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Sin democracia real el socialismo solo existe en las consignas

por Alexei Padilla Herrera 13 enero 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

Las imágenes de decenas de seguidores del presidente Donald Trump invadiendo el Capitolio de Washington, el mismo día en que el Congreso Federal certificaba la victoria electoral del demócrata Joe Biden, lleva a pensar que aunque el resultado nos librará temporalmente de los desatinos del presidente saliente, el trumpismo —secuela, estímulo y fermento de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense— debe perdurar por algún tiempo.

Bajo la administración de Donald Trump, la democracia estadounidense y las instituciones llamadas a ejercerla y protegerla pasaron por la que ha sido, tal vez, su más dura prueba desde la constitución de los Estados Unidos, en 1787, o de la Guerra de Secesión (1861-1865). Una prueba muy difícil, considerando que, por primera vez, la principal amenaza al régimen político vigente en ese país era el titular del poder ejecutivo.

Los estragos causados por la política de Trump se extendieron a las relaciones internacionales. La salida de los Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud en medio de la pandemia de Covid-19, la guerra comercial contra China, las presiones sobre la Organización Mundial del Comercio, el abandono del Acuerdo de París, y el endurecimiento del cerco comercial contra Cuba y Venezuela, son algunos ejemplos del afán destructivo del magnate neoyorquino.

Si bien es cierto que la salud de la democracia liberal en general, y del modelo democrático norteamericano en particular, no está en su mejor momento, es exagerado afirmar que el régimen político vigente en aquel país se encuentre en fase terminal. El número de votos alcanzado por Joe Biden y Kamala Harris, la movilización de millones de estadounidenses, especialmente negros, para, democráticamente, sacar a Donald Trump de la Casa Blanca; son hechos concretos que contradicen los juicios compartidos por la profesora Karima Oliva Bello en un comentario de su autoría que el periódico Granma tuvo a bien publicar.

Como de costumbre, en lugar de una discusión seria sobre las consecuencias del ascenso del populismo de derecha en varios países del mundo —representado no solo por Donald Trump, sino por Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdogan, Rodrigo Duterte o Andrzej Duda—, Granma optó por la publicación de un escrito muy a tono con algunos de los «11 principios de la propaganda».

«Las “democracias” liberales —apunta la columnista—, son una alternativa en decadencia». Y agrega que copiar su modelo agravaría «las contradicciones de la sociedad contemporánea en términos desfavorables para la mayoría de cubanas y cubanos». Por desconocimiento o por el carácter meramente propagandístico de su texto, la profesora Karima hace un esfuerzo para igualar la democracia liberal, que es una forma de gobierno, con el liberalismo económico, doctrina que en esencia defiende el desarrollo por medio del libre mercado y la reducción del intervencionismo del Estado en la sociedad económica.

Además de ocultar las fuentes de las que emanan sus apocalípticas conclusiones, la comentarista Karima Bello no ofrece la definición de lo que entiende por democracia, máxime cuando sentencia que las de cuño liberal en su conjunto, a partir de lo sucedido en Estados Unidos, no son una alternativa.

Vale decir que, no apenas la liberal, sino cualquier democracia, nunca ha sido la ruta a seguir por quienes —desde disímiles puntos del espectro político— abrazan banderas y prácticas autoritarias que emulan con los despotismos que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia.

Cuando el tema de discusión es «democracia», se debe ir más allá de la crítica a los déficits, desvíos, injusticias e incluso aberraciones que se repiten con menor o mayor intensidad en los modelos realmente existentes. Uno de ellos es el mexicano, tan o más violento, corrupto e injusto que el estadounidense, y al que, por cierto, la doctora Oliva Bello no ha dedicado ni uno solo de los análisis que le publica Granma. Los lectores cubanos agradecerían un buen artículo sobre porqué el modelo político montado por el Partido Revolucionario Institucional fue tildado de «dictadura perfecta», y cuántos de sus vicios han llegado a nuestros días.

En su deseo de dar el empujón definitivo para que la democracia liberal se desbarranque, la comentarista devela que el lei motiv de su escrito no es reflexionar sobre la crisis de las democracias contemporáneas, sino deslegitimar a los que hemos afirmado, y mantenemos, que no existe democracia sin Estado de derecho y sin reconocimiento del pluralismo político.

Para el politólogo español Juan Linz, la democracia es un régimen político en el que se distinguen, entre otros aspectos, la existencia de un pluralismo político responsable, fortalecido por la autonomía de los diversos actores y sectores económicos, de la sociedad y de la vida interna de las organizaciones.  En el plano ideológico, prevalece el compromiso intelectual con la ciudadanía y con las normas y procedimientos de contestación de las decisiones del gobierno.

A los anteriores se suman el respeto a los derechos de las minorías —políticas, ideológicas, nacionales, étnicas, por color de la piel, identitarias, de orientación social no heteronormativas, etc.—, la defensa del Estado de derecho y la valorización del individualismo. Sobre esto último, suscribo el parecer del escritor y teólogo brasileño Leonardo Boff, quien aboga por alternativas al individualismo que rechaza cualquier iniciativa construida colectivamente, y al colectivismo que ignora las características, singularidades y aspiraciones de cada persona, del otro.

La participación, prosigue Linz, se produce por medio de organizaciones generadas de forma autónoma desde y por la sociedad civil, por sistemas de leyes que garantizan la competencia entre partidos políticos, y la tolerancia a la oposición pacífica y respetuosa del orden legal que reconoce su existencia y su participación en la vida social y política del país. Por último, el investigador agrega la realización de comicios libres dentro de los plazos constitucionales y el Estado de derecho para elegir a los máximos líderes de los poderes ejecutivos y a los representantes parlamentarios.

A esos principios, Robert Dahl añade la libertad de expresión, la existencia de fuentes alternativas de información y la ciudadanía inclusiva, también necesarias para la existencia de la democracia.

Sin embargo, ni las constituciones, ni el funcionamiento de los órganos representativos (parlamentos), ni los procedimientos (leyes, mecanismos, ritos) que rigen el funcionamiento de las instituciones del Estado y las relaciones de estas con la sociedad civil, son suficientes para declarar el carácter democrático de un régimen. No debe olvidarse que por medio de estas formalidades, no pocos regímenes autoritarios de diverso pelaje, incluso socialista, se disfrazan de democracia y como tal se presentan ante la mirada incrédula de sus propios ciudadanos.

Para evitar ese engaño, el politólogo marxista norteamericano Charles Tilly sugiere que a los aspectos señalados por Linz, Dahl y otros pensadores, hay que agregar el análisis de los procesos en sí. La perspectiva de Tilly no significa una ruptura con el liberalismo democrático, sino su complementación y, por qué no, su superación, al menos desde lo normativo.  A diferencia de sus colegas liberales y de los académicos e ideólogos afines al marxismo soviético, Tilly no entiende la democracia como un estadio o régimen consolidado o finalizado, sino como un proceso dinámico en el que pueden acontecer avances y retrocesos.

El estudioso distingue el proceso democrático de las normas legales, los procedimientos y de lo bien o mal que los parlamentos representan los intereses de la sociedad. A tenor con ello, afirma que cualquier análisis acerca de la democracia debe tener en cuenta al Estado, a los ciudadanos y la relación entre ambos. Por tanto, un régimen podrá considerarse democrático siempre y cuando las relaciones políticas del Estado y la ciudadanía se basen en procesos consultivos amplios, vinculantes, igualitarios y protegidos de las arbitrariedades. Con todo, si el Estado no lleva a la práctica las decisiones adoptadas durante los procesos consultivos, ni sanciona a quienes incumplen con lo pactado, el régimen no podrá denominarse democrático.

Aunque valiosos, poco parece probar que los debates convocados por el gobierno en 2011 para la discusión de los «Lineamientos de la Política Económica y Social» aprobados en el VII Congreso del Partido, y los del 2018 como parte del proceso de reforma constitucional que resultó en la promulgación de nuestra actual Carta Magna, tuvieron carácter vinculante.

Recuérdese que en una de las sesiones del Parlamento destinada al análisis de los cambios, supresiones e inclusiones al proyecto Constitucional resultantes de la consulta a la ciudadanía, el diputado Homero Acosta explicó que la propuesta de establecer el voto directo y secreto para elegir al presidente de la República fue de las que mayor porciento obtuvo, pero que no sería acogida porque contrariaba «nuestros principios». Jurista militar de profesión y secretario del Consejo de Estado, Acosta nunca explicó cuáles eran esos principios y cómo la elección directa del jefe de Estado los pondría en peligro.

No obstante, al permitir que el reconocimiento legal de las uniones entre parejas del mismo sexo quedara fuera del nuevo texto constitucional, la Asamblea Nacional del Poder Popular sugirió que el conservadurismo social y religioso, contrario a que un segmento de la ciudadanía ejerza un derecho humano elemental, sí parezca compatible con la visión del mundo de la mayoría de los diputados.

Al ser convocados exclusivamente por el gobierno y coordinadas por las organizaciones sociales y de masas —que funcionan como sus poleas y corrientes de transmisión—, de no poseer carácter vinculante, de inhibir la participación de voces críticas o contrarias al modelo social vigente en Cuba; los procesos consultivos de 2011 y 2018 están más cerca de lo que los profesores Boagang He y Mark Warren han denominado «deliberación autoritaria o autoritarismo deliberacionista», un concepto que bebe de la tradición del consultivismo leninista.

Según las investigaciones desarrolladas por estos académicos en China, la deliberación autoritaria, que no es otra cosa que un debate público convocado y controlado por el gobierno, es fuente de retroalimentación para las autoridades y ayuda a medir el apoyo de los ciudadanos a las políticas del gobierno. Al crear la impresión de que los criterios de la ciudadanía impactan la toma de decisiones, la deliberación autoritaria se inscribe como un tipo de acción comunicativa estratégica que puede reforzar el carácter autoritario del régimen político, pero también —venga la esperanza—, contribuir a democratizarlo.

Tras advertir que las democracias liberales son una alternativa en decadencia y que copiar ese modelo agravaría las contradicciones de la sociedad contemporánea y afectaría a la mayoría de las cubanas y cubanos, Karima Bello agrega que «al margen del socialismo, cualquier intento por democratizar más muestra sociedad, no encontrará condiciones de posibilidad para realizarse y será una apuesta fallida de antemano».

