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Chile 1

Chile, a la izquierda de las izquierdas

por Diosnara Ortega 20 mayo 2021
escrito por Diosnara Ortega

La noticia más importante de la semana en la región estuvo protagonizada por Chile con su histórica votación del fin de semana pasado, donde se celebraron, en dos jornadas, tres importantes elecciones: las municipales de alcaldes/alcaldesas y concejalas/es, las de Gobernadores/as Regionales, y las elecciones de constituyentes a la Convención que redactará la nueva Carta Magna. Estas dos últimas, nuevas en la historia electoral y constitucional chilenas. Conversemos sobre una de ellas.

¿Por qué es tan importante la elección de Constituyentes en Chile?

La elección de la Convención Constituyente marca un hito en la historia del constitucionalismo nacional y mundial y en la tradición política de Chile. En primer lugar, mediante ella se redactará una nueva Carta Magna que pondrá fin a la Constitución de 1980 y sus más de cincuenta reformas.

El hecho de que el mecanismo sea mediante una Convención Constituyente, con plebiscito de entrada y salida, le otorga la mayor legitimidad democrática en la historia de las constituciones chilenas. Por otro lado, la promulgación de la Ley 21200, el 23 diciembre 2019, permitió modificar ampliamente las condiciones para la reforma constitucional, especialmente en lo referido al procedimiento en tal sentido y a la conformación de la Convención Constitucional o Mixta. 

Los tres principales logros fueron: (1) la paridad de género dentro de la Convención, que la convierte en el primer órgano constituyente que logra este requisito dentro del constitucionalismo a nivel mundial. (2) Se lograron 17 escaños reservados para los pueblos originarios, que es un conflicto central dentro del Estado chileno y su sistema de representación política. (3) Se aprobó la existencia de listas de candidatos independientes, dentro y fuera de listas/pactos y partidos.

Para mantenernos entretenidos

Todo ello ha sido consecuencia de un conflicto social entre ciudadanía, gobierno y fuerzas políticas partidistas —tanto oficialistas como de oposición—, que puso al país, en octubre de 2019, en una situación de crisis política e inseguridad inéditas desde el fin de la dictadura. El estallido social del 2019 tuvo como incentivo inmediato el alza en treinta pesos al pasaje del metro en horario punta, pero su origen fue la acumulación de treinta años donde la desigualdad social creció, el Estado se mantuvo y fortaleció como un Estado subsidiario.

Cabe mencionar que veintitrés años de estas tres décadas estuvieron bajo los gobiernos de la Concertación (1990-2010) y la Nueva Mayoría (2014-2018), las izquierdas oficialistas chilenas.

La elección de Constituyentes fue el resultado de una salida institucional y democrática a una situación de conflicto social y político bajo un estado de excepcionalidad constitucional, decretado por el presidente de la República el 19 de octubre de 2019. El Acuerdo por la Paz y la nueva Constitución, firmado el 15 de noviembre del propio año por partidos políticos, tanto de derecha como izquierda, así como por diputados a nombre individual, posibilitó no solo la desescalada del conflicto, sino abrir en modo histórico la opción de refundación política del país.

Estas son dos de las enseñanzas que Chile deja a la democracia: (1) cómo ante la agudización del conflicto, llegados a un nivel de militarización y de suspensión de los derechos constitucionales, la política y la institucionalidad siguieron siendo una vía de resolución. (2) Se trata sí, de una política en que las partes están dispuestas al diálogo y la negociación, donde no se excluyan y donde los partidos siguen teniendo un rol central en el curso de la sociedad. «La calle» marcó una ruta, el gobierno dispuso la suya, pero los partidos salvaron al país de ambos extremos.

Protesta-Chile

Durante las protestas de 2019 uno de los reclamos fue el de dotar al país de una nueva constitución (Foto: Portico)

Si se tienen 155 constituyentes elegidos democráticamente, 48 de los cuáles obtuvieron sus escaños organizados en listas de independientes, esto es, sin afiliación partidista; se debe fundamentalmente al rol que tuvieron los partidos, que se la jugaron la larga noche del 15 de noviembre de 2019.

Es un dato que no podemos menospreciar y que permite: 1- no sobredimensionar el liderazgo de los/as independientes; 2- no minimizar el peso que continúan teniendo los partidos en la política dentro del país, aun cuando se trate de partidos en crisis, con problemas serios de liderazgos, de recambio generacional y corrupción, entre otros. Pero son partidos dispuestos a negociar entre extremos.

Un resultado no menor, fue que el Partido Demócrata Cristiano —partido bisagra en la transición a la democracia y que gobernó durante toda la década del noventa—, logró solo 2 escaños dentro de la Convención, uno de ellos el correspondiente a Fuad Chaín, su presidente, quien acaba de renunciar a la jefatura del Partido la noche del pasado 18 de mayo.

Por otro lado, el Partido Socialista consiguió 15 constituyentes de los 25 escaños alcanzados dentro de la Lista del Apruebo, que nucleó a los partidos de izquierda, menos al Partico Comunista (PCCH), al Frente Amplio (FA) y a la Federación Regionalista Verde Social (FRVS) (Lista Apruebo Dignidad), esta última con 28 escaños.

Listas, pactos y partidos: una fórmula más democrática

Uno de los aprendizajes que Chile nos deja en estas elecciones y su proceso constituyente, es la posibilidad de reinventar fuerzas y fórmulas que salven a la democracia, incluso cuando ello implique poner en crisis a ciertas instituciones o actores. La historia demuestra cómo la democracia y los derechos colectivos deben estar al centro de la vida política y la institucionalidad, y no viceversa. Se puede y se debe sacrificar al Partido pero no a la Democracia. Se puede y se debe sacrificar el Programa pero no el Proyecto.

Las réplicas que estamos observando tanto dentro de los partidos de la derecha, como de la izquierda y la centro- izquierda, evidencian la efectividad de estas nuevas fórmulas para incluir nuevos actores y lograr que las instancias decisoras se parezcan más al país real. La Convención ha instalado con fuerza constituyentes jóvenes, acorde con quienes lideran el recambio político en Chile (15 escaños lo ocupan jóvenes entre veintiuno y treinta años, y 62 escaños están en el rango etario de treinta y seis a cuarenta y cinco) y con una presencia de casi el 50% de mujeres.

Las luchas por las reivindicaciones

La opción de producir listas y pactos que permitieron la inscripción de candidatos/as constituyentes tanto desde los Partidos como independientes de estos, dio cabida a una ciudadanía que no se reconoce dentro del esquema duopólico de la política ni tampoco dentro de terceras fuerzas, por el principal hecho de que el «partidismo» acumula un descrédito social importante.

Se suma a ello el hecho sociológico de que, en contextos de grandes movilizaciones políticas, los movimientos sociales y demás actores emergentes que suelen identificarse simbólicamente como «la calle», se constituyen como ese actor de resistencia expresión pura del pueblo. Pero ojo, es solo un momento, como dice la canción.

Optar por la vía de la institucionalidad política representativa o de «la calle», es siempre una actitud excluyente, en la que uno de los polos es negado a priori por el otro. Chile cuenta con una larga trayectoria de polarización y de sus costos. La vía chilena al socialismo, aun cuando radical para los sectores que promovieron su desaparición, fue precisamente un ejemplo de esa izquierda que buscó —por la fórmula democrática, pacífica y del diálogo/negociación con sectores ideológicamente diversos —, la refundación del pacto social.

Los resultados de las Listas, Pactos, Partidos y Constituyentes independientes dentro y fuera de ellos en las pasadas elecciones, muestran un pluralismo político que evidencia la crisis de los partidos políticos, no así de la pluralidad de pensamiento y proyectos políticos y sociales.

