso con simpatía. Algunos sienten resquemor y, de estos un limitado número, quizás más aptos, quizás más informados, quizás más atrevidos, quizás todas estas cosas a la vez, llegan a la incredulidad. Es el peldaño inicial de toda acción crítica, la duda. A estos hay que hacerles un cerco mediante el impedimento a que accedan a otros juicios y perspectivas. Pero principalmente es imprescindible mantenerlos distantes de la posibilidad de comunicar sus puntos de vista a grandes grupos de crédulos no sea que logren romper el hechizo. Se hace necesario un control de cuanto se comunique, de forma que metódicamente lleve la sustancia de lo que concibe el poder central. Todo lo que no ayude a esto pues se convierte en un peligro a lo establecido y, por tanto, debe impedirse por beneficio de aquello. Esto es lo que genera la bipolaridad en un mismo espacio social de lo oficial y lo prohibido. Es una práctica que se ha ejercido desde que los seres humanos se agruparon y tuvieron que organizar sus funciones dentro de cierto orden establecido. En tal sentido ha habido censura étnica, religiosa, artística, moral, política, etc., o sea, en cada campo de realización humana desde donde se ejerce un control sobre otros y ello justifica modos de hacer que conllevan determinadas prácticas que interesadamente niegan aquellas que no se sustentan en la concepción del poderoso.

De modo que la censura es tan antigua como la organización social de los seres humanos, entre unos que guían y otros que son guiados. Para ejemplificar en el campo que mejor conozco echemos una ojeada a la censura literaria. La prohibición de obras, y consecuentemente la exclusión de sus autores (la cual ha llegado a su encarcelamiento, su reclusión en campos de trabajo forzado e inclusive la eliminación física en muchos casos), ha sido justificada por la presencia en ellas de asuntos que se consideran perniciosos a cierto estatus político o moral de una determinada sociedad. Se considera que tales asuntos pueden confundir, desviar e incluso hacer rebelar a los sujetos que viven plácidamente bajo aquel estatus.

Los dos ejes fundamentales de censura han sido el poder político y el religioso. La lista de censurados conformaría toda una antología pero veamos solo algunos casos. En la antigüedad se prohibieron obras de Arístofanes, por ridiculizar a un gobernador de Atenas, y a Protágoras, en el siglo V a. de J.C, le prendieron fuego a su libro sobre los dioses, mientras que en 168 a. de J.C. se quemaron en Palestina libros judíos, cobrando consistencia una de las formas más intimidantes de censura, la cual se repetiría muchas veces luego, bajo la Inquisición, el nazismo, el stalinismo, al maccarthismo y el pinochetismo. La España de la Conquista prohibió la entrada en América de libros de ficción para no embotar a los novomundistas con las fruslerías de la imaginación.

La censura también cobró la forma del impedimento a publicar, como sucedió con el Index librorum prohibitorum, de la Iglesia romana que duró desde 1564 hasta 1966 e incluía a escritores que fluctuaban en una diversidad que iba de Rabelais hasta Balzac. Largas fueron las listas negras del franquismo, el maccarthismo el estalinismo (por citar unos casos) que cerraban la publicidad a numerosos libros considerados atentatorios contra los principios al uso. Luego se asumió una práctica más sofisticada, el extravío de las obras, usualmente recicladas en pulpa de papel. La nómina de autores vetados conforma toda una historia de la literatura prohibida, bien fuera por lo que se consideraba blasfemo, obsceno o políticamente subversivo. Citemos solo unos nombres: Voltaire, Henry Miller, James Joyce, Boris Pasternak, Alexander Solzhenitzin, Salman Rushdie (cuya fatua ha costado ya treinta y siete vidas), Virgilio Piñera, José Lezama Lima… Es definitivamente una lista excesivamente extensa y penosa.

El asunto es que diversas instituciones que rigen asuntos del quehacer social han creído ineludible la necesidad de preservar cierta pureza de ideas y prácticas para que sus propósitos se concreten puntualmente y para ello acuden al impedimento de la propagación de obras que reflejan aspectos de la realidad que ponen en entredicho la supuesta pureza de principios y actitudes. El presupuesto que subyace en tal convicción es que juicios, conceptos, apreciaciones distintas a las que emite el grupo de poder pues desvían a los súbditos y ponen en peligro la existencia de dicha autoridad.

