La muerte del Sensei y su lengua. El 18 de julio de 2020, tras andarse muriendo de un cáncer de páncreas que lo sorprendió en diciembre, John Lewis, congresista, se fue de este mundo en la tierra del Señor de los Estados Unidos. Murió a los 80 años, siendo uno de los grandes pioneros en la lucha por los derechos civiles y el último organizador con vida de la histórica marcha donde Martin Luther King dio su discurso “Yo tengo un sueño”.
Como para trazar una recta, murió también Lucio Urtubia, el Robin de Locksley español, anarquista de los rampantes con cinco órdenes internacionales de búsqueda y un historial de falsificaciones subversivas para financiar a grupos guerrilleros- la más grande de ellas, por 20 millones de dólares al Citibank– que da mucha envidia.
Casi por coincidencia (¿tremenda?), el mismo día, a las cinco de la mañana, a Daniel Alejandro Muñoz Borrego, ingresado en el hospital Calixto García de La Habana– “El Dany” de “Yomil y el Dany”– le dio, al parecer, un paro cardiaco, lo reanimaron, le dio otro y el Sensei se quedó del lado equivocado a sus 31 años.
Ha muerto, pues, un reguetonero-t-rapero. O un artista. Que tenía, dispersas, una marca de ropa -Sensei-, premios Lucas y Cubadisco, varios discos de género urbano, cien pares de zapatos (dicen), una familia, una hija, un futuro cuarto pintado de rosa para la hija, una nominación a los Billboard, una afición al básquet y una nota póstuma, escueta, donde el Ministerio de Cultura y el Instituto Cubano de la Música ofrecen, en un ejercicio supremo de validación encontrada, “sus condolencias a familiares, amigos y seguidores del artista”.
Además, posts de condolencia de Los Van Van, Carlos Manuel Álvarez, Silvio Rodríguez, Beatriz Batista, Gente de Zona, Jesus Jank Curbelo, Havana D Primera, Diván y el presidente de la República, compañero Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez. (Como si fuera solo decir: “Eso soy, eso valgo”. El capital simbólico medido en reacciones de “Me entristece”)
Al poco rato rompió el misterio: de repente no se sabía de qué había muerto, ni el por qué no había velado la familia el cadáver. La nota oficial habla de una afección cardiovascular aguda, mas medios de prensa privados se refirieron a un paro cardiaco, a un paro respiratorio causado por una trombosis, hasta a un posible error médico.
La nota oficial, además, refiere que “Por decisión familiar, su cadáver no será velado y su inhumación será mediante ceremonia familiar y privada”, pero las acusaciones de foul play rodaron de inmediato, pasando desde que había muerto de COVID-19 y ergo el entierro express hasta el decir que había sido un asesinato del régimen castrista.
Como si la Seguridad del Estado, tan ocupada siempre, tuviera ahora en su top ten de prioridades, justo entre “Desacreditar desde perfiles falsos a Mónica Baró comparándola con Yoani Sánchez” y “aplaudir que el exilio de Miami (en esos momentos de anti-lucidez provocados por el macabro entrechocar de huesos de su propia extinción) nos haga el trabajo sucio con Harold Cárdenas”, el “Matar a El Dany porque no le dedicó “Doping” a los CDR”.
Alex Otaola, influencer cubano, publicó una foto terrible donde se ve al Sensei Dany acostado en una cama de hospital, con la melanina ida, un respirador de su nariz a una supuesta bomba de oxígeno, saludando a la cámara del celular sin poder sonreír, haciendo el gesto tenue de la V de Victoria con la mano izquierda.
Corolaba Otaola su post con un “Sigan creyendo que están seguro(s) en el sistema médico cubano. ¡Mañana Puede ser cualquiera!”. Más allá de lo brutal rojo de la publicación de Míster Turbante y la “inaudita ortografía” de sus seguidores, vale constatar que la muerte del Dany ha generado muy pocas indiferencias.
Pues bien, ha muerto un reguetonero-t-rapero. Uno de la farándula. Un burgués, quizás. Cubano, encima negro, nacido en Cayo Hueso. Padre de familia.
Y parece que vamos a tener que hablar de reguetón.
El Dany era defensor de un estilo de música, empecemos por ahí, que tiende a la repetición- que no puede escapar de la repetición, o la hace obvia. En sus repeticiones, el Sensei no lograba nunca el culmen estético que ahora parecen exigirle sus detractores.
No era necesario, en tanto la función del reguetón-trap no es lograr picos de belleza, o no ha de entenderse así en tanto el arte, como satisfacción de un signo esteta, no puede medirse según el ángulo solitario de, por poner un ejemplo, los que le metemos a Howlin Wolf o escuchamos a la Trovuntivitis mientras escribimos para La Joven Cuba. ¿Cómo negar que el que lloró al enterarse de la muerte del Sensei alcanzara su propio orgasmo estético escuchando “Si mañana amanece”?.
¿Por qué Silvio Rodríguez, que representa la mitad sonora del patrimonio-mito artístico de Cuba, escribió un post lamentando la muerte del Dany, incluso cuando no le concediera el título de “artista”? ¿Se droga, el Silvio? ¿Tanto guitarreo le ha mermado el pulso? ¿Debiera de ver más La Pupila Asombrada?