¿A cuál socialismo se refiere la autora? ¿Al que recientemente encareció no solo los servicios de agua, electricidad, transporte y gas, sino también el acceso a los teatros, cines y museos? ¿Al que mira con sospecha y se empeña en desarticular casi toda iniciativa que surge al margen del PCC y defiende su derecho a existir? ¿Al que aplazó la elaboración y promulgación de las leyes en que la ciudadanía se apoyará para la defensa de sus derechos ante arbitrariedades cometidas por funcionarios del Estado?

Si en algo coinciden liberales y marxistas, es en que la libertad de los seres humanos depende, entre otros factores, del control que estos tengan sobre los medios de producción y, consecuentemente, de su participación en la toma de decisiones sobre los asuntos de interés que afectan su existencia. Desde esa premisa es posible identificar no solo las luces y sombras de las democracias liberales, sino también cuestionar en qué aspectos los llamados regímenes socialistas de Estado han sido o no su superación.

Al referirse a la experiencia de la Unión Soviética —referencia del modelo que Cuba adoptó en la década del setenta— el sociólogo ruso Boris Kagarlistky afirma que no basta lo que diga la constitución para que la propiedad estatal sea realmente de todo el pueblo. Se necesita el control social democrático sobre los medios de producción y la administración pública, así como la participación de las masas en la discusión e implementación de las decisiones.

¿Cuán democrático fue el socialismo cubano si, como plantea Kagarlistky, el ejercicio de la democracia socialista requiere de instituciones democráticas del poder del pueblo definidas, tanto indirectas (Parlamento, sistema multipartidario, prensa libre, elecciones libres), como directas (autogobierno local y económico, sistema de participación sindical en la aplicación de las decisiones económicas-administrativas, entre otras)?

La democratización florece en el marco de un proceso de igualdad política que exige la integración y participación de toda la sociedad. Por ello, la demonización del pluralismo político, vinculándolo a la turba de fanáticos que invadió el Capitolio de Washington, es un reduccionismo burdo que al mismo tiempo explica por qué la autora de esas palabras, en lugar de presentar su alternativa a los valores de la democracia liberal, no llega más que a la repetición de alegaciones y vetustas consignas que alimentan la cortina de humo con que se pretende cubrir el tufo neoliberal de un paquete económico que va más allá del ordenamiento monetario que el gobierno implementa en Cuba.

A los voluntarios y «asalariados dóciles al pensamiento oficial», léase portavoces oficiosos y defensores acríticos del poder, Charles Tilly les recuerda que es la lucha popular, no las ideas y discursos de los gobernantes, la que construye, sostiene y defiende la democracia. De ahí el silencio de los que, al amparo del poder omnímodo del Estado cubano, se presentan como los más fieles guardianes de un concepto de Revolución en el que los ideales de la gesta de 1959 se igualan a los actos del actual gobierno; en contraste con las voces de los miles de ciudadanos que desde las paradas, los centros de trabajo, las redes sociales digitales y los sitios web de la prensa, exigen la revisión de los exorbitantes aumentos de precios y la reversión de la medida que de un plumazo eliminó el pago por antigüedad a los trabajadores de la Educación.

Aunque la decadencia de las llamadas democracias populares quedó demostrada cuando el mundo contempló atónito la caída el Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, dos años y catorce días después; el carácter no democrático de los regímenes de corte soviético ya era evidente. En 1985 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe habían escrito Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia; en ese libro y en algunos de los que sobre todo Mouffe ha concebido posteriormente, se defiende una alternativa progresista al socialismo de Estado.  

Resulta difícil resumir en pocas líneas el contenido de una obra tan abarcadora, pero se puede afirmar que para ambos autores la radicalización de la democracia no significa renunciar a todos los principios del liberalismo democrático, sino ampliarlos hasta donde sea posible. Ellos deliberan que ideales como igualdad, libertad, tolerancia, derechos humanos, Estado de derecho, entre otros, han sido de los mayores legados que nos dejó la Ilustración y fuente de inspiración de las más importantes revoluciones sociales de la historia.

Lejos de lo que suele afirmarse en las páginas de Granma y en medios digitales oficiosos, el capitalismo liberal —modo de producción— y la democracia liberal —régimen político—, no son sinónimos. Para los que hemos tenido oportunidad de acompañar las actuales luchas de los pueblos latinoamericanos por la conquista de nuevos derechos y preservación de los ya ejercidos, no hay dudas de que la democracia, como sugiere Charles Tilly, es uno de los instrumentos que usan los menos poderosos en su disputa contra los más privilegiados. Dos ejemplos de ello: la reciente aprobación en Argentina de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, y la victoria de Luis Arce en las elecciones de Bolivia.

En el caso de Cuba puede citarse la entrada en vigor del Decreto-Ley 373 que legalizó la figura del creador audiovisual y cinematográfico independiente, la inclusión de representantes de organizaciones animalistas en el equipo de trabajo coordinado por el Ministerio de la Agricultura que elabora una norma jurídica de bienestar animal, y el aplazamiento de la reglamentación del polémico Decreto 349 (de las contravenciones en materia de política cultural y sobre la prestación de servicios artísticos y de las diferentes manifestaciones del arte), han sido modestas victorias de una parte de la ciudadanía cubana que ha demostrado disposición para ejercer sus derechos.

En 1975, el economista marxista polaco Wlodzimierz Brus advirtió proféticamente que «no puede haber socialismo victorioso que no practique una democracia completa». Si el socialismo es la alternativa a la democracia liberal en todos los sentidos, demuéstrese en la práctica y no apenas con consignas vacías, dogmas, las promesas de prosperidad y los llamados a tener fe en nuestros dirigentes. Para un agnóstico como yo, casi seguidor de Santo Tomás Apóstol, creer sin ver, o creer porque sí, puede convertirse en un dilema existencial. 

Para contactar con el autor: alex6ph@gmail.com

13 enero 2021 20 comentarios 1.474 vistas
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poder revolucionario

El ojo del canario es el poder revolucionario

por Juan Valdés Paz 3 enero 2021
escrito por Juan Valdés Paz

Palabras leídas por su autor durante la primera sesión del Ciclo-Taller «Problemas y desafíos de la democracia socialista en Cuba hoy», desarrollada en el Instituto Cubano de Investigación Cultural (ICIC) «Juan Marinello», La Habana, 9 de diciembre de 2020.

Antes de hacer mi exposición quisiera llamar la atención, me llama a mí la atención, sobre la forma en que hemos colocado las sillas en el salón, lo que lo hace mucho más parecido a un ágora. Por ello y a propósito del tema que hoy nos ocupa, quisiera hacer una anécdota que seguramente muchos conocen, que es la del Cardenal Cisneros, Consejero de las monarquías de los Austrias y un grande de España.

Un cortesano quiso hacer una gran fiesta con toda la nobleza, como diríamos nosotros ahora «para anotarse una pata», y tuvo mucho cuidado de ordenar los puestos de la mesa según como él entendía la jerarquía de los invitados. Iniciado el banquete, el anfitrión se da cuenta de que un cardenal es un príncipe de la Iglesia y de pronto se le reveló que Cisneros era el que más jerarquía tenía de los allí reunidos y, sin embargo, no estaba a la cabecera de la mesa.

Por lo tanto, se pasó todo el tiempo del banquete tratando de ver cómo le pedía excusas al Cardenal. Por fin, cuando lo creyó oportuno le dijo, «monseñor, perdóneme, usted debiera estar presidiendo, estar en la cabecera de la mesa» y Cisneros le respondió «no te preocupes hijo, que la cabecera de la mesa está donde yo me siente». Creo que todos podemos sacar de esta anécdota nuestras respectivas conclusiones.

  1. Introducción

Hay muchas inquietudes sobre el tema que nos convoca, he escuchado muchas inquietudes, que me es imposible pretender siquiera satisfacerlas y había pensado que mi contribución, un poco, sería presentar una visión desde las ciencias sociales sobre este tema de la democracia, que es un tema que aparece reiteradamente no solo en las discusiones más recientes, sino desde siempre entre nosotros: que si falta democracia, cuánta más democracia, qué democracia, la democracia de quién — de los de arriba, de los de abajo, de los del medio — en fin…

Y porque también es el tema más recurrente de las ciencias políticas; la mitad de cualquier biblioteca de ciencias políticas está dedicada a la democracia. Y porque también es un tema que tiene 2.000 años de discusión, desde los griegos hasta nosotros.

De manera que no nos encontramos con un tema fácil, más bien un tema muy complejo, con muchas aristas, etcétera y, además, tratado y maltratado a lo largo de esta historia. Yo diría al respecto lo siguiente:

Hay una dimensión, digamos, ideal en el tema de la democracia y una dimensión más realista de lo que ha pasado con este tema en la historia. Desde el punto de vista ideal, de la teoría, de las ideas, la cuestión de la democracia tributa a las distintas filosofías políticas que han existido y coexistido. No hay una definición de la democracia por fuera de una filosofía política en particular. De manera que cada filosofía política le da una connotación al término y lo utiliza ad hoc.

Lo segundo es que —voy a ser muy puntual, perdónenme que no emplee muchos argumentos— viendo el conjunto de esas ideas, una manera de simplificarlas es representarlas como dispuestas a lo largo de un eje que tiene en uno de sus dos extremos todas las ideas que identifican a la democracia como una forma de ordenar a las instituciones políticas, como una forma de Gobierno.

Y en el otro extremo de dicho eje están las propuestas, las ideas, las filosofías que tratan a la democracia como un ordenamiento de la sociedad, no de lo político, sino de la sociedad. Como ustedes ven son dos figuras polares, dos interpretaciones polares del término y, seguramente, la verdad práctica estará en el punto medio de ese eje y que es, un poco, lo que hemos dado en llamar una democracia popular, una democracia que tiene en cuenta tanto su presencia en las instituciones como su realización en la sociedad.

Esta, digamos, es una manera de sintetizar la caracterización ideal del tema.

Lo otro que quiero decir muy rápidamente es que, en esos extremos, en cada uno de ellos, podemos colocar al liberalismo, o a las distintas variantes del liberalismo; y en el otro extremo, el comunismo, el anarquismo y quizás alguna otra corriente que se me olvide.