Chile

Elaboración propia. Fuente: Datos SERVEL

Chile se coloca nuevamente en la historia dando cuenta de cómo la salida democrática es posible ante el antagonismo y la polarización extremos. Vuelve a decirle a esa izquierda dura, que abrirse a las demandas sociales y políticas de la ciudadanía, de movimientos y organizaciones de base, puede poner en riesgo la institucionalidad política, y de hecho lo hace, pero no al campo político. No todos los pobres son democráticos y no todos los ricos son autoritarios, no todos los independientes son de izquierda y no todos los constituyentes asociados a Listas y pactos con base en los partidos traicionarán «la calle».

La política hace mucho desbordó a los partidos. Solo insisten en la fórmula de crear más partidos aquellos países donde tienen una deuda con ello, pero la verdad es que la política se juega ya hace mucho desde otras canchas.

Las izquierdas que insisten en la fórmula del partidismo como única vía, o peor, del Partido único, deberían escuchar si, como Chile, quieren sobrevivir al terremoto que tarde o temprano se impone. Lo peor/mejor en todo caso no es el terremoto, son las réplicas que siguen.

20 mayo 2021 40 comentarios 2.901 vistas
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Desterrada

Desterrada

por José Manuel González Rubines 25 marzo 2021
escrito por José Manuel González Rubines

Hace hoy una semana, a Karla María Pérez González la convirtieron en una desterrada. Si bien en Cuba esa categoría no inicia con ella, la tiene por su víctima más renombrada en los últimos tiempos. En su caso no fue suficiente con que le atribuyeran los calificativos usuales –mercenaria, apátrida, gusana y cualquier otro de los que alimentan esa jerga siempre a mano– y prefirieron dejarla fuera de su país sin que mediaran resoluciones, cargos o procesos legales.

La joven cienfueguera de veintidós años había comenzado su camino al destierro cuando fue expulsada de la Universidad Central «Martha Abreu» de Las Villas por publicar en el blog de una organización opositora al gobierno. Debido a eso, hace cuatro años, se fue a Costa Rica a cursar la carrera de Periodismo. Antes del 18 de marzo pasado, −fecha en que quedara en un limbo migratorio en el Aeropuerto Internacional de Tocumen, en Panamá, que la llevara a solicitar asilo en el país del que venía−, Karla era, para la mayoría de los cubanos, una desconocida.

Ese mismo día, y en los sucesivos, la prohibición de su entrada a la Isla, consiguió crear lo que los voceros oficiales han catalogado de «show mediático». Pero, ¿quién lo armó?, ¿qué intereses pueden existir detrás del mismo?

La palabra show es un préstamo del inglés y significa espectáculo. El término mediático remite a la idea de que ese acto no tiene lugar en los escenarios de un cabaret, sino en los medios de comunicación.

Desterrada

Karla María Pérez González en el Aeropuerto Internacional de Tocumen, Panamá. (Foto tomada del perfil de Facebook de KMPG)

Los voceros oficiales culparon a los medios extranjeros e independientes –¡novedad!– de hiperbolizar con fines políticos un hecho puntual que tuvo a una ciudadana cubana como protagonista. Sin embargo, la parte acusatoria no ha explicado aún las razones y medios legales para sancionar a una persona sobre quien no pesaba cargo alguno, a quien no le había sido notificada la prohibición de entrada al país y que, incluso, poseía su pasaporte debidamente prorrogado por las autoridades migratorias de la Isla y la reservación en un hotel donde pasaría la cuarentena –ambas cosas indican que además de desterrada, fue también estafada.

Las razonas esgrimidas por la directora general de Prensa, Comunicación e Imagen del Minrex, para el destierro son, en esencia, que la «intención de reinstalar a Karla en el país cumplía propósitos subversivos», dado que ella es un «instrumento y no es la primera vez que es utilizada para este tipo de manejos y acciones fuera de la ley y desestabilizadoras contra Cuba».

Sin embargo, hasta la fecha no consta en el expediente de la muchacha cargo alguno por el que haya sido procesada, como ya se dijo. Por tanto, es válido concluir que el castigo en este caso ha sido impuesto no por un delito consumado, sino por la posibilidad de que se consumara. «Prevenir es mejor que lamentar», parece haber sido la máxima seguida.    

Como cualquier país, Cuba regula la entrada por sus fronteras, pero privar a un ciudadano cubano de la posibilidad de regresar a su patria no es facultad de un funcionario, sino que debe hacerse mediante un proceso judicial, como está establecido en el artículo 94 e) de la Constitución de la República[1], cuyo resultado sea notificado de manera oficial, no mediante una declaración televisiva o una directa de Facebook. La ley no es patrimonio de la burocracia del que se pueda disponer a capricho, pero ese análisis jurídico ya ha sido hecho brillantemente antes[2].

El show

En torno al tema ciertamente se montó un espectáculo, pero lo curioso es que, contrario a lo que se afirma, no fueron los medios extranjeros ni los independientes los que concibieron la coreografía.

La primera condición para que se produzca uno de estos escándalos que se han tornado tan comunes, es la existencia de un hecho explosivo que lo detone. ¿Quién prohibió a una muchacha casi desconocida la entrada a Cuba después de haberle aprobado todos los permisos necesarios para viajar? Ahí está la génesis. Después vienen las oscuras declaraciones de funcionarios –con manipulaciones para enredar la madeja y un discurso que solo tocó el tema central de forma tangencial ante la imposibilidad de explicar lo inexplicable– y, finalmente, la llegada al estrellato definitivo: el momento en que los medios oficiales se involucran. Pero, ¿por qué?

En política todo debe verse en una relación costo/beneficio. ¿Qué se ganaba desterrando a esta muchacha, recién graduada, con una historia de expulsión de la Educación Superior cubana que ya casi nadie recordaba, y sin liderazgo demostrado? Si era parte de las «estrategias de golpe blando», como se dijo en un inicio, blando entonces es el sistema que deba su estabilidad a que una joven sin antecedentes entre al país. Si se tenían noticias de que pensaba atentar de alguna manera contra el Estado cubano una vez dentro, pues existe un Código Penal y los suficientes tribunales para juzgarla.

Como no creo factibles ninguna de esas posibilidades, se me ocurren cuatro explicaciones –podrían perfectamente ser diez o quince, pues resulta imposible saber qué se esconde bajo la manga de cualquiera de los que moran en las alturas del poder– a una actuación que, además de arbitraria, se me antoja rara por desmesurada y cuyo costo político a primera vista parece tan negativo, pero que se inscribe en una serie de hechos de índole similar. 

La primera explicación es la más obvia: se actuó de esa manera por torpeza, crueldad o bravuconería –o todas juntas. Podría ser la decisión errada de un alto funcionario que no se rectificó para no demostrar titubeos o la de algún representante de un sector del poder, de cuyas fracturas no conocemos nada, que opta por la línea dura del estalinismo. Podría explicarse de este modo tamaña chapucería, mantenida para no demostrar fisuras.

La segunda va al otro extremo, al de la teoría de la conspiración, y se inscribe en una tesis que señalé en otro artículo aquí publicado el mismo día que sucedieron los hechos: puede ser un golpe contra el sistema y lo que le resta de credibilidad, gestado desde dentro del sistema mismo.

«Yo soy cubano»

Existen indicios de que algo así pueda estar sucediendo, dado que se han comenzado a dinamitar las bases simbólicas que sustentaron por años el discurso político de la Revolución: la preocupación por el bienestar de los ciudadanos –Estado paternal que atiende la salud, la seguridad social, que escucha las quejas y peticiones de sus hijos–; el respeto por la historia y los veteranos; el consenso –real o aparente–; el uso de la violencia por parte de cuerpos militares uniformados –resalto el término uniformados– para reprimir sin temor al escarnio público. Si este fuera el caso, no lo sabríamos hasta dentro de unos años, cuando algunos de los actores implicados lo confiesen satisfechos.

