Una de las demandas cardinales de las luchas emancipadoras contra los poderes absolutistas a lo largo de siglos —fundamentalmente como resultado del largo proceso de concienciación que trajo la actividad intelectual del Siglo de las Luces en el esfuerzo por hallar en la razón el sustento, no solo del conocimiento, sino de la edificación de una vida más humana—; ha sido el derecho de las personas a expresar sus juicios con total libertad como parte de su plena realización ciudadana.
Tal derecho se refrenda asimismo en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, de 1776, y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1779, documento fundamental de la Revolución Francesa, en cuyos artículos 10 y 11 se consignan los derechos a la libertad de opinión, conciencia y prensa.
De igual modo lo establecen la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada en 1948 por la asamblea fundadora de la OEA, y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, certificada por la asamblea General de la ONU en 1948, de la cual Cuba es firmante, y que ha sido paradigma básico para la concepción, tratamiento y legitimación de estas atribuciones; por citar solo algunos ejemplos.
De igual manera, la actual Constitución de la República de Cuba, en su artículo 54, establece: «El Estado reconoce, respeta, y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión». Esto patentiza la significación social, relevancia vital e implicación para el desarrollo humano que tiene el poder manifestar los sentimientos e ideas que mueven a la persona en un ámbito de absoluta y respetuosa posibilidad. El cumplimiento de esta facultad resulta primordial para el desempeño de una sociedad cívica y democrática.
La libre expresión es consecuencia lógica del pensamiento activo. Pensar no es una actividad circunscrita ni restringida por otras circunstancias que no sean nuestras limitaciones intelectuales. La mente asume uno u otro objeto, uno u otro fenómeno según se enfrenta a ellos, y delibera ad libitum sobre los mismos. Unas veces enfocamos nuestro discernimiento a algo que nos interesa; otras, es nuestro propio cerebro el que nos coloca ante asuntos a los que no habíamos atendido.
Pero de todos modos pensar es incorporar el mundo a nuestra subjetividad, formándonos conceptos y juicios. Se piensa en esto y lo otro porque sí, sin que ningún elemento externo pueda impedirlo, y solo lo condiciona nuestra capacidad de percepción y análisis.
Además, entre pensamiento y palabra hay un vínculo inseparable: se piensa en palabras, así que, de hecho, las ideas llevan esa libertad interior. Esto quiere decir que el pensamiento siempre es absolutamente libre. Si se piensa algo se hace imprescindible exteriorizarlo en algún momento. El hombre es un ser para el intercambio.
Si se entiende la natural conexión entre pensamiento y expresión, ¿por qué imponer trabas a la exteriorización de lo que, de todas formas, se piensa, cuando el pensamiento en definitiva rige la acción? Es diferir lo que a fin de cuentas buscará una vía de materialización.
En esencia, ¿qué es la libertad de expresión? Pues ni más ni menos que la desembarazada posibilidad de exponer aquellos juicios que nos formamos sobre distintos aspectos de la realidad con total espontaneidad y derecho, sin impedimentos ni silenciamientos que se opongan a ellos. Se trata de exteriorizar sinceramente nuestras ideas acerca de un asunto cualquiera, de forma razonada, lógica y desprejuiciada, a partir de nuestra experiencia, intuición e información, sin temor ni condicionamientos.
Dicho asunto puede ser cultural, científico, social, económico, político, etc., pues la expresión de ideas, tal como el pensamiento, no está atenida a un solo orbe de la existencia. Esta difusión de lo que concebimos no está centrada únicamente en lo político, aunque ese es un supuesto bastante generalizado, quizás por las implicaciones que el intercambio de ideas tiene en la opinión pública y las amplias reacciones que juicios contrarios generan, y por la forma en que pueden llegar a decidir situaciones que determinan el acceso al poder de un grupo determinado.
Es así, por lo general, que los que mejor consiguen la difusión de sus plataformas ideológicas sean los que más fácil acceden al control del poder.
La libertad de expresión no implica el total albedrío para decir lo que nos venga en ganas, del modo en que lo entendamos o en que lo podamos hacer. La falacia, el irrespeto, la difamación no son componentes de la libertad de expresión, más bien resultan anomalías en el comportamiento comunicacional. Dichas actitudes resultan indeseables y son rechazadas por la mayoría de las personas, pues atentan no solo contra la posibilidad de cada quien de manifestarse con franqueza, sino contra la propia esencia de expresarse atenidos a la verdad, la justeza y el respeto.