Pero lo interesante es que ninguno de los extremos, ni el liberalismo ni el socialismo, han realizado la democracia; lo cual introduce el tema de la realización de la democracia en la historia. Por tanto, más que hablar de democracia, creo yo, habría que hablar de desarrollo democrático. ¿Cuál es el grado de desarrollo democrático alcanzado, según su propia filosofía, en las respectivas sociedades?

Si los liberales creen que su propuesta es la democracia, bueno, ¿cuánto la han realizado? Y viceversa, si se trata de la propuesta comunista, ¿en qué medida la hemos realizado? Yo creo que esta noción de desarrollo democrático permite pasar de la discusión de las ideas a la historia de los procesos históricos reales.

La otra observación con respecto a esto es que, examinando la historia, la realización de los ideales democráticos ha sido casi siempre, por no decir que siempre para no ser dogmático, el resultado de las luchas populares. Nunca la realización de los ideales democráticos ha venido de arriba, de los sectores dominantes de las sociedades. Siempre ha sido el resultado de la actividad, la demanda, la lucha de los sectores populares.

De manera que me parece que es el pueblo, el soberano, los ciudadanos, los actores fundamentales llamados a realizar la democracia y eventualmente, alcanzar un mayor desarrollo democrático.

Agregaría, para terminar este pequeño escorzo teórico, la idea de que la forma política que ha permitido en la historia realizar, en algún trecho, estos ideales democráticos es la forma republicana. Nosotros no logramos siempre armonizar la idea o los ideales democráticos con la forma republicana de organizar la sociedad. No una forma de gobierno, sino una forma de organizar la sociedad. Lo dejo ahí como una incitación para la reflexión.

  1. El debate de la modernidad

Esto me permitiría entonces decir lo siguiente. Siendo estas las concepciones polares, a que me refería antes, propuestas liberales, propuestas socialistas, una de las cosas que debemos observar es que en esta batalla de ideas, en la que siempre estarán presente estos polos, se ha vivido a lo largo de la modernidad una confrontación de aspectos esenciales de las propuestas de unas concepciones y de otras.

Esto sería muy extenso, pero querría al menos de una manera muy puntual llamar la atención sobre algunos de los términos contrapuestos de una y otra de estas versiones.

Mientras que el liberalismo reclama libertades, que siempre son libertades individuales y políticas; el socialismo reclama las mismas libertades, las adecúa a los derechos humanos y agrega a las libertades individuales y políticas los derechos socioeconómicos y culturales. Es decir, que tenemos una propuesta más compleja de qué serían las libertades democráticas para el socialismo.

Mientras que el pensamiento liberal concilia su propuesta con la desigualdad social, le corresponde al socialismo vincular la realización de la democracia a la igualdad y mejor, a la equidad social.

Vale lo mismo, las dos comparten la idea de la representación; pero la versión socialista insiste — volveré sobre esto más tarde al referirme a Cuba — sobre el concepto de participación, una democracia es socialista en la medida que es más participativa. Los dos comparten la idea de un gobierno representativo, pero los gobernantes en la propuesta liberal son auto-responsables, y en la propuesta socialista están, además, bajo el mandato imperativo de sus electores, a los que rinden cuenta. Está claro, vuelvo a insistir, que estas propuestas son metas por alcanzar.

El pensamiento liberal le da mucha importancia — y desgraciadamente no se la ha dado lo suficiente, pienso yo, el pensamiento socialista — a las cuestiones procedimentales: la importancia de los procedimientos cuando de democracia hablamos; sobre todo cuando hablamos de realizarlas.

Y a lo que ya conocemos más o menos tradicionalmente por parte de la propuesta liberal: elecciones, voto universal, candidatos propuestos por partidos políticos y un elector restringido, porque siempre hay una exclusión de posibles electores; en la propuesta socialista se comparten los de las elecciones y el voto universal, pero la candidatura no debe ser producida por partido político alguno y, finalmente, los votantes no deben ser restringidos, y todas las categorías sociales deben fungir como electores. Más o menos sobre estos puntos gira gran parte del debate.

Llamo la atención acerca de lo que llamaría la coherencia entre estas propuestas. No nos podemos comprar nada más un pedazo del pastel, ser liberales o socialistas; o socialistas y liberales. Es decir, hay una propuesta que integra estos puntos, de uno y otro lado, y eso es lo quiere decir la batalla de ideas. No podemos terminar la discusión con uno solo de los temas, si no nos interrogamos acerca de qué está pasando con los demás.

Una manera de resumir el debate anterior, para seguir adelante, sería definir la «democracia» como el conjunto de: el ejercicio de todos los derechos humanos; la equidad o justicia social; la representación efectiva; y la participación. Estos serían los contenidos fundamentales de lo que vamos a entender por democracia.

  1. La democracia en Cuba

Esto me lleva a entrar al tema Cuba. Hay una historia de la democracia en Cuba; esto es importante retenerlo, hay una historia de la democracia en Cuba. No voy a regresar al siglo XIX porque todos sabemos que las luchas de independencia enarbolaron el tema de la democracia como parte del programa independentista libertador. No me detengo en eso, pero me voy a detener en lo que tuvimos de República prerrevolucionaria, a la que podemos llamarle de cualquier manera y una de ellas es nuestra República liberal. Considero importante esto porque, en muchas discusiones, parecería como si la cultura política cubana no tuviera una experiencia de democracia liberal.

Ya hemos vivido una democracia liberal.

Se puede decir que fue imperfecta, como era de esperarse; y que podría ser mejor, lo cual cabría discutir; pero es importante en cualquier debate retener que una de las cosas que tenemos que hacer hoy es superarla; qué debió hacerse y qué se ha hecho, creo yo, en gran medida; y en todo caso quedarían siempre las tareas pendientes para tener una democracia superior a la democracia liberal que tuvimos antes de la Revolución.

Esa democracia liberal, los historiadores podrán argumentar mejor que yo en qué consistía, primero era un experimento de democracia que tenía de trasfondo un capitalismo dependiente, la dominación imperialista y el alineamiento de los sectores dominantes de la sociedad cubana a esas condiciones de dependencia y de dominación. La democracia liberal no eran todos estos principios declarados, sino esa puesta en escena.

Esa puesta en escena en la historia real de Cuba y de alguna manera la Revolución de 1959 venía o tenía — obviamente, podemos recordar el Programa del Moncada — como primera tarea la superación de esa secuela de limitaciones históricas a la realización de la democracia.

A mí me parece que la cuestión más importante a tener en cuenta es que con el advenimiento de la Revolución se constituye un poder revolucionario y que ese poder revolucionario es, como le gusta decir a los filósofos, «la condición de posibilidad» de la democracia en Cuba, al menos, ese es mi criterio.

Sin el poder revolucionario no hay nada de lo que hemos dicho, no hay desarrollo, no hay independencia, no hay antimperialismo, no hay un poder al servicio de las grandes mayorías del país, no hay nada de eso.

Y si no hay nada de eso entonces es difícil saber de qué estaría basada la democracia que pretendemos o cuál es el desarrollo democrático posible. Entonces me parece que el ojo del canario es el poder revolucionario, que es el que hace posible todo lo demás y a quien hay que demandarle que realice la democracia que prometió.

El otro aspecto que querría tener en cuenta, ya hablando del periodo revolucionario de esta historia, es que además de superar la experiencia de la República liberal debía asumir el desafío socialista.

No estoy hablando del socialismo realmente existente, como dijo Brezhnev, sino del socialismo que nos prometimos todos. Aquel que Rosa Luxemburgo definía como la posibilidad de una «democracia plena».

Podemos discutir qué queremos decir con democracia plena, a dónde llega la plenitud, pero esa es la meta del socialismo que tenemos. Le hemos ofrecido a la sociedad una democracia plena y el desarrollo democrático al que aspiramos, el que necesitamos y el que esperamos, es el de alcanzar una democracia plena.

Sin embargo, el alcanzar esta meta, este desarrollo democrático, ha enfrentado y enfrenta numerosos obstáculos. El compañero Germán [Sánchez Otero] se va a extender mucho más en estos desafíos de una democracia en Cuba, pero voy a mencionar puntualmente algunos:

Primero, todo examen del tema democrático por fuera de un escenario de agresión de los Estados Unidos, pierde sentido.

No solamente porque Estados Unidos produzca San Isidro, sino porque Estados Unidos produce en el seno de la Revolución posiciones duras y conservadoras; cosa que por supuesto la estrategia norteamericana prevé: ese escenario de permanente hostilidad de parte de Estados Unidos va a endurecer las posiciones entre los revolucionarios y van a propiciar la disidencia y la contrarrevolución.

Es decir, que sacar de cualquier discusión la agresión, la política de los Estados Unidos hacia Cuba — no me refiero al periodo del coronavirus, ni me refiero al trumpismo, me refiero a la historia toda, hasta hoy y para mañana — es un sinsentido. Estados Unidos no puede sacarse de la ecuación porque ellos no nos sacan de su proyecto de dominación y, por tanto, hay que contar con eso para explicarse no solamente el gran obstáculo sino las restricciones a la democracia que hayamos tenido que asumir.

Yo creo que tenemos restricciones democráticas a esa democracia plena de la que hablamos. Creo que algunas son inevitables, como son todas las situaciones de conflicto, pero creo que nuestro déficit está en que pueden ser más de las necesarias, no las esclarecemos ante la opinión pública y no buscamos el consenso de la población para cada una de esas restricciones que entendamos como necesarias, y cuando parezcan necesarias. Ese me parece que es otro de los obstáculos a resolver.

Otro obstáculo a resolver, diría yo, es lo que podríamos llamar problemas y defectos de nuestras instituciones y orden institucional.

¿Hasta qué punto nuestras instituciones y el orden institucional favorecen alcanzar la democracia plena que defendemos, favorecen mayor desarrollo democrático? Esa es una de las preguntas que nos debemos hacer. Ahí entra, no hay tiempo para detenerse en eso, el hecho de que tenemos un socialismo de Estado, el hecho de que tenemos una institución altamente centralizada, el hecho de que tenemos una gran desviación entre la norma institucional y el comportamiento real de las instituciones, el hecho de que tenemos una alta burocratización de nuestras instituciones y, también, que son altamente ineficientes.