Otra de las explicaciones posibles es que tales determinaciones se tomen pensando, honestamente, en que redundan en bien de la nación; no obstante, confieso que me resulta complejo entender la lógica que se mueve detrás de esta posibilidad. No es falso, y no lo ha sido nunca, el escenario hostil en el que se encuentra inmersa Cuba, que no solo padece el bloqueo/embargo, sino también agresiones de tipo político; pero esta sería una débil justificación en un caso como el que nos ocupa.

Si tomáramos a un clásico de la política, que desde la lejanía del Renacimiento italiano aún dicta cátedra, se entendería una actitud como esa; sin embargo, para ello primero debemos despojarnos de todo el ideario ético y espiritual heredado de nuestro Martí. Dice Nicolás Maquiavelo que «en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad».

La última de las posibilidades que identifico es también maquiavélica. Para explicarla debemos remitirnos a hechos del pasado reciente. ¿Qué hubiera sucedido si en lugar de dejar esperando hasta la madrugada a los artistas e intelectuales que se congregaron frente al Ministerio de Cultura el 27 de noviembre –por no hablar de cordones policiales, arrestos domiciliarios o uso de gas pimienta–, el presidente de la República hubiera ido personalmente a escuchar qué tenían que decir, cuáles eran sus inquietudes?

No sería nada nuevo, pues todavía están frescas las imágenes de Fidel aplacando, sin arma alguna, a quienes se manifestaban de forma violenta durante el Maleconazo, en agosto de 1994. Seguramente el escenario de cultura e intelectualidad sería menos peligroso para la integridad física del actual jefe de Estado.

A pesar de ello, desde ese 27 de noviembre y hasta hoy se ha optado por algo diferente y sumamente peligroso. El Estado/Gobierno se ha encerrado en una atalaya desde la que vigila y castiga. Siendo David en las relaciones internacionales, se yergue cual Goliat bravucón en el trato con su ciudadanía.

La envergadura de este otro 27 de noviembre

Siguiendo esta lógica se llega a la conclusión de que la medida tomada contra Karla –así como las detenciones arbitrarias, las expulsiones de centros de trabajo, los actos de repudio, los linchamientos mediáticos, etc.– tiene sus miras mucho más lejos. Ella fue solo una oportunidad bien aprovechada para hacer una demostración de fuerza a una sociedad civil cada vez más presente y articulada. No era suficiente con regular a un grupo la salida del país, sino que ahora también se puede prohibir la entrada a quienes están fuera. Es una espada de Damocles que pende sobre cualquiera que salga de la Isla.

Dignidad desterrada

Se ha intentado poner en práctica –y el caso de Karla Pérez es ilustrativo al respecto–, la máxima de Maquiavelo de que «(…) la ofensa que se hace a un hombre debe ser tal que le inhabilite para hacerlo temer su venganza». Solo que, para ello, en el camino también se ha ofendido e inhabilitado una Constitución en cuya discusión y aprobación participamos muchos.

Aun cuando tiene evidentes sombras y contradicciones, debe ser el deseo de que Cuba se constituya en Estado Socialista de Derecho lo que prime en las políticas públicas de nuestro gobierno. Quizás ahora, más holgado de tiempo después de haber discutido su tesis doctoral, el presidente Miguel Díaz Canel pueda ocuparse de estos asuntos que competen al Estado que dirige.

Intentar impedir desde el poder la exigencia de derechos constitucionales y humanos por parte de la ciudadanía es un método que ha demostrado ser fallido. El efecto de este deseo de estrangular la sociedad civil generalmente redunda en una articulación y radicalización que crea enemigos donde antes había posturas reformistas. Léase con cuidado la historia de Cuba y se encontrarán muchos ejemplos de eso.

Todos tenemos derecho a volver a casa

La acumulación de errores políticos, independientemente de las causas que los provoquen, es nefasta para cualquier gobierno pues mina la base de credibilidad y ata su accionar. Cualquier gota puede ser la que colme el vaso. Con estas decisiones que se han sucedido una tras otra, no necesita la CIA tener espías aquí, ni la NED destinar un solo dólar a la subversión. Flaco favor le hacen a Cuba, a los ciudadanos y al propio gobierno que representan.

En medio de este campo de batalla donde cualquiera puede resultar una víctima, no debe olvidarse –a veces la política diluye esa realidad– que hay personas que cargan a cuesta como una cruz muy pesada los resultados de esos errores que rara vez se rectifican y por los que nunca se pide perdón.

Sin ánimos de parecer inocente ante las muchas implicaciones que tiene asumirse como sujeto político, no puede desconocerse que la desterrada no fue solo una opositora al gobierno, sino una muchacha que no pudo abrazar a sus padres que la esperaban después de cuatro años; quien sufrió un acto de repudio no fue solo una activista, sino una madre que difícilmente logró calmar a sus hijos ante la turba que les gritaba las peores ofensas; el médico que no pudo regresar no es un desertor, es una persona que quizás tenga familia y que optó por una camino diferente y no por ello, menos legítimo.

La confrontación es una apuesta peligrosa. Transitar dejando víctimas y dignidades humanas laceradas es más efectivo que cualquier campaña mediática para desvirtuar un proyecto que pretenda ser humanista. No bastan las buenas intenciones declaradas desde el discurso si no se acompañan además de prácticas que dignifiquen al ciudadano como soberano y razón de ser de un Estado. Es difícil mantener la fe cuando el medio es tan hostil. Una nación fracturada carece de las fuerzas para enfrentar los peligros que la acechan desde fuera y se recompone con lentitud y trabajo esmerado. No parece ser halagüeño el horizonte, pero como diría Heredia en su desgarrador Himno, «elevemos los ojos al cielo, y a los años que están por venir».

***

[1] Artículo 94. Toda persona, como garantía a su seguridad jurídica, disfruta de un debido proceso tanto en el ámbito judicial como en el administrativo y, en consecuencia, goza de los derechos siguientes: e) no ser privada de sus derechos sino por resolución fundada de autoridad competente o sentencia firme de tribunal.

[2] Comparto los links a los análisis realizados por Julio César Guanche, Harold Bertot y Eloy Viera.

25 marzo 2021 43 comentarios 6.857 vistas
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Estados Unidos y el financiamiento a grupos políticos en Cuba

por Samuel Farber 17 febrero 2021
escrito por Samuel Farber

El ataque al Capitolio de Washington el pasado 6 de enero puso en relieve la existencia de fuerzas importantes de la extrema derecha en los Estados Unidos, dispuestas a violar el orden constitucional norteamericano en aras de su racismo y su resentimiento antiinmigrante. Esta fue la razón fundamental por la que una amplia gama de instituciones e individuos normalmente adversos a la protesta política, se unieron en un rechazo tajante y público contra ese ataque.

Conforman una lista que incluye a la influyente representante conservadora Liz Cheney, quien ocupa el tercer lugar en el poder de la jerarquía republicana en la Cámara de Representantes, y que comparte la dura agenda imperialista y conservadora de su padre, el «gran halcón» Dick Cheney, el vicepresidente bajo George W. Bush que jugó un papel fundamental en la invasión y destrucción de Irak.

También incluye a la muy poderosa y conservadora Asociación Nacional de Fabricantes (por sus siglas NAM, de National Association of Manufacturers), representante de las más importantes corporaciones industriales estadounidenses, que de manera pública y en términos claros y contundentes, responsabilizó a Donald Trump y lo repudió por incitar el ataque.