Un fuerte aliado de la censura es la propaganda. Esta constituye un medio para neutralizar la crítica y justificar la censura, además de ser un modo de ejercerla indirectamente. Son usuales los casos de artículos que abordan un asunto exponiendo razones en su contra, pero sin propiciarle al lector los datos sobre el problema atacado. Es como poner la cura antes de que se produzca la herida. Entonces se hace repetir por distintos medios de propaganda la tenebrosidad de determinadas ideas y posiciones. La reiteración a través de estos medios, de cierta manera autenticados, ayuda a concretarlas como fantasmas no vistos del todo pero presentidos.

Muchas veces se intenta avalar la censura bajo el presupuesto de que la crítica, al revelar datos que evidencian aspectos débiles del sistema de poder que se trate, pues se convierte en un arma potencial para los enemigos de aquel. Esto se ha practicado obcecada y sistemáticamente sobre todo por regímenes totalitarios. Sin embargo, es un elemento que antes de preservar más bien debilita el sistema en cuestión. Y lo debilita por varias razones: una porque crea una doble visión de las perspectivas del poder, una abstracta y otra práctica, pues quienes lo viven concreta y cotidianamente conocen (quizás no con un entendimiento comprensivo y razonado de ello) la realidad de tales debilidades. De cierta manera se vive en un país que son dos, uno en la superficie que es el oficial y otro subyacente que es el real. Esto conlleva la incubación del enmascaramiento y la doble moral. Entonces, tal situación obligará al sistema en cuestión a emplear recursos y energías en nublar de la mejor manera lo que es palpable en la cercanía de la cotidianidad. Ello de hecho, al ejecutarse mediante discursos, actos, obras por encargo, consignas etc., que se reiteran una y otra vez puede conducir al agotamiento de la percepción, la resistencia leal de los dirigidos, y el consiguiente desinterés e incluso el abandono por cansancio de cuantiosos fieles.

Hay asuntos que se denuncian por la propia falta de lógica en su presentación.

Es imposible que alguien cuerdo crea que en quince millones de personas todas crean en y adopten los mismos principios, que todas opinen exactamente igual sobre todas las cosas, e incluso que prefieran todos ellos un mismo modo de organizar la vida social convirtiendo estos sentimientos unánimes en agenda para su vida diaria sin un mínimo de variación. Por otra parte, el enemigo siempre hallará formas de enterarse de estos problemas, como puede ser la derivación de conclusiones a partir de hechos inocultables, como datos que reflejan ineficacia en la calidad de vida, baja producción o deserción de sujetos. También pueden acudir al espionaje o la comunicación tangencial con grupos de críticos. Esto, con el desarrollo de las comunicaciones digitales, abre posibilidades incalculables para la fuga de datos por miles de fuentes de comentarios. Todo lo cual, en definitiva, carcome al sistema pues lo pone en evidencia y le permite a quienes lo impugnan atacarlo como  fraudulento, con el consiguiente descrédito en la perspectiva interna y extranjera.

A la larga la censura solo coadyuva a la desinformación, a la configuración de sujetos con un conocimiento parcial e impreciso que no les permite participar críticamente en la acción social. Por consiguiente, eso sume a la sociedad en la dependencia de determinados enfoques que se brindan por medios “políticamente correctos”, lo que no le facilita una actuación consciente y enfocada a sus verdaderos propósitos. Así mismo, a medida que los sujetos se percatan de que son objetos de manipulación en la información sobre determinados aspectos, tal percepción los impulsa a la curiosidad cognoscitiva, lo cual conlleva un flujo no oficial de rumores, informaciones, datos, etc., los que no por imprecisos dejan de acarrear granos de verdad. Estos activan, por reacción, nuevas críticas y búsquedas de datos fidedignos. Ello implica un flujo de ideas subterráneas, otro sistema de información colateral si bien no legítimo pero con datos necesarios y con bastante de veracidad. Tal condición impone que para operar muchos de los sumidos en ese flujo clandestino de noticias acudan a la doble moral: acepto y repito algo en público, mientras comento y entiendo algo distinto en los círculos cercanos.