Entonces, esta limitación institucional, sobre la cual no revelo nada nuevo, tiene que ver con el desarrollo democrático que pretendemos y, casi inmediatamente, voy a explicar por qué.

Agregaría a ello la dimensión cultural del problema. Es decir, ¿tenemos una cultura democrática? Un tema es si tenemos o no condiciones democráticas para un mayor desarrollo democrático, pero ¿tenemos una cultura democrática o hay un sector de la población, abajo y arriba, que no participa de una cultura democrática?

Hay sectores populares a quienes no les interesa el tema, hay sectores de las capas de dirección que no lo entienden, no lo quieren entender o tampoco lo comparten. Necesitamos afincar ese desarrollo con una cultura democrática. No me detengo en esto porque es un tema en sí mismo, pero quiero decir que me parece que carecemos, que tenemos una insuficiente cultura democrática.

Creo que a lo largo del tiempo el desarrollo democrático no se ha interrumpido. He escrito recientemente un libro [La evolución del poder en la Revolución cubana] y he tratado de mostrar que a lo largo de toda la historia de la revolución ha habido también un desarrollo democrático. Es insuficiente, no nos conforma, pero ha habido un ininterrumpido desarrollo democrático.

Y más recientemente han aparecido nuevos términos; hemos pasado de no utilizar nunca en el discurso oficial el término «democracia» a aceptar que tenemos una meta de «socialismo próspero, democrático y sustentable». Esta expresión de «socialismo próspero, democrático y sustentable» la pronunció el compañero Raúl Castro en la clausura del VII Congreso del Partido, pero antes, alguno de nosotros vio en la televisión una Comisión que discutía la propuesta de un compañero de incluir el término «democrático» y los compañeros de la mesa le dijeron que no, qué cosa era eso, que con decir socialismo ya habíamos dicho todo lo demás.

Es decir, que antes, pudimos ver una mesa donde se rechazaba el término, y que por suerte el primer secretario del Partido lo incluyó en su intervención. Recordarlo es una manera de dar a entender las diferencias que al respecto existen entre los revolucionarios mismos acerca de este tema y nuestro nivel de compromiso con él.

  1. La democracia participativa

Terminaría con un punto y unas breves conclusiones. Nosotros no decimos que somos la democracia o que la nuestra es también una democracia participativa; decimos, le hemos puesto un apellido a la democracia nuestra, de «democracia participativa». Esto rápidamente lleva a la discusión de qué es lo participativo; nunca se explicita. También sobre eso he escrito, no digo nada nuevo, pero cuando estudié qué cosa sería la tal participación me encontré dos problemas fundamentales, que me interrogaron.

Uno, ¿participar en qué? Llegué a la conclusión de que la democracia era participar en el poder o no era nada, era una frase. Participar, es participar directamente en el poder.

Y, en segundo lugar, esta era una situación que también se me presentaba como un proceso. Comencé a ver en la literatura que el tema estaba muy estudiado y que los mejores trabajos y reflexiones sobre él veían a la participación como un proceso y distinguían diferentes momentos de ese proceso. Me interrogué entonces acerca de cuáles y cómo se comportaban entre nosotros esos momentos del proceso de participación.

Obviamente, veríamos diferencias si estamos hablando de una esfera u otra, de una sociedad u otra, de una actividad u otra e, inclusive, de una institución u otra. Pero podemos generalizar en esta exposición.

Para transmitir una idea, un ejemplo, del nivel alcanzado en cada momento de la participación — porque seguimos en la idea del desarrollo democrático — aprecio que el nivel alcanzado en cada uno de ellos — alto, medio o bajo — ha sido: Primero, en tener voz o emitir demandas, que creo yo es bastante alto. Después, hay un segundo momento que llamaríamos de «agregar demandas», donde el nivel alcanzado me parece medio, con tendencia a la baja; no es que Germán tenga una demanda, ni que yo tenga una demanda o también Josué, sino que los tres pudiéramos agregar nuestras demandas, lo que tiene que ver un poco con los sucesos más recientes.

Tenemos después, otro momento en el cual el nivel se torna muy bajo, el de «hacer propuestas», es decir la capacidad, el momento participativo de hacer propuestas. Este vuelve a ser bajo, en mi opinión muy bajo, quizás el más bajo de la participación, en «la toma de decisiones». Vuelve a ser muy alta en la «ejecución», porque para la ejecución sí nos convocan a todos y participamos casi todos. Y vuelve a ser de nivel medio en «controlar el proceso de participación», controlar esas decisiones.

Finalmente, vuelve a ser baja la «evaluación del proceso de participación», que la sociedad pueda evaluar por dónde anda eso que hemos llamado «participación».

La idea que quiero transmitir — que pueden ser estos momentos o pueden ser otros, cada cual puede hacer su lista — pero que les presento a manera de ejemplos más concretos, es que cuando decimos que la nuestra es una «democracia participativa», nos complican más el problema, no me lo han simplificado y, por tanto, me hago más interrogantes y tengo más expectativas.

Y si hablo de desarrollo democrático, cabe preguntarse por dónde estamos en cada uno de esos momentos, sean los que yo he tomado u otros que ustedes u otros autores quisieran identificar.

Por último, sabemos que nosotros desde que nacemos hasta que morimos, vivimos en realidad, no como nos creemos subjetivamente, con nosotros mismos, sino en el marco de instituciones.

Por tanto, la pregunta para el tema que nos ocupa es ¿cuál es el espacio y cuáles los mecanismos que presentan las instituciones realmente existentes o eventualmente, las que tengamos que crear, para poder realizar esta democracia participativa?

Tenemos ciertos espacios o ciertas actividades. Generalmente pasamos buena parte de nuestras vidas revolucionarias en asambleas, presentando quejas, con algún acceso a las comunicaciones, sería el caso, en algunas consultas de que hemos sido objeto, en algún momento de rendición de cuentas de las autoridades, digamos que son algunos de los espacios que podíamos haber aprovechado y quizás no lo hicimos.

Pero, queda en pie — lo repito — ¿qué instituciones de las realmente existentes favorecen o no la participación? y, ¿cuáles serían los procedimientos idóneos para que pudiéramos realizarla?

  1. Conclusiones provisionales

Esto me lleva a terminar mi presentación con dos o tres conclusiones. Primera, opino que, tanto en la teoría como en la historia, el socialismo es la condición del desarrollo democrático posible en nuestro país y para la sociedad cubana en su conjunto. No creo que tengamos ninguna otra opción, no la tuvimos ni creo que la tendremos, si no es bajo las condiciones del socialismo.

Nos toca exigirle a nuestro socialismo nuestra democracia.

Segunda, creo que el desarrollo democrático, como ya dije conlleva en las condiciones históricas y concretas nuestras: inevitables restricciones que habría que reconocer y consensuar; habría que superar los obstáculos que enumeré antes; y habría que considerar que en el proceso de reformas en curso quede incluido, se alcance o no la democracia plena, un mayor desarrollo democrático.

Creo que nos hemos movido en esto, hay una reforma política implicada en la nueva Constitución de la República; de hecho, he escuchado y visto echar mano de la Constitución para defender puntos de vista diferentes, lo cual me parece positivo. La nueva Constitución es la que se ha dado el pueblo, la ciudadanía, y yo creo que debe ser ésta, efectivamente, el referente y marco de nuestras reivindicaciones.

Llamo la atención sobre un problema colateral que es, como yo lo veo, y es que la Revolución cubana ha transitado con un alto nivel de legitimidad; es decir, ha tenido una alta capacidad de construir un consenso mayoritario en la población. Ya sabemos que hay cualquier cantidad de quejas o discrepancias; yo siempre digo que en una cola del pan nadie está con el socialismo, pero cuando se plantea la política social de la Revolución o la cuestión nacional y la agresión externa, el 95 por ciento de la población apoya el socialismo, los fundamentos de esa soberanía.

Ese consenso es una resultante, como en Física — aquí tenemos varios compañeros físicos — de muchos consensos, lo que no excluye las discrepancias puntuales. Pero me parece que la legitimidad de que hemos dispuesto hasta ahora ha tenido algunas fuentes objetivas, para llamarlo de alguna manera, de legitimidad. Se suele identificar entre nosotros la legitimidad histórica, se hizo una revolución, existe una historia heroica, escenarios de lucha, están presentes muchos de los actores de esa historia, se transitó con un liderazgo extraordinario, etcétera; digamos que hay una legitimidad histórica.

Existe también la legitimidad de la obra de la Revolución, aunque esta puede haber tenido también sus variaciones. Existe la legitimidad de que la Revolución ha transcurrido en derecho, es decir, en el marco de una cierta juridicidad. También, que se ha dispuesto de un proyecto de mejor sociedad. Y como ya dije, que se ha tenido un continuado, aunque insuficiente, desarrollo democrático. Reitero que no tenemos tiempo de argumentar todo esto más extensamente.

Ahora, una de las cosas que me preocupa a mí es que la historia como fuente de legitimidad va perdiendo su peso relativo en el tiempo. La obra de la Revolución va perdiendo su peso relativo. Todos los días hablo con jóvenes y nietos que me dicen «no me hables más de la educación, yo nací con eso». Y yo me espanto porque digo, valdría haber puesto la guillotina en la Plaza de la Revolución nada más para haber tenido al 100 por ciento de los niños de Cuba con uniforme en una escuela, cosa inexistente, no digo en el Tercer Mundo, ni en el Primero.

De manera que hay una apreciación generacional, yo hubiera puesto la guillotina y algunos jóvenes me dicen que no les dé más «teque» sobre la educación. Probablemente la obra de la Revolución también tiene un techo específico y otras exigencias; si a ello le agregamos tener una crisis en los noventa, una estagnación en los 2000 y estar al borde de otra crisis económica en el 2020, algo lejos de la prosperidad, entonces vemos como que la obra de la Revolución pierde ese peso relativo como fuente de legitimidad.