Tanto la NAM, como la Cheney y sus aliados son parte del coro que anteriormente había aplaudido a Trump, entre otras cosas, por haber reducido de forma significativa la carga de sus impuestos y eliminado, de un plumazo, reglamentos para proteger el medio ambiente, la seguridad laboral y el bienestar de los trabajadores y las minorías raciales.  Se unieron —repito— para defender el orden constitucional norteamericano. Pero no para defender la democracia.

Desde luego que el orden constitucional incluye elecciones y derechos democráticos importantes. Pero estas fuerzas conservadoras, ahora unidas en la defensa del orden constitucional, han usado y siguen usando a la Constitución para promover sus intereses políticos y económicos, no para defender y mucho menos para expandir los derechos democráticos a todos. De hecho, han sido parte de las fuerzas que han tratado de limitar esos derechos.

En las últimas décadas, y aún más durante estos últimos años, en los Estados Unidos se ha dado una lucha democrática para proteger el derecho al sufragio a medida que la composición racial y étnica del país se ha diversificado y, por lo tanto, tornado menos blanca. Como las elecciones en este país son generalmente administradas por los estados, los blancos conservadores que gobiernan en la mayoría de estos han recurrido a todo tipo de artimañas para obstaculizar el sufragio minoritario.

Estas medidas incluyen la reducción de lugares para votar, del número de urnas en los barrios pobres minoritarios y de los días y horas durante los cuales se puede ejercer el derecho al voto, así como las purgas de las listas electorales de ciudadanos que por algún motivo no ejercieron el voto en una o más elecciones, la negación del derecho al voto a ex presos, y muy especialmente lo que en los Estados Unidos llaman «gerrymandering».

Este término se refiere a la práctica común de los políticos que controlan las legislaturas estatales de trazar las líneas limítrofes de los distritos electorales (tarea que solo en unos pocos estados se le asigna a una comisión independiente) con el fin de minimizar las posibilidades de la oposición –mayormente del Partido Demócrata–, en especial para disminuir el poder político de las minorías étnicas y raciales y de los liberales.

Es una práctica muy antigua que consiste en concentrar dentro del menor número posible de distritos electorales, a cierto tipo de grupos, como los afroamericanos y ciudadanos de origen latinoamericano, que tienden a votar por el Partido Demócrata.

Esto resulta en un menor número de representantes electos por esos grupos, comparado con la mayor cantidad escogida por los blancos republicanos distribuidos en más distritos electorales. Por lo tanto, en un estado como Wisconsin, por ejemplo, los Demócratas tienen que obtener mucho más que la mayoría de los votos para también tener mayoría en la legislatura estatal.

La NAM jamás ha dicho ni hecho nada para defender los derechos democráticos de esas minorías. Y los Cheneys –padre e hija– han apoyado, junto con sus congéneres conservadores, todas esas prácticas antidemocráticas. Si a esta alianza para defender el orden constitucional no le interesa la defensa de la democracia dentro de los Estados Unidos, mucho menos le importa oponerse a los propósitos sistemáticamente injerencistas de la política exterior estadounidense, sea en Iraq, Afganistán, Yemen o en Latinoamérica.

El imperialismo norteamericano ha contado con el apoyo no sólo de la extrema derecha, sino también de una amplia gama de conservadores y de liberales. El caso de la guerra de Vietnam es muy ilustrativo. Muy pocos de los individuos del llamado «Establishment», tanto Republicanos como Demócratas –Lyndon Johnson, el presidente que más impulsó la guerra, era Demócrata–, se opusieron a la contienda hasta que ocurrieron dos cosas: 1) se hizo cada vez más evidente que era muy poco probable que los Estados Unidos venciera la resistencia vietnamita y ganara la guerra; y 2) el movimiento antibelicista, y contra el servicio militar obligatorio, de donde provenía el grueso de las tropas, creció rápidamente.

 Este movimiento, junto con el de los afroamericanos en pos de la igualdad racial, contribuyó a crear una situación interna insostenible. Fue solo entonces que los periódicos y estaciones de TV, principales medios de comunicación, junto con otras fuerzas del «Establishment», comenzaron a demandar el fin de la intervención armada norteamericana en Vietnam, que durante una época llegó a contar con más de medio millón de tropas.

Lo que le interesa a las corporaciones capitalistas representadas por la NAM y a las otras fuerzas del status quo norteamericano es la estabilidad que el orden constitucional le ha brindado al país por más de dos siglos, con algunas excepciones importantes como la Guerra Civil de los 1860s. La previsibilidad y la certidumbre son factores clave para la inversión capitalista, así como lo es la existencia de un sistema legal confiable e independiente de los gobernantes de turno para asegurar el cumplimiento de los contratos. Estas características del sistema son sagrados para el capital y sus partidarios.

Es por eso que si por un lado, los capitalistas y norteamericanos ricos aprobaron y se beneficiaron de las políticas tributarias y reguladoras de Trump, por el otro lado le fueron retirando su confianza por su imprevisibilidad, sus amenazas al sistema electoral, la arbitrariedad de muchas de sus decisiones y su cercanía a los grupos de extrema derecha, que en su conjunto promovieron una creciente inseguridad e inestabilidad política en el país.

No en balde, 60% de las contribuciones monetarias del gran capital en las elecciones del 2020 fueron destinadas al apoyo a Biden y no a Trump. Es cierto que ha habido situaciones históricas de crisis, donde una buena parte del gran capital se ha desesperado y decidido apoyar a la extrema derecha, como fue el caso de la república alemana de Weimar a fines de los años veinte y principios de los treinta.

Pero pese a los graves problemas económicos actuales, la situación existente en los Estados Unidos dista mucho de ser tan extrema como en el caso de Alemania durante la Gran Depresión y, por lo tanto, el gran capital al menos por ahora ni necesita ni quiere ese tipo de «solución» a sus problemas.

El 6 de enero y la sociedad civil

Como era de esperar, un gran número de organizaciones de la sociedad civil norteamericana condenaron categóricamente el ataque al Capitolio del 6 de enero, incluyendo la Unión Americana por las Libertades Civiles (por sus siglas ACLU, de American Civil Liberties Union), muchos sindicatos obreros y hasta la conservadora Legión Americana (American Legion), la organización más conocida de veteranos en los Estados Unidos.

A ellas se unieron otro tipo de organizaciones, como Freedom House y la NED (National Endowment for Democracy) que dependen principalmente del gobierno norteamericano para sus finanzas. Estas organizaciones no son parte de la sociedad civil, un término que sólo incluye a quienes no están asociados con y son independientes del Estado.

Freedom House y la NED –que de hecho fue fundada en 1983 por una ley aprobada por el congreso–, son parte de una estrategia «suave» –«soft power»– que el gobierno norteamericano usa para proyectar su influencia en otros países, incluyendo su concepción de lo que es y debe ser la democracia, de la cual por lo menos implícitamente excluye cualquier noción socialista, antiimperialista y radical. La estrategia «suave» es por naturaleza de índole persuasiva y se concentra especialmente en los campos de la cultura y de la ideología.

Esa es su esfera de acción, a diferencia de la estrategia de «mano dura» de la CIA y de las fuerzas armadas norteamericanas, como en el caso de sus intervenciones en América Latina –el derrocamiento de los gobiernos democráticamente electos de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, y de Salvador Allende en Chile en 1973–. También fue el caso de Playa Girón en 1961, así como de los numerosos atentados terroristas llevados a cabo en suelo cubano durante varias décadas.

En el caso de Cuba, muchos de los apoyos de Washington para implementar estrategias de «mano dura» en la Isla han sido y siguen siendo transmitidos a una variedad de grupos e individuos a través de la Fundación Nacional Cubano-Americana (Cuban American National Foundation). A lo largo de su historia, la Fundación ha seguido una política de apoyo a una gran diversidad de grupos que incluyen a muchos de índole terrorista.

