Más de una vez se lo dije, disfrazando de jocosidad la admiración: «Usted es el mejor directivo de la prensa estatal cubana». Él esbozaba una sonrisa, lanzaba un chiste o sugería otro asunto sin darse la menor importancia.
El elogio no era un simple cumplido. Partía de la experiencia de palpar in situ, en varios momentos en que pude convivir con su colectivo, cómo un periódico de provincia puede llegar a ser una familia donde el decoro y el talento se premien y prevalezca entre todos, por encima de miedos y presiones circundantes, el afán de contar la realidad con alma y espuelas: ese supremo mandato para un periodista.
Vestido de manga larga, con la camisa abotonada hasta el primer ojal, como lo recuerda su amigo Fulgueiras —otro fuera de serie—, Juan Antonio Borrego era un gentleman de las redacciones en Cuba, un cronista y reportero sagaz que, aun sentado en un cargo de dirección por casi un cuarto de siglo, jamás dejó de escribir y conmoverse con la gente de a pie.
Dentro de un sistema mediático castrado casi desde su origen por las encomiendas políticas que debió asumir, Juan Antonio Borrego logró elevar a Escambray y a su equipo de reporteros hasta convertirlos en una rara joya. Sin derribar los muros más gruesos a los que ha debido enfrentarse la prensa de la Isla, el semanario de Sancti Spiritus corrió sistemáticamente los límites que le imponían, jugó con estrategia las mejores cartas del oficio, y logró así, con paso firme y estable, acercarse al encargo de conciencia crítica de la sociedad como ningún otro medio estatal lo ha hecho en el país.

Juan Antonio Borrego logró elevar a Escambray y a su equipo de reporteros hasta convertirlos en una rara joya. (Foto: Tomada de Facebook)
«A veces hay que hacer concesiones», confesó a una de sus pupilas, hoy multipremiada cronista. Y uno puede imaginarse cuánta habilidad de estratega necesitó este hombre para mantenerse como corresponsal del periódico Granma en su provincia por 29 años, ser diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular en varios periodos, complacer lo que desde el Olimpo burocrático podían esperar y exigir de su gestión; y, al mismo tiempo, no traicionar sus esencias, alentar al equipo que dirigía a ir por más, a desobedecer los cánones rígidos, a sorprender y sorprenderse con la vida que narraban.
Hombre culto y sensible hasta el detalle, entre sus máximas estaba que cada edición del periódico debía contener al menos alguna buena pieza de lectura, algún deleite para el intelecto y el corazón, no remachado por las maquinarias de la grisura.
«Yo he dirigido todos estos años por amistad», admitió en la citada entrevista. Y bastaba conversar en algún pasillo del semanario con sus subordinados para darse cuenta de que no mentía. Militante socialista y fidelista genuino, Borrego jamás siguió directivas con anteojeras de borrego. Antes bien, intentó sacarle jugo creativo hasta a los ladrillos que caían por la canaleta del dogma empoderado.
Siempre que coincidí con él me pareció alguien que callaba mucho más de lo que decía; que escuchaba mucho más de lo que dirigía, en una especie de extraña procesión donde la palabra sobraba, ante el empuje de los hechos. Así supongo lo entendían sus periodistas, a los que les bastaba una mirada para asumir las tareas, y tratar de llegar al periódico con algo de vida entre las manos.
A mi mente acuden aquellos reportajes que al inicio de la década de los 2000 el «monstruo» todoterreno de Enrique Ojito bordó en el rotativo para dar cuenta de «las deformaciones, los desvíos y la mala calidad en las obras constructivas que se levantaban en la provincia con el sello de la Batalla de Ideas», el megaplan político-social que en ese momento ejecutaba la nación a instancias del Máximo Líder. Posiblemente en cualquier otro medio cubano, dichos textos no habrían pasado de la intención del reportero. Pero allí estaba Juan Antonio Borrego para alentarlo y respaldarlo.
No puedo olvidar las crónicas que a veces como un flashazo de 20 o 30 líneas deliciosas, enviaba el corresponsal para las ortodoxas páginas de Granma. Como aquella en la que silueteaba la imagen de Cundío, el único azucarero cubano con 76 zafras a cuestas.

Aun sentado en un cargo de dirección por casi un cuarto de siglo, jamás dejó de escribir y conmoverse con la gente de a pie. (Foto: Tomada de Facebook)
Algún día habrá que escribir en detalles cómo Juan Antonio Borrego, con su fotógrafo Vicente Brito, inició la cobertura de la caída del avión ATR-72-212 de la compañía cubana Aero Caribbean, el 4 de noviembre de 2010, en la zona espirituana aledaña a Vanguardia y Mayábuna. Y cómo casi al unísono, en una sinergia eficiente y veloz —extraña en medios nacionales— todo el semanario se transformó en un «puesto de mando» (al decir de una de las reporteras) para contarle al mundo los pormenores de la tragedia.
Por eso y por muchas clases más que me impartió sin saberlo, una punzada extraña me atravesó el estómago cuando este lunes una querida profesora me llamó para anunciarme que Borrego había muerto. La trituradora COVID-19 no creyó en sus juveniles 56 años, en su figura atlética, en su don de gentes, ni en el dolor inmenso que dejaría entre tantísimos familiares de sangre o letra.
Una entrañable reportera del semanario, con más nudos que voz en la garganta, me contaba después de la infausta noticia una anécdota que retrata la escuela de disciplina y afecto que trazó su jefe y amigo. Resulta que su última visita al hospital coincidió en horario con el consejillo de redacción donde cada periodista lleva y defiende un tema para la edición semanal. Pensaba entonces pasar por el centro médico y volar después a Escambray.
Casi era la hora de ir a saber de Juan Antonio Borrego y ella no tenía tema para la reunión subsiguiente. Quería conocer de él, pero no podía quedar mal con la dinámica de trabajo que él mismo había fundado. Se exprimió las neuronas; llamó a tres o cuatro fuentes, anotó algunos datos y hasta que no tuvo un hilo noticioso en las manos, no salió de la casa. Cuando llegó al hospital, los rostros llorosos de los familiares y colegas que hacían guardia permanente afuera se lo dijeron todo.
—Pero yo tenía que llevar un tema. Juan Antonio Borrego no me hubiese perdonado otra cosa.