Y finalmente está el desarrollo democrático. Yo creo que la juridicidad — de ahí la importancia de la Constitución — y el desarrollo democrático serán cada vez más, y tenemos que llamarnos la atención sobre ello, las fuentes fundamentales de legitimidad, no las únicas, pero ganarán cada vez más peso relativo. Por eso el tema del desarrollo democrático y el debate que hacemos ahora, en este momento, sobre la democracia es tan relevante para el destino de la Revolución, para su legitimidad futura.

Terminaría diciendo lo siguiente: no hay democracia sin construcción de ciudadanía. ¿Quién es el portador de la democracia? La democracia es un atributo de la soberanía popular, pero ¿quién quiere, persigue y demanda la democracia? El sujeto de ella no es abstractamente el pueblo, que también, si no los ciudadanos. Hay un tema de construcción de la ciudadanía en el que no solemos reparar. Este es un tema de larga data en el pensamiento de izquierda en América Latina: la construcción de la ciudadanía.

No vamos a tener ciudadanía con ciudadanos enfermos, pobres, miserables, marginados, enajenados por los medias; es decir ¿cómo construirla? Yo diría que es evidente la contribución que ha hecho el socialismo cubano, lo que ha avanzado en la construcción de esa ciudadanía. Pienso yo que tenemos más ciudadanía potencial que potenciada, más de esas capacidades ciudadanas que las que utilizamos, que las que somos capaces de utilizar. Lo pongo ahí también como otro de los desafíos presentes.

Esperemos que la democracia siga siendo entre nosotros la superación de la República dependiente que fue y de las malas enseñanzas del «socialismo real»; que no solamente nos tenemos que curar de esa experiencia histórica liberal, sino también de las experiencias de las llamadas «democracias populares», las que no desaparecieron casualmente. Y no hemos reflexionado suficientemente, creo yo, acerca de por qué desaparecieron.

Entonces, veo que el tema de la democracia y, más que la democracia, la voluntad y perseverancia de alcanzar ininterrumpidamente un mayor desarrollo democrático, es el mayor desafío que tuvo mi generación y que tiene delante vuestra generación.

Muchas gracias.

(Tomado de La Tizza)

3 enero 2021 21 comentarios 1.583 vistas
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Democracia en tiempos de Twitter

por Rogelio Díaz Méndez 23 septiembre 2020
escrito por Rogelio Díaz Méndez

El término “dinámica de trincheras” se ha usado repetidamente para referirse a un tipo de intercambio que se ha establecido en las redes sociales de internet (RSI) con relación al tema político cubano, y que viene recibiendo particular atención de los medios en los últimos meses. Efectivamente, las usuarias de RSI que discutimos sobre Cuba habitamos un escenario muy polarizado; nos movemos en cámaras de eco que impulsan la autoafirmación hacia posturas cada vez menos reconciliables, ahondando por igual las trincheras del macartismo y las del leninismo ortodoxo.

El fenómeno, no obstante, está lejos de ser únicamente cubano. En los últimos años ha aparecido un número creciente de investigaciones en revistas científicas de alto impacto que intentan descifrar las claves profundas de la emergencia y consolidación de tribus y burbujas en las RSI, particularmente las relacionadas con temáticas polarizadoras. Es un cuerpo de estudios floreciente y complejo donde se emplean enfoques epistemológicos tan distantes como los de la psicología cognitiva y la física estadística.

Y es que, más allá del interés académico, la polarización política exacerbada con la ayuda de Twitter, Facebook o Telegram comienza a amenazar la estabilidad misma de las democracias liberales, impidiendo la generación de consensos amplios que permitan el avance de la sociedad. En la última década las RSI pasaron de ser un medio alternativo de propaganda electoral a convertirse en el centro preferencial de información y debate político.

Paralelamente, el modelo de representación política capitalista entró en una crisis que es visible en lo externo por cismas macroscópicos específicos como el del Brexit, Trump o Bolsonaro, pero que es mucho más general, y que tiene a lo interno una dimensión institucional (estructural) importante.

La representación política es un concepto en constante evolución. Que se vea afectada por los cambios sociales no es nada nuevo. De hecho, las cámaras de eco no son siempre entornos acríticos de simple repetición de mensajes; y ciertamente tampoco son un producto nacido de internet. En cierto modo, una cámara de eco es justamente lo que un partido político genera idealmente en su militancia: una suerte de think tank de base.

El problema es que las RSI, a diferencia de las redes sociales tradicionales, son en gran medida un sistema auto-organizado, donde a menudo es difícil para las élites mantener el control sobre los discursos, y donde las posiciones extremas se ven inevitablemente reforzadas por el alcance y la masividad sin precedente de las interacciones. Con las RSI estamos cada vez más cerca de personas que piensan exactamente igual a nosotras, y cada vez menos obligadas a interactuar cordialmente con quien piensa diferente: el cóctel perfecto para los extremismos.

Quizás no debía preocuparnos tanto la democracia liberal.

Si en algo se puede dar crédito al capitalismo es precisamente en su probada resiliencia. Y habría aún que recordar que el elemento democrático en el capitalismo no es ni esencial ni fundacional, sino una expresión de esa resiliencia, configurado para suavizar las asperezas de la representación. La forma original en la que Francia y EEUU se concibieron fue la de repúblicas de gobierno representativo; y se habla de sufragio y representación como sustento de la plataforma antimonárquica, pero no existe el término democracia en ninguno de sus documentos fundacionales.

Esa eterna y peligrosa puja de poder-en-las-representantes versus poder-en-las-ciudadanas, que no fue resuelta de inmediato con las revoluciones políticas del siglo XVIII, encontró finalmente distensión en la forma burguesa de democracia de partidos. Hoy para muchas académicas está bien establecido que el modelo de democracia liberal solo fue posible cuando, tras un cuidadoso consenso teórico, se diseñó un modo en el que el voto popular no sería peligroso ni para la propiedad, ni para el mantenimiento de una sociedad dividida en clases. Este punto, lejos de ser ocioso, tiene mucha importancia práctica, porque ayuda a desmontar la lógica que hoy identifica a la democracia con “la democracia liberal”, que no es sino una implementación particular del concepto.

No hay dudas de que la democracia liberal ha servido como medio de desarrollo y consolidación de un grupo específico de derechos humanos, mayormente de primera generación. Mas no por eso deja de ser un diseño de democracia subordinado a los intereses de una clase, en cuya agenda inmediata no figura la justicia social ni varios otros derechos humanos básicos. Mucho más interesante entonces, desde nuestra perspectiva y quizá también desde una perspectiva general anticapitalista, es pensar el efecto que las RSI y la revolución tecnológica de la comunicación está teniendo para la democracia popular, y en particular, su efecto en el sistema cubano de democracia participativa.

La democracia popular, que nace de las luchas de la clase proletaria en los primeros modelos de socialismo, entendió desde el inicio que un sistema de partidos políticos, dosificando la pluralidad bajo el visto bueno de la clase burguesa, solo podría ser consistente con la explotación de las mayorías. Tras la breve pero intensa experiencia de la comuna de París, esta democracia reaparece con el modelo fundacional ruso de todo el poder para los sóviets, materializando la aspiración popular de un gobierno emanado de las ciudadanas.

Así, en un mundo que entendía la democracia liberal como lo que es: un mecanismo incompleto, orgánico a las élites económicas, y aun cuando en la práctica el nuevo mecanismo de democracia popular devendría también en instrumento de una élite, esta vez político-burocrática, los países que reivindicaban las revoluciones socialistas daban un valor central a la implementación de la democracia, en el entendido consenso de que así, a secas, significaba democracia popular, la verdadera.

De ahí la recurrencia de los términos democrática y/o popular en el nombre de la mayoría de las nuevas repúblicas socialistas, cuyo foco en un grupo de derechos humanos, típicamente de segunda generación, impulsó las luchas cívicas por los derechos de las mayorías en todo el mundo.

Cuando se restablece la democracia en la Cuba revolucionaria lo hace en forma de democracia popular.

Así, reivindica el modelo socialista de participación como plataforma para la elección del legislativo y la posterior formación de gobierno. Hemos heredado entonces un sistema electoral estructuralmente antiburgués, pero al mismo tiempo implementado con los defectos de representación que acompañaron a la práctica democrática del socialismo real; a saber, un control estricto del partido comunista, particularmente en los niveles de representación medio y alto.

Adicionalmente, el contexto de guerra fría, extendido hasta el día de hoy en la agresión imperialista hacia Cuba, ha ayudado a mantener una serie de escollos sociales largamente anacrónicos para el ejercicio de la libre expresión, asociación y otros, que impiden un debate democrático eficiente. 

Es quizá muy temprano para aventurar un análisis demasiado fino sobre el impacto que las RSI tendrán en un modelo de democracia como el nuestro. A todas luces el elemento más importante parece estar conectado con la facilitación a través de internet de vías nuevas de expresión, asociación e interacción. O sea, no solo el impacto de su escala global, sino incluso la mera existencia de estas vías fuera de los canales institucionales establecidos.

Desde el punto de vista del alcance y la masividad, el debate político cubano sufre ahora los mismos problemas de polarización que en otras latitudes. Más aún, la sociedad cubana se va insertando en una agenda temática global que ya estaba muy polarizada desde antes, y que contiene áreas disímiles, muchas veces relacionadas con los derechos y las perspectivas de las minorías.

A pesar de la emergencia de discursos de odio, este ensanchamiento del debate activo influye o está llamado a influir positivamente en la calidad de la democracia cubana, resolviendo uno de los puntos débiles de la concepción democrática popular: la visibilidad de los grupos minoritarios.

La creciente visibilidad en las RSI de las minorías y en general de los sectores menos favorecidos ofrece una fortaleza sin precedente para el debate democrático en Cuba, energizando desde el espacio digital las funciones tradicionales de las asociaciones, del periodismo y de la rendición de cuentas de los cuadros del gobierno. Puede que nuestra democracia aún no asimile bien este brusco reacomodo de los códigos de tolerancia, la falibilidad de las fuentes y la relatividad de los mecanismos de autovalidación, pero es capaz de hacerlo perfectamente y es un efecto que ya puede verse, cuya influencia el mismo gobierno ha reconocido en un par de ocasiones.