Por supuesto, esta distinción entre la estrategia «suave» y la de «mano dura» se aplica también, mutatis mutandis, a las operaciones del gobierno cubano. Las estrategias de, por ejemplo, el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP) son diferentes de las de la Seguridad del Estado, aunque ambas organizaciones estatales comparten el propósito de perpetuar el régimen antidemocrático imperante en la Isla.

La sociedad civil norteamericana y Cuba

Es de suma importancia distinguir las organizaciones como la NED y Freedom House, que son financiadas por el estado norteamericano, de las que no lo son y que, por lo tanto, pueden ser consideradas como legítimas de la sociedad civil norteamericana. Este es el caso de, por ejemplo, la Open Society Foundations dirigida y mayormente financiada por el multimillonario liberal George Soros, y del Human Rights Watch, la organización principal de derechos humanos en los Estados Unidos. Estas son independientes del estado norteamericano en cuanto a su financiamiento, su organización, y generalmente, su orientación política.

Esto no quiere decir que nunca coincidan con la política del estado norteamericano.  Pero el hecho de que hayan coincidido en varias ocasiones se debe mayormente, como se verá más adelante, a la ideología y política liberal –en el sentido norteamericano de la palabra– de ambas organizaciones, que por su naturaleza no son antiimperialistas, aunque en muchísimas ocasiones han criticado fuertemente la política exterior de los Estados Unidos.

Esto quiere decir que para los cubanos que son tanto demócratas como antiimperialistas, su posible colaboración con este tipo de organizaciones independientes norteamericanas, sean estas dos u otras, no involucra en sí una merma de su compromiso con la soberanía y autodeterminación de la nación cubana. Sin embargo, es muy probable que surjan diferencias políticas que afecten negativamente la posiblecolaboración.

Por ejemplo, en mi libro Cuba Since the Revolution of 1959. A Critical Assessment, critico a la organización Human Rights Watch por la propuesta en su reporte anual de 2009, de aflojar o eliminar el bloqueo económico a Cuba a condición de que el gobierno Cubano adopte medidas liberalizadoras y de democratización en la Isla.

Como una medida concreta para promover ese acuerdo, el Human Rights Watchpropuso al gobierno norteamericano que, antes de suavizar el bloqueo a Cuba, obtuviera el compromiso de la Unión Europea, Canadá y sus aliados latinoamericanos para que colectivamente presionaran al gobierno cubano para que liberara inmediata e incondicionalmente a todos los presos políticos.

El problema en este caso no es que uno esté opuesto a la liberación de los presos políticos en Cuba ni a la democratización del país. Todo lo contrario. El problema es que la «política de trueque» del Human Rights Watch presupone que los Estados Unidos tiene el derecho legal y moral de imponer condiciones para flexibilizar y eliminar un bloqueo que es ilegal e inmoral en sí mismo.

La lógica de ese «trueque» también implica que el bloqueo estadounidense existe porque el sistema político cubano es antidemocrático, lo que es una mala broma cuando consideramos la larga historia de apoyo político, militar y económico que los Estados Unidos le ha brindado a las más sangrientas dictaduras pro-capitalistas.

Por otra parte, esa lógica de «trueque» perversamente justifica la posición de los que apoyan al gobierno cubano cuando reclaman que la abolición de la represión interna en Cuba depende de la eliminación del bloqueo estadounidense. Esta posición asume que el unipartidismo cubano al estilo de la URSS existe como resultado del bloqueo norteamericano.

O sea, que los líderes revolucionarios cubanos eran una especie de tabula rasa ideológica y política que adoptaron su punto de vista simplemente como reacción a la postura agresiva de los Estados Unidos, y que no tenían preferencias e ideologías, incluyendo convicciones respecto a los sistemas políticos y económicos que consideraban deseables.

El problema arriba descrito con el Human Rights Watch solo indica que una colaboración con cualquier organización independiente de la sociedad civil estadounidense dependerá de la naturaleza política de proyectos concretos relacionados con Cuba. Será cuestión de averiguar con cuales de esas organizaciones esa colaboración será o no, sin mermar el programa e integridad política de las organizaciones cubanas involucradas en dicho proyecto. Por ejemplo, hace unos años la organización Open Society le prestó ayudaa los socialdemócratas católicos cubanos asociados con la publicación Cuba Posible.

Esta publicación trató de mantener una política crítica, pero no abiertamente contraria y así jugar un papel de «oposición leal» al régimen cubano. No sabemos si la Open Society –o cualquier otra organización independiente de la sociedad civil norteamericana– estaría dispuesta a apoyar también a una organización abiertamente opositora, con una política decididamente democrática, a favor de los derechos humanos, y, al mismo tiempo izquierdista, antiimperialista y opuesta al restablecimiento del capitalismo en Cuba.

En todo caso, sin embargo, hay que tener presente que el apoyo material de la sociedad civil de los Estados Unidos y de otros países es una solución a corto plazo. A largo plazo es necesario organizar a los cubanos progresistas en el exterior para que provean ayuda a los que dentro de la Isla luchan por una democracia auténticamente emancipadora, de la misma manera que José Martí lo hizo con los tabaqueros de la Florida en la década de los 1890s.

La orientación política de este escrito de ninguna manera implica intento alguno de apaciguar al Estado cubano ni lo que dice a través de la prensa oficial. Por supuesto, esa prensa va a atacar despiadadamente a cualquier oposición, con independencia de sus posiciones políticas específicas y, como bien sabemos, utilizará la mentira cuantas veces le parezca necesario.

Pero no es lo que piensa y dice el gobierno, sino lo que piensa el pueblo cubano lo que debe ser el centro de nuestra atención. Por eso es imprescindible presentarse ante ese pueblo como una voz independiente, sin compromisos o contubernios con potencias extranjeras, y comprometida con la independencia y soberanía nacional.

***

Súmese a la iniciativa del Consejo Editorial de La Joven Cuba y firme la Carta Abierta al presidente de Estados Unidos solicitando el fin de las sanciones contra Cuba.

Carta Abierta al presidente Joseph R. Biden, Jr.

17 febrero 2021 16 comentarios 3.849 vistas
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violencia

La violencia no es cultura

por Consejo Editorial 27 enero 2021
escrito por Consejo Editorial

¿Qué puede esperarse de un gobierno, cuyo ministro de Cultura —por la naturaleza de su cargo quien debería estar más preparado para un diálogo ecuánime y respetuoso—, decide enfrentarse a un periodista y, con pose de matón, le arrebata su móvil e insta a un enfrentamiento violento entre sus subordinados del Ministerio y los manifestantes pacíficos que se encontraban fuera de la institución?

No importa que interrumpieran internet, otra evidencia de irrespeto a la ciudadanía; los videos muestran a las claras, más que la prepotencia, la enorme debilidad de las autoridades que no respetan su propia Constitución. Si Raúl Roa acuñó una frase apropiadísima en los años treinta para referirse al descrédito absoluto de un colega: «certificado de defunción cívica»; Alpidio Alonso acaba de firmar el suyo ante la mirada atónita de millones de personas.

LJC rechaza este acto deleznable, esta invitación a la violencia, e insta a respetar los artículos constitucionales que permiten la libertad de expresión y la manifestación pacífica en Cuba, así como reprueba que se prive a las ciudadanas y ciudadanos de su libertad de movimiento.

Es cierto que existe un peligro enorme de contagio por el rebrote de la COVID-19, pero si el ministro y los funcionarios no lo tuvieron en cuenta al momento de enfrentarse, cuerpo a cuerpo, con las personas que allí estaban, no debería ser un pretexto para evitar el diálogo que se exigía.