A la larga, la censura es una muestra de debilidad del sistema de poder en cuestión pues muestra que teme que su base social lo deserte si ciertos aspectos salen a flote. Cuando el poder es coherente entre lo que hace y lo que dice, cuando acepta valientemente que toda obra humana es proclive a errores, cuando no elimina sino, antes bien, estimula la crítica franca, razonada y se apoya en ella para corregir sus deficiencias, mostrando además el afán de enmendar sus yerros, ello confiere solidez al sistema socio-económico y consolida la confianza y fidelidad de su base social. Si no es así, si se insiste en negar las dificultades obvias y se afianza tal negación básicamente en la censura, no solo de las idea sino de los que las piensan, pues el sistema termina corroído y se derrumba.

Cuando la censura es una práctica sistemática y contundente expone tal desconcierto entre los que detentan el poder que, por repercusión infunde confusión y frustración en los subordinados, lo cual se traduce en una intensa búsqueda de vías para conseguir la verdad y, consecuentemente, realizar los cambios que ella implica. Por lo general, la censura solo logra retardar los procesos de perfeccionamiento social, desgastando el capital humano y moral de quienes sufren esa dilación y posponiendo de manera largamente infructuosa lo ineludible, el cambio hacia lo que, en verdad, responde a las necesidades y aspiraciones del ser humano. El ejemplo más contundente fue lo que aconteció a la extinta URSS y a todo el bloque socialista del este europeo.

¿Es útil la censura? No lo es si se trata de encubrir, minimizar o refutar malas prácticas, deficiencias, abusos y dogmas inviolables de algún sistema de orden. Sin embargo, ¿qué hacer con obras literarias, pictóricas, cinematográficas, musicales que alaben o exalten la violencia, la discriminación racial, el machismo, la xenofobia? Entonces, como todo en la diversa existencia la respuesta depende de las condiciones. Pienso que puede haber dos situaciones en que la exclusión se justifica. Una, cuando se trata de obras, textos, que denigren algún rasgo de la condición humana e inciten al odio y el rechazo de otros, en actitudes como el racismo, la misoginia, la xenofobia, la intolerancia religiosa  o ideológica, etc., posturas todas que generan terror y muerte. En pocas palabras debe rechazarse toda obra que atente contra la dignidad humana. La otra situación sería la censura estética, cuando desde posiciones autorizadas, expertas y sensatamente argumentadas se considera que una obra no cumple las cualidades para ser publicada o expuesta pues demeritaría el arte en cuestión. Sin embargo esta no conlleva que el que las hace no las difunda por otros medios ni que su persona sufra por ello. Es solo una prevención para que no se logre pasar gato por liebre y se mixtifique la educación estética de la personas.

El progreso, entendido bajo el concepto martiano de mejoramiento humano, ha sido posible, ente otras cosas, por la fluida, libre circulación y confrontación de la mayor variedad de ideas. Lo importante es generar un clima de veracidad en torno a lo que se pretende, materializado con una absoluta coherencia entre lo que se dice y se hace, lo cual otorga confianza a los individuos sobre cuyas espaldas recae la responsabilidad de concretar cierto tipo de existencia social. Tal clima, lógicamente, se fortalece cuando se construye en un espacio amplio, desprejuiciado, franco que sirva para airear en diálogo claro y permanente los aspectos que inducen a los seres humanos a ser y actuar de cierto modo. Es lo que posibilitará la honradez y participación ciudadanas que logren el consenso que da margen de actuación, sin exclusión, a todos, por tanto hará innecesaria la censura. Solo la franqueza, la buena voluntad y el debate constructivo engendrarán una sociedad que viva en el respeto, la colaboración y la sana vitalidad ciudadanas.

8 abril 2020 24 comentarios 980 vistas
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entretenidos

Para mantenernos entretenidos

por Harold Bertot Triana 1 noviembre 2019
escrito por Harold Bertot Triana

Los ejemplos recientes de Ecuador y Chile –por citar los más escandalosos—, hacen pensar, desde un prisma jurídico, cuáles son los límites que fijan las obligaciones internacionales en torno al uso de la fuerza por los agentes estatales contra las manifestaciones. Los oficiales de cualquier Estado son los encargados de garantizar la seguridad y salvaguardar el orden público, y pueden recurrir al uso de fuerza e, incluso, al uso de la fuerza letal, pero claro, hay límites.