En la velocidad de esta asimilación influye negativamente el rol de las actoras financiadas de forma ilegítima, o sea, con dinero para cambio de régimen. No solo porque generan una distorsión muchas veces artificial del debate, sino porque acentúan la constante necesidad de identificar y denunciar esas fuentes ilegítimas, complicando el actuar racional de los amplios mecanismos cubanos de defensa de la soberanía y seguridad del estado.

Este aporte de las RSI al debate democrático cubano es más bien de arriba hacia abajo.

La mejor percepción de las minorías, la expresión ciudadana sobre temas de interés general y el espíritu de fiscalización a las representantes influye de forma directa sobre las estructuras legislativas y de gobierno naturalmente con más fuerza en los niveles medio y alto.

En esa dirección ya hay muchos esfuerzos de creación de sistemas y aplicaciones informáticas de fiscalización, de datos abiertos, de gobierno electrónico, etc., tanto desde la sociedad civil como desde las instituciones del estado, que más allá de las RSI van conformando el grupo de herramientas imprescindibles para la interacción de las representantes con las electoras.

Pero hay un segundo aporte potencial, profundamente orgánico al desarrollo de la democracia popular, que consiste en la implementación de sistemas concebidos para fortalecer la organización ciudadana de abajo hacia arriba. Esta variante de interacción digital enfocada al territorio y la participación comunitaria ha sido poco explotada por las actoras regulares de internet y las grandes desarrolladoras de RSI más allá de servicios de citas y mapeo de trayectorias e intereses locales. Sin embargo, en el centro de esta concepción territorial se encuentra una idea relativamente nueva y peligrosamente tangencial para los mecanismos de democracia burguesa: la democracia 2.0.

La idea de la democracia 2.0 se basa justamente en explotar el poder de integración de las actoras electorales por medio de internet, y es compatible con una estructura territorial, con diseños enfocados hacia la elección. En un contexto de democracia liberal, el espíritu de la democracia 2.0 es doblemente novedoso. Por un lado, aprovecha las nuevas tecnologías de comunicación para organizar el debate y la expresión ciudadana, y por otro produce un empoderamiento activo de las bases electorales.

Este empoderamiento tiene su expresión más obvia en la natural nominación de representantes, opuesta a la existencia de representantes designados a priori con discursos precalculados por un partido. Así, es comprensible que las concepciones sobre democracia 2.0 en el mundo se estén desarrollado mucho más en una dirección puramente legislativa que hacia mecanismos que involucren elección de representantes.

Al día de hoy, no obstante, valiosos intentos de implementación práctica en ambas direcciones dentro del sistema liberal comienzan a engrosar una experiencia. Para ver dos ejemplos, las interesadas pueden visitar la plataforma electoral francesa La Primaire y la aplicación brasileña de interacción con el legislativo Poder do Voto, ambas organizadas por la sociedad civil.

Debemos notar que esta aproximación de abajo hacia arriba, que es transgresora para el sistema democrático del capitalismo real, tiene una lectura muy diferente desde un sistema de democracia popular como el cubano, donde los elementos esenciales de democracia 2.0 entran suave y naturalmente en el proceso electoral, particularmente en los actuales mecanismos de base que no tienen ninguna contradicción de principio con los fundamentos de las estrategias de elección de representantes en la red.

Contrario a la mayoría de los países, la implementación de sistemas inspirados en la democracia 2.0 no cambia la esencia de una democracia como la cubana, y sí podría impulsar de forma decisiva la calidad de nuestro proceso electoral desde la base.

La novedad que contiene la interacción social online en la discusión de opiniones y puntos de vista a nivel de comunidad, validación de acciones, retroalimentación de propuestas y, sobre todo, el amplio espectro de inclusión que se puede lograr con su componente interactivo, va mucho más allá de la idea de democracia 2.0. Si bien ésta gozaría de una función privilegiada de conexión entre la micro- y la macroescala de la democracia popular. En cualquier caso, la revolución de las comunicaciones y las RSI todavía tiene muchas cosas que decir en el ejercicio democrático de una sociedad como la nuestra, y una de ellas es que hay mucho espacio en el fondo.

La comunidad es un espacio ávido de iniciativas.

¿Arrastrarían las iniciativas territoriales los mismos males de intolerancia y odio propios de las RSI masivas hacia el debate comunitario? Puede ser. Aún para la microescala esto sigue siendo un problema que necesita estudio y sistematización. Pero hay muchos motivos para esperar que en un contexto local las personas terminen siendo mucho más tolerantes e inclusivas. Y la clave es la empatía.

El hecho no solo de interactuar para efectivamente cambiar algo, sino hacerlo desde el debate con las personas que te rodean en el espacio tridimensional, dentro de una comunidad en la que se han desarrollado de forma personal afectos y compromisos de convivencia. Hay mucha evidencia sobre el rol de la empatía en la generación de consensos a través de la valoración emocional de las experiencias ajenas y su importancia para la otra.

Sería un feliz acierto si la solución al discurso de odio y polarización del debate cubano pasara justamente por una expansión participativa hacia la microescala, apoyada en las estructuras democráticas populares. Es una esperanza razonable; se ha dicho incluso que el problema del odio y la intolerancia en Cuba, más allá de casos particulares, es mayormente una pose, porque es algo que hace tiempo la familia cubana resolvió dentro de sus casas, donde descansa el componente más original de lo que somos. ¿Cuánto podrían ayudar entonces unas RSI con estructuras de barrio?

La dinámica de trincheras es una imagen sangrienta pero metafóricamente ajustada. Se pelea ferozmente en las RSI, en los blogs y en cuanto lugar admita opiniones. Pero más peligroso es que estemos intentando mejorar ese intercambio desde la misma lógica liberal de bandos como única expresión democrática posible. Es hora de comenzar a pensar en las crecientes oportunidades del nuevo escenario comunicacional y conectar el sistema de democracia popular cubano con las RSI, en modelos de debate que empoderen al barrio y legitimen los consensos y las representantes desde un intercambio honesto basado en la empatía.

En medio de la primera guerra mundial, donde la dinámica de trincheras (en el sentido estricto) llegó a su máxima brutalidad, a menudo las líneas enemigas quedaban tan cerca que soldados de uno y otro bando se escuchaban a gritos. Algunas veces, cuando lograban un idioma común, comenzaban por preguntarse noticias del fútbol y del clima… Las treguas de navidad son un episodio impresionante y significativo de la historia humana, donde soldados que se han estado matando por centenares durante muchas semanas, deciden espontáneamente en algún punto detener la guerra; ninguno siendo menos alemán o británico. Son de esperar lamentables consecuencias, escribía un comandante francés en la misma contienda, cuando los hombres se familiarizan con sus vecinos del bando opuesto.

23 septiembre 2020 15 comentarios 386 vistas
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Una respuesta algo tardía

por Yassel Padrón Kunakbaeva 8 octubre 2019
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

Hace casi un mes que apareció en Rebelión una Carta sobre el socialismo, firmada por Yunier Mena, un militante de la UJC de la Universidad Central de Las Villas. En ella, el joven polemiza con Antonio Romero, Decano de la Facultad de Economía y Ciencias Empresariales de la Universidad de La Habana, por una intervención de este en la Mesa Redonda. La carta me pareció interesante, pues muestra una posición poco usual en el debate público cubano, y da pie para un diálogo con ciertos sectores de la izquierda radical. Hubiera querido responder antes, pero circunstancias personales me lo impidieron.

Para que los lectores puedan saber de qué va la cosa, vale la pena reproducir uno de los fragmentos más controversiales de la misiva:

“(…) usted planteó allí, como respuesta al pedido de la dirección del país de pensar Cuba, la necesidad de liberar las fuerzas productivas. Usted debe saber, puesto que es economista, que eso nos llevaría al capitalismo o a un capitalismo con nombre de socialismo”.

Para resumir, debo decir que tengo dos diferencias fundamentales con Yunier Mena, una de índole teórica y otra de carácter estratégico. Por eso, las trataré por separado.

I

Como puede observarse en la frase más arriba, Yunier establece una relación causal simple entre el acto de liberar las fuerzas productivas y la aparición del modo de producción capitalista. A mí me parece que no se puede ser tan categórico al establecer esa relación. Se trata de una condición necesaria, pero no suficiente.

Desde mi punto de vista, para criticar una consigna lo primero que hace falta es ubicarla en contexto. La consigna de “liberar las fuerzas productivas”, por ejemplo, no se puede analizar haciendo abstracción del viejo problema del estatus del mercado en el socialismo. Una impugnación de cualquier tipo debe comenzar por abordar ese problema.

Adentrémonos pues, en el viejo problema. ¿Es posible eliminar el mercado en el socialismo? ¿Es necesario hacerlo?

Toda sociedad en la cual exista la división del trabajo está obligada a efectuar la distribución de los diferentes productos entre los actores sociales. El gran problema va a ser siempre encontrar una manera racional, eficiente y eficaz, de realizar esa distribución. El mercado es una forma, ciertamente imperfecta, en la cual las sociedades han respondido a esa necesidad. A través del cambio, que ocurre en una inmensidad de actos individuales, se realiza la ley del valor, que permite hasta cierto punto un intercambio de equivalentes, lo cual garantiza cierta racionalidad al sistema.

La historia de la economía política en el socialismo es la de un intento desesperado de negar el mercado, seguido de un progresivo despertar ante la realidad objetiva. En los primeros tiempos, tanto en la URSS como en China y Cuba, se experimentó con modelos que pretendían fundar la distribución directamente en el valor objetivo de los productos, calculando el tiempo de trabajo socialmente necesario (TTSN) para la producción. Pero esos modelos resultaron un fracaso, pues los parámetros utilizados en esa medición fueron totalmente ajenos a la realidad de la economía. Su implementación condujo siempre la economía al caos y al derroche innecesario de recursos.

Por ese motivo, tanto en la URSS como en Cuba, triunfaron los enfoques que reconocían cierta pertinencia de la ley del valor en el socialismo, y que reivindicaban el cálculo económico y la contabilidad. Como se recordará, en Cuba esa era la posición de Carlos Rafael Rodríguez. Desde aquel momento, el mercado quedó reconocido como una realidad insoslayable.