Los cubanos y cubanas necesitamos ser escuchados. Queremos el diálogo, no la guerra. En pocas horas recordaremos a José Martí, hay que hacer nuestro su ideario que cada día renace por inacabado: «Lo que en lo militar es virtud, en el gobernante es defecto. Un pueblo no es un campo de batalla. En la guerra, mandar es echar abajo; en la paz,  echar arriba. No se sabe de ningún edificio construido sobre bayonetas».

27 enero 2021 40 comentarios 4.202 vistas
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democracia

Sin democracia real el socialismo solo existe en las consignas

por Alexei Padilla Herrera 13 enero 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

Las imágenes de decenas de seguidores del presidente Donald Trump invadiendo el Capitolio de Washington, el mismo día en que el Congreso Federal certificaba la victoria electoral del demócrata Joe Biden, lleva a pensar que aunque el resultado nos librará temporalmente de los desatinos del presidente saliente, el trumpismo —secuela, estímulo y fermento de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense— debe perdurar por algún tiempo.

Bajo la administración de Donald Trump, la democracia estadounidense y las instituciones llamadas a ejercerla y protegerla pasaron por la que ha sido, tal vez, su más dura prueba desde la constitución de los Estados Unidos, en 1787, o de la Guerra de Secesión (1861-1865). Una prueba muy difícil, considerando que, por primera vez, la principal amenaza al régimen político vigente en ese país era el titular del poder ejecutivo.

Los estragos causados por la política de Trump se extendieron a las relaciones internacionales. La salida de los Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud en medio de la pandemia de Covid-19, la guerra comercial contra China, las presiones sobre la Organización Mundial del Comercio, el abandono del Acuerdo de París, y el endurecimiento del cerco comercial contra Cuba y Venezuela, son algunos ejemplos del afán destructivo del magnate neoyorquino.

Si bien es cierto que la salud de la democracia liberal en general, y del modelo democrático norteamericano en particular, no está en su mejor momento, es exagerado afirmar que el régimen político vigente en aquel país se encuentre en fase terminal. El número de votos alcanzado por Joe Biden y Kamala Harris, la movilización de millones de estadounidenses, especialmente negros, para, democráticamente, sacar a Donald Trump de la Casa Blanca; son hechos concretos que contradicen los juicios compartidos por la profesora Karima Oliva Bello en un comentario de su autoría que el periódico Granma tuvo a bien publicar.

Como de costumbre, en lugar de una discusión seria sobre las consecuencias del ascenso del populismo de derecha en varios países del mundo —representado no solo por Donald Trump, sino por Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdogan, Rodrigo Duterte o Andrzej Duda—, Granma optó por la publicación de un escrito muy a tono con algunos de los «11 principios de la propaganda».

«Las “democracias” liberales —apunta la columnista—, son una alternativa en decadencia». Y agrega que copiar su modelo agravaría «las contradicciones de la sociedad contemporánea en términos desfavorables para la mayoría de cubanas y cubanos». Por desconocimiento o por el carácter meramente propagandístico de su texto, la profesora Karima hace un esfuerzo para igualar la democracia liberal, que es una forma de gobierno, con el liberalismo económico, doctrina que en esencia defiende el desarrollo por medio del libre mercado y la reducción del intervencionismo del Estado en la sociedad económica.

Además de ocultar las fuentes de las que emanan sus apocalípticas conclusiones, la comentarista Karima Bello no ofrece la definición de lo que entiende por democracia, máxime cuando sentencia que las de cuño liberal en su conjunto, a partir de lo sucedido en Estados Unidos, no son una alternativa.

Vale decir que, no apenas la liberal, sino cualquier democracia, nunca ha sido la ruta a seguir por quienes —desde disímiles puntos del espectro político— abrazan banderas y prácticas autoritarias que emulan con los despotismos que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia.

Cuando el tema de discusión es «democracia», se debe ir más allá de la crítica a los déficits, desvíos, injusticias e incluso aberraciones que se repiten con menor o mayor intensidad en los modelos realmente existentes. Uno de ellos es el mexicano, tan o más violento, corrupto e injusto que el estadounidense, y al que, por cierto, la doctora Oliva Bello no ha dedicado ni uno solo de los análisis que le publica Granma. Los lectores cubanos agradecerían un buen artículo sobre porqué el modelo político montado por el Partido Revolucionario Institucional fue tildado de «dictadura perfecta», y cuántos de sus vicios han llegado a nuestros días.

En su deseo de dar el empujón definitivo para que la democracia liberal se desbarranque, la comentarista devela que el lei motiv de su escrito no es reflexionar sobre la crisis de las democracias contemporáneas, sino deslegitimar a los que hemos afirmado, y mantenemos, que no existe democracia sin Estado de derecho y sin reconocimiento del pluralismo político.

Para el politólogo español Juan Linz, la democracia es un régimen político en el que se distinguen, entre otros aspectos, la existencia de un pluralismo político responsable, fortalecido por la autonomía de los diversos actores y sectores económicos, de la sociedad y de la vida interna de las organizaciones.  En el plano ideológico, prevalece el compromiso intelectual con la ciudadanía y con las normas y procedimientos de contestación de las decisiones del gobierno.

A los anteriores se suman el respeto a los derechos de las minorías —políticas, ideológicas, nacionales, étnicas, por color de la piel, identitarias, de orientación social no heteronormativas, etc.—, la defensa del Estado de derecho y la valorización del individualismo. Sobre esto último, suscribo el parecer del escritor y teólogo brasileño Leonardo Boff, quien aboga por alternativas al individualismo que rechaza cualquier iniciativa construida colectivamente, y al colectivismo que ignora las características, singularidades y aspiraciones de cada persona, del otro.

La participación, prosigue Linz, se produce por medio de organizaciones generadas de forma autónoma desde y por la sociedad civil, por sistemas de leyes que garantizan la competencia entre partidos políticos, y la tolerancia a la oposición pacífica y respetuosa del orden legal que reconoce su existencia y su participación en la vida social y política del país. Por último, el investigador agrega la realización de comicios libres dentro de los plazos constitucionales y el Estado de derecho para elegir a los máximos líderes de los poderes ejecutivos y a los representantes parlamentarios.

A esos principios, Robert Dahl añade la libertad de expresión, la existencia de fuentes alternativas de información y la ciudadanía inclusiva, también necesarias para la existencia de la democracia.

Sin embargo, ni las constituciones, ni el funcionamiento de los órganos representativos (parlamentos), ni los procedimientos (leyes, mecanismos, ritos) que rigen el funcionamiento de las instituciones del Estado y las relaciones de estas con la sociedad civil, son suficientes para declarar el carácter democrático de un régimen. No debe olvidarse que por medio de estas formalidades, no pocos regímenes autoritarios de diverso pelaje, incluso socialista, se disfrazan de democracia y como tal se presentan ante la mirada incrédula de sus propios ciudadanos.

Para evitar ese engaño, el politólogo marxista norteamericano Charles Tilly sugiere que a los aspectos señalados por Linz, Dahl y otros pensadores, hay que agregar el análisis de los procesos en sí. La perspectiva de Tilly no significa una ruptura con el liberalismo democrático, sino su complementación y, por qué no, su superación, al menos desde lo normativo.  A diferencia de sus colegas liberales y de los académicos e ideólogos afines al marxismo soviético, Tilly no entiende la democracia como un estadio o régimen consolidado o finalizado, sino como un proceso dinámico en el que pueden acontecer avances y retrocesos.

El estudioso distingue el proceso democrático de las normas legales, los procedimientos y de lo bien o mal que los parlamentos representan los intereses de la sociedad. A tenor con ello, afirma que cualquier análisis acerca de la democracia debe tener en cuenta al Estado, a los ciudadanos y la relación entre ambos. Por tanto, un régimen podrá considerarse democrático siempre y cuando las relaciones políticas del Estado y la ciudadanía se basen en procesos consultivos amplios, vinculantes, igualitarios y protegidos de las arbitrariedades. Con todo, si el Estado no lleva a la práctica las decisiones adoptadas durante los procesos consultivos, ni sanciona a quienes incumplen con lo pactado, el régimen no podrá denominarse democrático.