Si el problema pasa por calificar al Sensei de artista, pues habría que apuntar que dicho epíteto se lo ha concedido no solo Otaola, ni Alexander Abreu, sino el Ministerio de Cultura y el Instituto Cubano de la Música mismos. Si hay un problema, no pasa por el legendario Buen Gusto del legendario Pueblo, sino por las políticas culturales- y las mañas ideológicas adyacentes- que ha trazado la gubernatura partidista nacional.
Cuando el reguetón pasó a ocupar el lugar privilegiado permitido en el imaginario nacional que primero ocupara la salsa y luego se disputara el rap -del cual el género urbano que defendía el Dany, sobre todo en sus variantes de trapton y reparto, es legatario directo en tanto intento de las formas de una crónica social- no fue por mera casuística. El pretender ahora ofenderse porque se llore al Dany, habla más de la carencia de valores democráticos de ciertas “elites” depauperadas y sus aspirantes, que de un sentir del tiempo nacional, un rasgar de vestiduras ante la desgracia de que Oh La gente ya no escucha a Santi Feliú.
El hecho es obvio, y jode: El Dany conseguía dialogar con la juventud cubana, con la marginalidad cubana, con la clase baja cubana -en tonos de sinceridad casi absolutos– los cien pares de zapatos, el tener una visa como logro extraordinario, la realidad del “quien paga manda”-presentándoles un modelo de futuro posible que, amén de su empaquetamiento madeAfuera, sigue representando hoy una alternativa- supuestamente no ideológica- a la realidad física de la Isla, que sigue teniendo más que ver con la construcción-y-contracción mítica del castrismo y su imaginario opuesto, que con cualquier utopía de izquierda- en otras palabras, tiempos más de post-comunismo que de continuidad.
También hay, en todo esto, una presunción bastarda que resulta incómoda alumbrar: el creer al reguetón como fenómeno de ovejas idiotas con tal mal gusto, las mismas que creen que de verdad el castrismo existe/es defendible: la élite izquierda-cabra, que cita sin saberlo a Sir Terry Pratchett cuando escribiera que “las ovejas son estúpidas, y tienen que ser empujadas. Pero las cabras son inteligentes, y necesitan ser guiadas.”
Por otra parte, está la exigencia de que un artista- sea lo que sea semejante ser raro- tenga, además de una lengua estética, otra política. Otra vez toca señalar lo evidente de que el Sensei no era precisamente un Aldeano, aun cuando bebiera de sus mieles. Era nada más y nada menos que un reguetonero-t-rapero, y esa elección ha de medirse hasta donde pueda alcanzar.
En la exigencia del “muéstrame tu lengua política” terminamos creando un signo mitológico: el del reguetonero-como-redentor- como si el Choco, digamos, tuviera ahora que elegir entre salvar la Patria o sacar “Bajanda 3” o leerse a Carlos Manuel Álvarez cuando dice que “la única lengua con la que el artista puede hablar tanto en vida como después de muerto, y la única lengua que debería importarle, es la lengua estética, y ya la reinvención de esa dicción específica, ya la conciencia de que hay que intentar la variación incesante del idioma de la belleza, aunque ese intento le conduzca al fracaso, convierte al artista en un actor muy político que no ha abandonado el tablero de la Historia.”
Digamos que sospecho que el arte (¿contemporáneo?), más allá del ángulo estético, pasa por cómo se lo trague el emisor. El que Yomil y el Dany puedan representar para su público la satisfacción de exigencias artísticas o espirituales apunta que, en estos tiempos de post-algo, el arte se vuelve otra vez un reflejo especular de las audiencias, trastocada en lo que represente como producto cultural que pueda, en la medida de lo posible, dialogar con las hambres del público.
El signo de un artista del reguetón-trap: su dimensión estética no pasa por lo que cantan (que es tan solo un producto tan pop) sino por lo que hacen después: cómo representan un ideal del éxito, cómo hacen activismo social, cómo se mueven en el presente, cómo en-tre–tie-nen. El mismo caso de Bad Bunny, la importancia más allá del punto mp3- porque su música compactada le permitió montar una revuelta en Puerto Rico-y eso no lo hará Raúl Torres, vaya.
En ese sentido, que para Yomil y el Dany se manejen los códigos del arte como clasificación premonitoria representa lo mismo que decir a Carlos Manuel Alvarez escritor peso pesado de novelas: una apuesta al futuro más allá de lo estético)
El 18 de julio de 2020, en Cayo Hueso, se reunió una multitud de gente que, con las luces de sus teléfonos y una maqueta a escala, se pusieron a cantar bajo la noche. Después o antes llovió. Alguien en Facebook pedía, tan solo, una lluvia, “una lluvia fula para El Dany”.
“Gente queriendo ser yo y yo escapando de mí”, escribió en una de sus últimas publicaciones en redes sociales- lo que nos legan los pedazos virtuales. El Sensei tenía una marca de ropa, y sintaxis.