Entonces, el debate en el cual se encuentra Cuba, tal y como le pasaba a la URSS en los tiempos de la Perestroika, así como a China y a Vietnam antes de las reformas, no está en decir sí o no al mercado, sino en analizar si la forma en la que está concebida la planificación económica da resultados positivos en una economía mercantil. Ahí es donde se encuentra el quid de la cuestión actualmente, porque el modelo de planificación tal y como se concibe en Cuba, así como pasaba en la URSS, está basado en mecanismos administrativos que solo son camisas de fuerza añadidas inorgánicamente a la economía, lo cual provoca un alto grado de irracionalidad, desperdicio de recursos y estancamiento.

Me parece que la economía cubana no está en condiciones de superar la división del trabajo ni el aislamiento de los productores. Tampoco creo que tengamos los medios para recopilar, procesar y socializar toda la información necesaria para que los actores sociales conozcan el valor objetivo de los productos. Por lo tanto, creo que el mercado es para Cuba una realidad insuperable, que debe utilizar a su favor de la mejor manera posible.

Cuando se habla de “liberar las fuerzas productivas”, se hace referencia a eliminar el modelo de planificación de la economía vigente hasta la actualidad, basado en mecanismos administrativos, el cual es un lastre para dicha economía. Esto lleva a dos soluciones posibles: eliminar toda forma de planificación, o crear un nuevo modelo que sea coherente con una economía mercantil. Solo la primera opción lleva al capitalismo.

Es necesario recordar que lo que define un modo de producción son las relaciones sociales de producción (RSP) fundamentales. Mientras en la sociedad cubana la RSP fundamental sea la planificación de la economía sobre la base a un proyecto de justicia social, no habrá capitalismo en Cuba, sin importar cuan desarrolladas estén las relaciones mercantiles.

Me parece que lo que le preocupa a Yunier, cuando habla de “un capitalismo con nombre de socialismo”, es que se repita en Cuba el modelo de China y de Vietnam, países a los cuales considera capitalistas. Yo enfocaría las cosas de otra manera. China y Vietnam son países que lograron crear modelos de planificación coherentes con economías mercantiles; para mí, el problema con ellos, es que siguieron planificando la economía autoritariamente desde el Estado-Partido, y no desde un sistema de democracia obrera.

Por eso le respondería a Yunier, quien hasta donde puedo ver es un defensor de la democracia obrera, que la aceptación de una economía mercantil no es algo incompatible con esa democratización. Lo fundamental sería crear un modelo de planificación desde abajo en el cual participen los diferentes tipos de propiedad: un gran sector de empresas públicas en manos de los trabajadores, el sector de las cooperativas, y el sector privado. Más adverso para la democracia obrera es el autoritarismo fundado en el abuso de la lógica de la vanguardia, el cual ha caracterizado a todas las experiencias de socialismo.

II

Mi segunda diferencia con Yunier es, como decía, de orden estratégico. Tiene que ver con lo que me parece es una mala lectura del momento sociopolítico por su parte. En general, no le respondo solo a él, sino a todo un sector de la izquierda radical que me parece algo desorientado.

Yunier increpa al profesor Romero, saliendo a la defensa del socialismo frente al capitalismo, como si las fuerzas del liberalismo estuvieran al acecho, entrando por la ventana para desactivar la Revolución. Me parece comprensible que se preocupe, ante ciertos fenómenos que se ven en la calle a menudo, como el aumento de la desigualdad y de la mendicidad, al lado de la ostentación insensible de algunos. Pero creo que Yunier no ha captado con precisión el momento político.

El General de Ejército Raúl Castro, al frente del Partido, llevó adelante un grupo de reformas que se condensaron en los Lineamientos. Ese proceso de cambios desembocó en la Conceptualización del Modelo, así como en la nueva Constitución, que reconoce el papel del mercado y contempla la existencia de la propiedad privada. La esencia del camino expresado en los Lineamientos, y que fue refrendado por los dos últimos congresos del Partido, está en crear un modelo de planificación de la economía que sea coherente con una economía mercantil.

Sin embargo, el camino no ha estado exento de baches. Han surgido fuerzas que defienden el mercado a ultranza, porque silenciosamente pugnan por el capitalismo. Pero también se ha puesto de manifiesto la resistencia pasiva de la burocracia estatal y partidista, que no sabe funcionar de otro modo que no sea con el modelo de planificación actual, basado en mecanismos administrativos. Esa burocracia tiende a una actitud continuista, que en el fondo desconoce y convierte en papel mojado lo que se aprueba por los congresos.

He aquí lo que quiero decirle a Yunier. Tal vez en el 2015 el liberalismo fuera la fuerza más peligrosa para el socialismo cubano. Pero desde el 2016, sobre todo a partir de la visita de Obama, hubo un cambio en la correlación de fuerzas dentro del escenario político cubano. Las posiciones contrarias a los cambios, o que querían quitarle radicalidad a los cambios, se hicieron predominantes. Desde entonces, el mayor peligro para el socialismo cubano es que no se logre dar el cambio en el modelo de planificación de la economía que se prometió con los Lineamientos.

Otros factores han venido a complicar la escena. La victoria de Trump, el fin del proceso de normalización de las relaciones con los Estados Unidos, y el aumento desmesurado de la agresividad imperialista contra Venezuela, Nicaragua y Cuba, han favorecido el empoderamiento de aquellos que siempre han justificado su negación al cambio con la intransigencia frente al enemigo.

También el relevo generacional, un proceso complejo en el cual se necesita que el pase del balón se lleve a cabo en condiciones de confianza absoluta, ha llevado a resaltar, por parte de la nueva dirigencia, los elementos de continuidad con el pasado revolucionario. Los elementos de discontinuidad han quedado en un segundo plano.

Por todo esto, reitero, me parece desorientada la carta de Yunier Mena, pues golpea al liberalismo en un momento en el que el mayor peligro no es el capitalismo interno. El mayor peligro en la actualidad es que, por un conjunto de circunstancias, se pierda la oportunidad histórica de cambiar el viejo modelo de planificación por uno que sea coherente con una economía mercantil.

A lo que tenemos que tenerle miedo hoy, es a un continuismo de la ineficiencia, el derroche y el estancamiento, que nos dejará sin un uso provechoso del mercado y también sin democracia obrera. Un continuismo que a la larga también nos traería el capitalismo, solo que quizá de una forma más horrible.

8 octubre 2019 31 comentarios 340 vistas
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Todas la sociedades tienen sus reglas

por Miguel Alejandro Hayes 10 julio 2019
escrito por Miguel Alejandro Hayes

Todas las sociedades tienen sus reglas. Su espacio de interacción define las relaciones que en ellas se dan. En paralelo, existe un sistema de elementos teóricos y culturales que sirven para completar a su ordenamiento.

Uno de ellos, es el individuo liberal. No resulta tan importante una teoría acerca de él –la cual se expande y se adapta al propio desarrollo de la ciencia política y a sus diferentes lenguajes—; es más relevante, la práctica social que se sostiene legal y moralmente a partir de asumir y reproducir los esquemas generadores de dicho sujeto. Este, no es más que aquel que se subordina a la lógica un tipo de propiedad privativa, y para la cual se redactan las normas cívicas correspondientes.

Para medir a este hombre de la modernidad –y que fue cuestión que ocupó el pensamiento de Kant—, está el criterio de “la mayoría de edad”. Con ello se diferencia el niño –y toda la subjetividad que lo acompaña— del adulto y la “madurez” que se le atribuye. Que no es otra que el adaptarse a un conjunto de normas abstractas dictadas por una moral para nada espontánea. Y es que la figura del adulto está caracterizada –sobre todo en la cultura popular— por la responsabilidad, la aceptación y resignación de las normas mencionadas. Entonces aquel individuo liberal en su estado de adultez, no es otro que el individuo normalizado. Cabría entonces preguntarse si es eso una verdadera mayoría de edad.

La crítica al liberalismo, lo es a toda proyección que pretenda encarcelar las capacidades humanas como usuarias de un orden social de apropiación desigual del producto social. La adultez está marcada por una potenciación de las fuerzas creadoras poseídas desde la infancia; una maduración de las capacidades con las que se nacen y se cultivan en los primeros años de vida.

La verdadera mayoría de edad es el ejercicio de problematizar, incorporar, decidir, reflexionar.

El hombre como ser racional, tiene su adultez en la de sus reflexiones, no en ser ese adulto normalizado. Aspectos estos que no significan el caos ni la renuncia a tradiciones afectivas, como pueden ser el cuidado a los más pequeños o a los ancianos, pero sí replantearse un conjunto de reglas del orden social, referidas a lo político y sus acompañamientos jurídicos, morales, ideológicos, etc. Tampoco el problema es que haya un “molde” que normalice, ya que esto es un condicionamiento inevitable. Más bien, el problema está en el hecho de que este actúe como una estructura que delimita al sujeto, y no un mecanismo que fomente el pensamiento como acto de creación.

Por otro lado, en todas las sociedades donde se estimula la mentalidad reproductiva y repetitiva del hombre normalizado como vía para dar continuidad a las ideas dominantes –la ideología política es su cara más visible, y que utiliza los aparatos del estado—, los premiados son aquellos capaces de mostrar con hechos que en ellos se multiplican esas rutinas y formas establecidas por el sistema.

Los socialismos reales, portadores de un engendro de marxismo que no era más que un liberalismo, por supuesto que no escaparon de emplear la noción del adulto liberal normalizado, obediente al sistema político encabezado, como es tradición, por el partido.

La sociedad cubana, por su tradición estado-céntrica no está muy lejos de tropezar con la misma piedra. Así vemos que los jóvenes recompensados por la vieja tradición del comunismo dogmático –desde los tiempos de Mella—, han sido aquellos capaces de ser portadores de la obediencia. Pero el mecanismo de incentivos sociales determina la tendencia del tipo de persona que como sistema se estimula.

Hoy, se sigue avivando al adulto obediente, y no al reflexivo que sea capaz de cultivar las enseñanzas y pensarlas para la sociedad. No ser parte de la obediencia –siempre orgánica a jerarquías sociales—, es esa verdadera adultez, y no aquella de corte liberal. Va a ser que es cierto eso de que la rebeldía es expresión de madurez.

Ya decidirán a los que les corresponde,  por qué apostar.