Aunque valiosos, poco parece probar que los debates convocados por el gobierno en 2011 para la discusión de los «Lineamientos de la Política Económica y Social» aprobados en el VII Congreso del Partido, y los del 2018 como parte del proceso de reforma constitucional que resultó en la promulgación de nuestra actual Carta Magna, tuvieron carácter vinculante.

Recuérdese que en una de las sesiones del Parlamento destinada al análisis de los cambios, supresiones e inclusiones al proyecto Constitucional resultantes de la consulta a la ciudadanía, el diputado Homero Acosta explicó que la propuesta de establecer el voto directo y secreto para elegir al presidente de la República fue de las que mayor porciento obtuvo, pero que no sería acogida porque contrariaba «nuestros principios». Jurista militar de profesión y secretario del Consejo de Estado, Acosta nunca explicó cuáles eran esos principios y cómo la elección directa del jefe de Estado los pondría en peligro.

No obstante, al permitir que el reconocimiento legal de las uniones entre parejas del mismo sexo quedara fuera del nuevo texto constitucional, la Asamblea Nacional del Poder Popular sugirió que el conservadurismo social y religioso, contrario a que un segmento de la ciudadanía ejerza un derecho humano elemental, sí parezca compatible con la visión del mundo de la mayoría de los diputados.

Al ser convocados exclusivamente por el gobierno y coordinadas por las organizaciones sociales y de masas —que funcionan como sus poleas y corrientes de transmisión—, de no poseer carácter vinculante, de inhibir la participación de voces críticas o contrarias al modelo social vigente en Cuba; los procesos consultivos de 2011 y 2018 están más cerca de lo que los profesores Boagang He y Mark Warren han denominado «deliberación autoritaria o autoritarismo deliberacionista», un concepto que bebe de la tradición del consultivismo leninista.

Según las investigaciones desarrolladas por estos académicos en China, la deliberación autoritaria, que no es otra cosa que un debate público convocado y controlado por el gobierno, es fuente de retroalimentación para las autoridades y ayuda a medir el apoyo de los ciudadanos a las políticas del gobierno. Al crear la impresión de que los criterios de la ciudadanía impactan la toma de decisiones, la deliberación autoritaria se inscribe como un tipo de acción comunicativa estratégica que puede reforzar el carácter autoritario del régimen político, pero también —venga la esperanza—, contribuir a democratizarlo.

Tras advertir que las democracias liberales son una alternativa en decadencia y que copiar ese modelo agravaría las contradicciones de la sociedad contemporánea y afectaría a la mayoría de las cubanas y cubanos, Karima Bello agrega que «al margen del socialismo, cualquier intento por democratizar más muestra sociedad, no encontrará condiciones de posibilidad para realizarse y será una apuesta fallida de antemano».

¿A cuál socialismo se refiere la autora? ¿Al que recientemente encareció no solo los servicios de agua, electricidad, transporte y gas, sino también el acceso a los teatros, cines y museos? ¿Al que mira con sospecha y se empeña en desarticular casi toda iniciativa que surge al margen del PCC y defiende su derecho a existir? ¿Al que aplazó la elaboración y promulgación de las leyes en que la ciudadanía se apoyará para la defensa de sus derechos ante arbitrariedades cometidas por funcionarios del Estado?

Si en algo coinciden liberales y marxistas, es en que la libertad de los seres humanos depende, entre otros factores, del control que estos tengan sobre los medios de producción y, consecuentemente, de su participación en la toma de decisiones sobre los asuntos de interés que afectan su existencia. Desde esa premisa es posible identificar no solo las luces y sombras de las democracias liberales, sino también cuestionar en qué aspectos los llamados regímenes socialistas de Estado han sido o no su superación.

Al referirse a la experiencia de la Unión Soviética —referencia del modelo que Cuba adoptó en la década del setenta— el sociólogo ruso Boris Kagarlistky afirma que no basta lo que diga la constitución para que la propiedad estatal sea realmente de todo el pueblo. Se necesita el control social democrático sobre los medios de producción y la administración pública, así como la participación de las masas en la discusión e implementación de las decisiones.

¿Cuán democrático fue el socialismo cubano si, como plantea Kagarlistky, el ejercicio de la democracia socialista requiere de instituciones democráticas del poder del pueblo definidas, tanto indirectas (Parlamento, sistema multipartidario, prensa libre, elecciones libres), como directas (autogobierno local y económico, sistema de participación sindical en la aplicación de las decisiones económicas-administrativas, entre otras)?

La democratización florece en el marco de un proceso de igualdad política que exige la integración y participación de toda la sociedad. Por ello, la demonización del pluralismo político, vinculándolo a la turba de fanáticos que invadió el Capitolio de Washington, es un reduccionismo burdo que al mismo tiempo explica por qué la autora de esas palabras, en lugar de presentar su alternativa a los valores de la democracia liberal, no llega más que a la repetición de alegaciones y vetustas consignas que alimentan la cortina de humo con que se pretende cubrir el tufo neoliberal de un paquete económico que va más allá del ordenamiento monetario que el gobierno implementa en Cuba.

A los voluntarios y «asalariados dóciles al pensamiento oficial», léase portavoces oficiosos y defensores acríticos del poder, Charles Tilly les recuerda que es la lucha popular, no las ideas y discursos de los gobernantes, la que construye, sostiene y defiende la democracia. De ahí el silencio de los que, al amparo del poder omnímodo del Estado cubano, se presentan como los más fieles guardianes de un concepto de Revolución en el que los ideales de la gesta de 1959 se igualan a los actos del actual gobierno; en contraste con las voces de los miles de ciudadanos que desde las paradas, los centros de trabajo, las redes sociales digitales y los sitios web de la prensa, exigen la revisión de los exorbitantes aumentos de precios y la reversión de la medida que de un plumazo eliminó el pago por antigüedad a los trabajadores de la Educación.

Aunque la decadencia de las llamadas democracias populares quedó demostrada cuando el mundo contempló atónito la caída el Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, dos años y catorce días después; el carácter no democrático de los regímenes de corte soviético ya era evidente. En 1985 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe habían escrito Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia; en ese libro y en algunos de los que sobre todo Mouffe ha concebido posteriormente, se defiende una alternativa progresista al socialismo de Estado.  

Resulta difícil resumir en pocas líneas el contenido de una obra tan abarcadora, pero se puede afirmar que para ambos autores la radicalización de la democracia no significa renunciar a todos los principios del liberalismo democrático, sino ampliarlos hasta donde sea posible. Ellos deliberan que ideales como igualdad, libertad, tolerancia, derechos humanos, Estado de derecho, entre otros, han sido de los mayores legados que nos dejó la Ilustración y fuente de inspiración de las más importantes revoluciones sociales de la historia.

Lejos de lo que suele afirmarse en las páginas de Granma y en medios digitales oficiosos, el capitalismo liberal —modo de producción— y la democracia liberal —régimen político—, no son sinónimos. Para los que hemos tenido oportunidad de acompañar las actuales luchas de los pueblos latinoamericanos por la conquista de nuevos derechos y preservación de los ya ejercidos, no hay dudas de que la democracia, como sugiere Charles Tilly, es uno de los instrumentos que usan los menos poderosos en su disputa contra los más privilegiados. Dos ejemplos de ello: la reciente aprobación en Argentina de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, y la victoria de Luis Arce en las elecciones de Bolivia.