Expresarse libremente no significa descalificar, limitar, intimidar o vapulear a los que tienen otras opiniones. Como todo en la vida, el respeto a la diversidad y la corrección en la forma favorecen a que lo dicho sea mejor atendido y, quizás, incorporado como estímulo a reconsiderar posturas y conceptos.
La práctica de esta posibilidad abierta de manifestarse tampoco conlleva necesariamente impugnar o desacreditar otras formas de concebir las cosas. Pensar libremente también es un modo de expandir, modificar, perfeccionar, argüir más sustancialmente, un asunto expuesto; por lo que acrecienta el bagaje de ideas, opiniones y criterios en circulación, y ofrece a disposición de la opinión pública un caudal más amplio de opciones para discernir y discurrir.
Muchas veces se confunden los conceptos de libertad de expresión y pensamiento crítico. Debe tenerse en cuenta que el primero se refiere básicamente a la no imposición de censura o limitaciones a la comunicación honesta, continua y variada de criterios; sin que comporte necesariamente una actitud crítica. La expresión libre es por esencia proposicional, expositiva, argumentativa.
Por su parte, el pensamiento crítico está dirigido no solo a exponer un asunto, sino a valorarlo de manera concienzuda y argumentada. Por tanto es analítico, reflexivo, refutatorio, encaminado a transformar una opinión o situación que se aprecia como incorrecta o ineficaz. Obviamente, un argumento expresado libremente puede conllevar una perspectiva crítica.
Cuando un pensamiento crítico es fundamentado, lógico y sensato, halla la oportunidad de expresarse sin cortapisas y se convierte en una herramienta eficaz para la formulación, organización e instrumentación de opciones que promuevan el avance de determinadas condiciones sociales, científicas, culturales, económicas, políticas y otras.
El vínculo de la libre expresión con el pensamiento crítico es enriquecedor del flujo del pensar y, sobre todo, del repertorio de posibilidades de solución a los problemas que genera la continua evolución de la sociedad. Por tanto, la libre expresión del pensamiento propende a la dinámica y evolución de las ideas, y permite consensuar vías convenientes para la conquista de determinadas metas.
Es así que la libre expresión de ideas propende al progreso del pensamiento, a su despliegue dialéctico, a su más amplia difusión, a su asunción más activa; así como también a la confrontación de diversos juicios y pareceres de forma que posibiliten hallar siempre mejores proposiciones. Es este sustancioso fluir de ideas, en su más desobstruida ventilación y en su diversa y múltiple interacción, que evoluciona el pensamiento.
Una sociedad que practica, estimula y defiende la libre expresión de ideas, es más consciente, participativa, consensual, dinámica y respetuosa de las diferencias, alentadora de la actitud cívica. De tal modo garantiza un clima ético más sano, que disuelve el ocultismo, la doble moral y el oportunismo; donde las divergencias se resuelven civilizadamente y los que opinan distinto no sean satanizados ni tenidos por adversarios, sino por conciudadanos que reflexionan desde otras perspectivas y bajo otras concepciones. Un debate serio, justo y reflexivo puede conllevar a unos y otros a desarrollar nuevos juicios y conceptos que consoliden un conocimiento más certero y fructífero.
Constreñir a una persona a no poder emitir con total libertad lo que piensa es, además de una infracción de compromisos internacionales firmados por Cuba, una violación de los derechos estipulados en nuestra propia Carta Magna.
Constituye no solo una injusticia contra la libre circulación del conocimiento que impide un mejor intercambio social de sus ciudadanos; es también un acto inhumano, pues priva al individuo del despliegue de sus potencialidades cognitivas, comunicativas y relacionales, por tanto lo elimina de su participación en el desarrollo del proceso social. De tal manera, lo convierte en un recluso de doctrinas ajenas prefijadas y lo excluye de la posibilidad de enriquecer y desarrollar las ideas del ámbito donde hace su vida.
Obstaculizar la libre expresión de ideas es vedar la dialéctica del pensamiento. Obstaculizar la dialéctica del pensamiento es negar el desarrollo del conocimiento. Obstaculizar el desarrollo conocimiento es encerrarnos en las tinieblas de la ignorancia y la parálisis. Debemos romper ese círculo perverso.