En el ámbito interamericano de protección de los derechos humanos, órganos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos –y también la inefable Comisión Interamericana—, han destacado que el uso de la fuerza se caracteriza por un carácter “excepcional”, es decir, para que el uso de la fuerza esté justificado debe satisfacer los principios de legalidad, absoluta necesidad y proporcionalidad. Pero cuál es el contenido de estos principios que son tan difíciles en ocasiones de evaluar y aplicar en cada una de estas situaciones y que insuflan las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos que contraen los Estados.

Pues bien, habría que acudir a los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de las Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Cumplir la Ley, adoptados por el Octavo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, que se celebró del 27 de agosto al 7 de septiembre de 1990 en La Habana y al Código de Conducta para Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 34/169, de 17 de diciembre de 1979, de los cuales podemos extraer algunas pautas:

Principio de legalidad:  El empleo de la fuerza debe estar dirigido a lograr un objetivo legítimo, debiendo existir un marco regulatorio que contemple la forma de actuación en dicha situación; se debe especificar las circunstancias en que tales funcionarios estarían autorizados a portar armas de fuego y se deben prescribir los tipos de armas de fuego o municiones autorizados, entre tantas otras.

Principio de absoluta necesidad: Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, en el desempeño de sus funciones, utilizarán en la medida de lo posible medios no violentos antes de recurrir al empleo de la fuerza y de armas de fuego. Podrán utilizar la fuerza y armas de fuego solamente cuando otros medios resulten ineficaces o no garanticen de ninguna manera el logro del resultado previsto.

Principio de proporcionalidad: Los agentes legitimados para hacer uso de la fuerza deben aplicar un criterio de uso diferenciado y progresivo de la fuerza, determinando el grado de cooperación, resistencia o agresión de parte del sujeto al cual se pretende intervenir y con ello, emplear tácticas de negociación, control o uso de la fuerza, según corresponda, pues su despliegue de fuerza debe perseguir en todo momento reducir al mínimo los daños y lesiones que pudieran causarse a cualquier persona. Para evaluar la proporcionalidad de las intervenciones de las autoridades del orden, debe tomarse en cuenta la intensidad y peligrosidad de la amenaza; la forma de proceder del individuo; las condiciones del entorno, y los medios de los que disponga el funcionario para abordar una situación específica.

Estos son criterios para evaluar lo que vivimos ahora mismo en varias partes de nuestro continente, un escenario abierto de brutal represión. Pero nada, quieren que pensemos solo en Bolivia y sus elecciones.

1 noviembre 2019 23 comentarios 955 vistas
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problema

Otra vez el problema de los intelectuales

por Miguel Alejandro Hayes 5 julio 2019
escrito por Miguel Alejandro Hayes

En estos días retoma fuerza en el debate político cubano, tanto en los espacios oficiales tradicionales como en los alternativos, el tema de los intelectuales. Por la costumbre de que desde arriba se lancen líneas temáticas, aprovecho la ocasión para esbozar algunas ideas sobre “el problema de los intelectuales”.

Este es un asunto que se desvanece aparentemente y reaparece en toda la historia de lo que puede considerarse las luchas progresistas –en su acepción menos gastada—. En Cuba, se suele tener como referencia a las archiconocidas Palabras a los intelectuales, núcleo y columna vertebral para pensar la relación del estado y el gobierno con este grupo social; por tanto, de estos con el sujeto de la revolución –los obreros, el ciudadano de a pie—, en pocas palabras, con el pueblo trabajador que se convertía en protagonista de la subversión social tras 1959.

La evidente diferenciación entre intelectuales y un “mesiánico y revolucionario proletariado” ha venido marcando las posturas hacia intelectuales, como rechazo y discriminación en algunos casos, y en otros, enfocados como un instrumento o complemento de las luchas contra la dominación. Creando esto, incluso, un estigma a la auto-percepción. Hay que recordar aquel poeta e intelectual revolucionario que destrozaba sus versos, que sentía culpa por no ser obrero; por no ser un verdadero “portador” de la condición revolucionaria.