10 julio 2019 8 comentarios 406 vistas
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Liberal o marxista

por Miguel Alejandro Hayes 1 febrero 2019
escrito por Miguel Alejandro Hayes

El joven Marx fue un liberal. Lo mostraba al enfrentar el estado prusiano. Las publicaciones renanas eran ese escenario de batallas. El punto estaba claro: se bombardean con ideas críticas a las prácticas políticas, así como a la ideología que respaldaba a estas. La apuesta era tomar el cuarto poder.

Esta concepción no duró mucho en la cabeza de aquel Prometeo que iba y venía entre Feuerbach y Hegel. De la crítica, según Marx, no nacía la revolución. En consecuencia, el distanciamiento con los hermanos Bauer -y otros tantos jóvenes inquietos- llegó.

Sucede que las relaciones en la sociedad se dan todas a la par,  pero muchos enfoques y prácticas se empeñan en separarlas y solo quedarse con una de ellas, e intentar incidir sobre esta sin importar las demás.

En pocas palabras, Marx supo que lo que hacía, era tratar de entender un movimiento social haciendo ontología del pensamiento y la subjetividad sociales. Y ese no podía ser el camino.

El desarrollo de una conciencia teórica dialéctica materialista, llevaba a la ruptura con aquella forma de enfrentar dicho cambio social a partir de mover los estados de opinión, como si fueran independientes del resto de las dimensiones de la vida humana.

La opinión, como subjetividad, debe ser vista en relación con cómo se inserta el hombre en la producción del mundo y de sí mismo, a la par de la reproducción de sus necesidades (del estómago y de la fantasía). Criterio consecuente, con la tercera tesis sobre Feuerbach, y con la superación de la enajenación teórica.

Dibujo: Chad Crowe

Dibujo: Chad Crowe

Dado la lógica de este Marx ya “maduro”, de que las subjetividades no se dan aisladas, sino con ajuste a las mencionadas necesidades, el destino del mensaje transmitido a una persona, no depende solamente de quién y cuánto lo trasmite. Dependerá también, de la capacidad y la necesidad del receptor de asumirlo. Por eso, se puede bombardear a alguien con una idea a través de la prensa, que lo asimilará en dependencia de una serie de factores. Tal y como afirman muchos desde la teoría de la comunicación, el receptor no está determinado por el emisor, este último, tiene la palabra final en el proceso.

Todo ello me hace pensar en Cuba y el actual clima mediático-oficial alrededor del 24F. Los medios oficiales, saturan de la entusiasta postura en pro del Sí, en un polarizado esquema de a favor o en contra de la Revolución. La postura del No, carece de espacio en los mensajes que se dan desde la propiedad socialista sobre los medios de producción. Ni siquiera cabe la posibilidad de la duda, todo es un rotundo Sí.

Sé que no tiene sentido difundir en un espacio oficial lo contrario a lo que es interés de este, pero siendo consecuentes con ese pensamiento del Marx maduro, el efecto del pronunciamiento por el Sí o el No, no cambiará mucho la cultura política cubana respecto a la votación, cuando más, será un catalizador de los estados de opinión y procesos de identificación política que anteceden al debate constitucional.

Los spots televisivos por el Sí, en muchos casos, carecen de la adecuación a códigos estéticos atractivos, y hay otros, que suenan a discurso vacío y repetido frente a una cámara. Sabemos, que tal publicidad no moverá mucho votos, que la mayoría de los Sí, vienen de la mentalidad unitaria arraigada a nuestra cultura política reciente.

¿Y la campaña por el No entonces? Negarle escena a esta, como representante de una postura validada por el derecho a elegir el voto, no es silenciarla, porque el no darle oportunidad no desaparecerá ese No correspondiente al sentir de algunos cubanos.

No sé si es que se tiene miedo a dejar visible el mensaje contrario al oficial para que no ejerza influencia sobre las subjetividades, o si se evita a sabiendas de que existen condiciones de peso para que ese mensaje encuentre y estimule a muchos receptores con las condiciones para asimilarlo. ¿Será esa práctica producto de una visión liberal de la realidad, o una conscientemente marxista?

1 febrero 2019 11 comentarios 783 vistas
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La tuya, guárdatela

por Alfredo Prieto 26 febrero 2018
escrito por Alfredo Prieto

El uso de la palabra “burguesa” con fines sectarios es uno de los lastres que arrastra cierta academia norteamericana. Pero tiene una dimensión todavía más perniciosa: el ahistoricismo. Llevado al terreno de la cultura cubana, ello da pábulo a la idea de que los hombres que auspiciaron/hicieron la independencia eran burgueses, blancos, machistas y paternalistas. No se trata, simplemente, de mencionar un hecho, por lo demás con bastante más determinaciones internas de las que suponen, sino de una crítica de una ceguera descomunal.

Desconocer que, al margen de cualquier limitación que  les veamos, con todo lo que ha llovido desde la segunda mitad del siglo xviii a hoy, sus protagonistas y portavoces nos legaron una cultura y una nación forjadas al cabo de dos guerras de independencia y de un intento fallido por lograrla. La primera frustrada por contradicciones internas en el campo insurrecto; y la segunda por una intervención militar a partir de esos “lazos de singular intimidad” delineados antes y después de que el presidente McKinley pronunciara su mensaje sobre el estado de la Unión (1899).

Sin embargo, este último elemento suele difuminarse en ciertos textos/discursos académicos, siendo –como lo es– una de las fuerzas que componen y profundizan la conciencia nacional a partir de las sucesivas frustraciones del ideal independentista, la enajenación del patrimonio propio durante la era republicana y las políticas implementadas por los poderes establecidos al otro lado del Estrecho.

Lo cierto es que al lanzar la pedrada contra una potencia colonial, todos esos personajes burgueses, blancos, machistas y paternalistas, que no operaron en el vacío, sino en un contexto histórico-cultural especifico, nos legaron la idea de una Cuba libre. Considerar entonces al nacionalismo cubano –ya desde aquel principio– como una fuerza opresiva no constituye sino una expresión de liviandad.

Resultado de la imposición de un marco teórico previo que, al final del día, termina reproduciendo a su manera el clásico etnocentrismo y funcionando como un dogma: ni escucha, ni dialoga, ni en última instancia conoce o se abre para conocer. Con demasiada facilidad los constructos sobre los que se sustentan sus actores –y también sus alumnos, muy bien entrenados para internalizarlos– desdibujan las fronteras entre ciencias sociales e ideología, dos dominios con áreas de tangencia, pero de naturaleza distinta.

Una de las expresiones de este fenómeno consiste en la renuencia a aceptar cualquier factualidad si contraviene de alguna manera lo que dictaminan sus espejuelos, muchas veces conformados por enfoques “liberadores”, pero que reproducen problemas y perspectivas válidos en otros contextos que se tratan de imponer tabula rasa allí donde no necesariamente caben. Al chocar con el proceso de construcción y desarrollo de la nación cubana, hacen eso que los psicólogos llaman una proyección, movida que supone aceptar a priori artefactos no avalados por la evidencia.

Aparecen entonces incorporadas a su discurso ciertas verdades incontestables. Una de ellas, por ejemplo, consiste en decir que en Cuba se prioriza la figura de Antonio Maceo como militar desconociendo o dejando a un lado su pensamiento. Esto, para apuntalar la idea de que todavía acciona el racismo heredado de la Colonia, magnificado por la República y continuado, a pesar de todo, después de 1959. Una verdad de Perogrullo. Sin embargo, no importa que se les diga que hasta el propio periódico Granma enfatice que el General “tenía tanta fuerza en la mente como en el brazo”, tras la conocida sentencia de José Martí.

De manera similar, por ese camino puede llegarse a la idea de que hoy se coloca en un bajo perfil a Nicolás Guillén por su condición racial, olvidando entre otras cosas que su estatus de Poeta Nacional lo obtuvo justamente después de la Revolución.

Desde luego, sigue habiendo sitio para abundantes ideas no sometidas a comprobación previa, pero repetidas y recicladas en clases y actividades docentes. Recuerdo ahora mismo tres: la primera, a diferencia de lo que sostienen ciertos estudios, la palabra “pachanga” no designa ningún movimiento de resistencia racial underground de los tempranos años sesenta, sino una mezcla de son montuno y merengue de la Orquesta Sublime, muy popular en la Cuba de 1959 en los Jardines de La Tropical. Denota fiesta, bulla, alegría, entusiasmo, lo cual dio pie para que Ernesto Che Guevara hablara de un “socialismo con pachanga” y Gabriel García Márquez de “una pachanga fenomenal”.

La segunda: las subidas al Pico Turquino no tenían como propósito “purificar a los jóvenes de su pasado burgués”, sino eran símbolo y homenaje a la Generación del Centenario, que no por gusto colocó un busto de bronce de José Martí en el punto más alto de la geografía nacional en 1953. La tercera: la “Balada de los dos abuelos”, del propio Guillén, no constituye “una apología que oculta a todas las mujeres negras violadas por sus amos blancos”, sino un discurso poético sobre dos componentes centrales de la identidad cubana.

El problema consiste en que cuando llega la hora de posesionarse frente a esas formulaciones, los exponentes de ese discurso echan a volar con bastante facilidad epítetos de “esencialismo”, es decir, acusan a los cubanos de algo que nadie con dos dedos de frente validaría: que somos son los únicos capacitados para entender Cuba y su cultura. Y, por tanto, nos inculpan de erigirnos en monopolizadores de una verdad con mayúsculas.

Pero el solo hecho de afirmarlo supone desconocer los aportes de otro tipo de academia al conocimiento sobre Cuba en los Estados Unidos. Y, sobre todo, perder de vista un punto central: se trata, en esos casos, de estudios serios, razonados, concienzudos, documentados y persuasivos en su argumentación, no de ideologemas que se quieren imponer como un cartabón a la realidad monda y lironda.

Hay viajeros, cualquiera sea su signo, que llegan a la Isla a comprobar lo que ya saben de antemano, y a hacer si viene al caso su propio touchdown a la hora de relacionarse con el Otro. En esos casos, que por fortuna no son todos, valdría la pena acudir a lo que escribió alguna vez Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.

26 febrero 2018 20 comentarios 450 vistas
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