Las tan citadas Palabras…, marcaban una intención de unificación dejando un espacio abierto para la labor intelectual delimitada por la actividad revolucionaria de la cual podían ser parte, o no. En ellas, no se llamaba a borrar identidades, sino a la causa común.

Aquello no era nada descabellado, y mucho menos una excepcionalidad de la Revolución Cubana o de las contiendas socialistas. No se debe olvidar que el pensamiento teórico, que en buena medida recae en manos de los intelectuales, actúa como elemento rectificador de la ideología –dentro de la cual inclúyase la política— y que realizan ambos un círculo dialéctico, donde van a la par condicionándose y traspasándose. La incidencia directa de ese proceso sobre la sociedad civil –entendida desde un enfoque gramsciano—, que es donde se generan las relaciones de poder, le confieren su importancia.

Donde la intelectualidad no ha acompañado al poder político, ha sido echada al lado –con suerte, sin violencia—, donde ha colaborado, ha sido gratificada.

Sabiamente, un joven Fidel Castro señalaba un camino para que el grupo en cuestión fuera parte del proceso. La subversión de la cotidianidad que era la revolución, también lo necesitaba para realizarse.

Necesidad y papel en Cuba hoy

Recuérdese que la clase obrera, por la propia dinámica de su actividad carece de las condiciones para la elaboración inmediata de las ideas para su liberación. Esta, no reproduce directa y espontáneamente a los intelectuales que le sean orgánicos. Siempre cuidando los aires de la superioridad, es en ese punto donde deben actuar los intelectuales. Sin ellos, no habría habido ni movimientos obreros ni revolucionarios. Basta mirar la historia, y brotarán los ejemplos.

No trata dicha idea de un ejercicio de jerarquización y ordenamiento de los grupos sociales. El inevitable y al parecer ascendente fenómeno de la división social del trabajo fomenta esa escisión donde la labor de unos es el ejercicio del intelecto; y debe recordarse que sin dicha división no hubiese aparecido todo lo que hoy entendemos como ciencia. Por tanto, el propio desarrollo social necesita de aquellos que su actividad central sea la de generar ideas y formas de producir y reproducir subjetividades correspondientes a determinados ordenamientos sociales. La desaparición de dichas divisiones, puede ser una meta, no una imposición al presente.

La presencia de la intelectualidad y su praxis específica no es sinónimo de elitismo.

Lo que debe evitarse no es el ejercicio intelectual, sino que este elitismo gane auge en tanto las tareas de los intelectuales se jerarquicen y reconozcan como superiores.

Por otro lado, el intelectual no debe culparse de no ser parte de esa clase obrera en materia de condiciones de vida. Su compromiso con una causa revolucionaria, si es verdadero, deberá asumirlo desde su frente, en el que construya el correlato a la cotidianidad revolucionaria desde sus esferas de las ciencias y las artes.

Hoy, los nuestros no marcan grandes brechas respecto a otros trabajadores, y en muchos casos, en peores condiciones están. Su actividad, la realizan desde las mismas carencias que cualquier otro ciudadano. Pero su rol sigue siendo el mismo: acompañar. Y es que en un país donde el salario medio aun no llena la canasta necesaria para unas condiciones decorosas, el intelectual debe asumir la tarea de la generación de ideas, al igual que en cualquier contexto donde el sujeto revolucionario no cuenta con las condiciones para desarrollar sus herramientas de análisis en pos del mejoramiento social.

Aquella intervención de Fidel logró servir de catalizador para lograr el acompañamiento necesario a la Revolución, y sin el cual esta no hubiese podido avanzar. Pero la diferencia de contextos, lo es también de las necesidades de cada época, por tanto, de la demanda social a los intelectuales. En estos tiempos donde se lanza el llamado desde arriba y desde abajo contra la burocracia, concuerdo con Alina en dónde está la trinchera de la intelectualidad. Crítica no es criticismo, y se sabe a dónde apuntar. Lo que habría que preguntarse es, para quién es eso un problema.

5 julio 2019 23 comentarios 650 vistas
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