En el caso de Cuba puede citarse la entrada en vigor del Decreto-Ley 373 que legalizó la figura del creador audiovisual y cinematográfico independiente, la inclusión de representantes de organizaciones animalistas en el equipo de trabajo coordinado por el Ministerio de la Agricultura que elabora una norma jurídica de bienestar animal, y el aplazamiento de la reglamentación del polémico Decreto 349 (de las contravenciones en materia de política cultural y sobre la prestación de servicios artísticos y de las diferentes manifestaciones del arte), han sido modestas victorias de una parte de la ciudadanía cubana que ha demostrado disposición para ejercer sus derechos.

En 1975, el economista marxista polaco Wlodzimierz Brus advirtió proféticamente que «no puede haber socialismo victorioso que no practique una democracia completa». Si el socialismo es la alternativa a la democracia liberal en todos los sentidos, demuéstrese en la práctica y no apenas con consignas vacías, dogmas, las promesas de prosperidad y los llamados a tener fe en nuestros dirigentes. Para un agnóstico como yo, casi seguidor de Santo Tomás Apóstol, creer sin ver, o creer porque sí, puede convertirse en un dilema existencial. 

Para contactar con el autor: alex6ph@gmail.com

13 enero 2021 20 comentarios 1.499 vistas
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libertad

Los límites de la libertad de expresión

por José A. García Veloso 1 diciembre 2020
escrito por José A. García Veloso

En un artículo anterior de mi autoría, también publicado en La Joven Cuba, expuse lo referente al derecho a la libertad de expresión. A causa de los comentarios en el propio sitio y en las redes sociales, me di cuenta de que era necesario profundizar en torno a los límites de esta.

I

Los derechos o libertades individuales no son ilimitados. La concepción del derecho individual es consustancial con el límite, al menos, el que proporciona el derecho equivalente de los demás individuos y los intereses de la sociedad y del Estado. Por ello, a partir de los propios instrumentos internacionales que reconocen estos derechos, se establecen sus restricciones o los principios para establecerlas.

El ambiente en el cual se insertan estos derechos es algo muy importante que debe ser reiterado y tenido en cuenta. En nuestro caso, un Estado socialista de derecho, de justicia social y democrático, como se declara en el artículo 1 de la Constitución.

Este postulado, junto a las reglas del debido proceso y, dentro de estás, la ampliación del acceso a justicia y el régimen de protección judicial de los derechos constitucionales –esto último, aún pendiente de ley de desarrollo– fue motivo de satisfacción para muchos. Principalmente los juristas lo vimos con beneplácito desde que conocimos el anteproyecto de la Carta Magna y esperamos con agrado su aprobación y proclamación.

Declararse en la Constitución como un Estado de Derecho, introduce un elemento de juicio importante para la evaluación de la actuación y alcance del poder estatal. Ya se dijo antes que el concepto de Estado de Derecho no puede ser cambiado arbitrariamente.

La idea del Estado de Derecho es equivalente a lo que el prestigioso jurista italiano Luigi Ferrajoli denomina «Estado formal de derecho». Este consiste en «cualquier ordenamiento en el que los poderes públicos son conferidos por la ley y ejercitados en las formas y los procedimientos legales establecidos» o «aquellos ordenamientos jurídicos modernos, incluso los más antiliberales, en los que los poderes tienen una fuente y una forma legal».

Siguiendo al jurista argentino Roberto Gargarella, apreciamos que la legitimidad que gana el sistema jurídico cubano a partir de compromisos constitucionales, estampados en un texto de amplia aprobación popular, deben cuidarse con celo, y proyectarse, más allá del discurso escrito, en la vida de la sociedad. También notamos que hay lados por los cuales se llena con generosidad el mandato y otros, insuficientes por completo, cuando entre ellos no tiene por qué existir una relación inversamente proporcional.

Cuando nos pronunciamos sobre la libertad y los derechos, cuando invocamos la Constitución o las leyes internacionales sobre los derechos humanos, somos mirados con cierta ojeriza. Ya ese hecho es una infracción de la libertad individual y un acto de erosión del Estado de derecho.

No necesariamente la libertad –con la suficiente amplitud en lo civil, político y económico, como para sentirse realizado y feliz en una sociedad que funcione– nos lleva al liberalismo.

Mi concepto es contrario al liberalismo. Considero que debe existir un Estado fuerte, soberano, que se comporte como garante del orden y de los intereses de la sociedad, pero que se rija por leyes claras y que no invada la libertad individual.

Es como lo pensaba Agramonte, quien expresó en aquel memorable discurso sabatino en sus tiempos de estudiante de la Universidad de La Habana: «La centralización llevada hasta cierto grado es, por decirlo así, la anulación completa del individuo, es la senda del absolutismo; la descentralización absoluta conduce a la anarquía y al desorden. Necesario es que nos coloquemos entre estos dos extremos para hallar esa bien entendida descentralización que permite florecer la libertad a la par que el orden».

II

De que los límites tienen que estar bien definidos no tenemos dudas. Sin embargo, eso no quiere decir que deben ser demasiado estrechos; por el contrario, deben tener suficiente amplitud como para que los ciudadanos se sientan cómodos y puedan respetarlos sin muchos sacrificios.

En su libro «En tiempos de blogosfera», la profesora Alina B. López Hernández, con lógica jurídica, nos dice: «No deberían existir límites a la creación y la expresión. Pero en el caso de que existan, es lo correcto saber, con honestidad, cuáles son. Cuando se conoce qué es lo que no puede decirse es lógico asumir que todo lo demás está permitido».

Ciertamente, el método utilizado por el derecho en lo tocante a las personas, es la regulación negativa, o sea, el individuo vive en libertad y puede hacer todo lo que considere conveniente. Las normas no determinan lo que debe hacerse, sino permiten que algo sea realizado en la mayor medida posible, con determinados límites y regulaciones que le impone el Derecho.

En el ámbito del ejercicio de la libertad de expresión, se comporta de esa forma –no se conocen excepciones–: el individuo puede expresar todo lo que desee, en la forma y por el medio que estime conveniente, hasta los límites impuestos por la ley. Por esa razón, la determinación de dichos límites con la mayor precisión posible, es muy importante. Se requieren leyes claras.

Aquí quiero precisar algo: para ejercer los derechos contenidos en la Constitución no es necesario esperar a que se dicten las normas complementarias. Para el ejercicio de algunos de estos derechos, como el de prensa, manifestación, asociación, sí deben esperarse normas que los provean de mecanismos para su ejecución, pues necesitan autorizaciones administrativas o de otra índole, pero solo parcialmente para determinadas variantes de su disfrute.

III

Un aspecto que hay que tener en cuenta en el ejercicio responsable de la libertad de expresión es que, tradicionalmente, la doctrina jurídica de la materia ha considerado, en caso de derechos en conflicto, particularmente con actuaciones de la autoridad, que se debe hacer ponderación de derechos. Es decir, sopesar los derechos en conflicto o el derecho con la intervención pública de que se trate, a fin de armonizarlos o determinar cuál debe prevalecer.

Para ellos, existen tres criterios fundamentales: la idoneidad, cuando se obtiene un fin constitucionalmente legítimo; la necesidad, cuando es el medio más favorable dentro de todos los idóneos o el único del que se dispone; y la proporcionalidad, cuando el provecho obtenido se compensa con los sacrificios que implica para los derechos de otros y para la sociedad en general. En Cuba, dado que no hay tribunales constitucionales, se carece de doctrina judicial al respecto.

El ejercicio de los derechos debe ser responsable y necesario, pues la vida en sociedad es algo muy complejo y sensible. El ciudadano no puede ejercer su derecho porque sí, porque lo tiene y puede, sino con un fin útil y necesario, sobre todo cuando avizora la posibilidad de afectar el derecho ajeno o violar normas de convivencia social.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 29, inciso 2, establece que «en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática».

Por su parte, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, a renglón seguido de la disposición sobre las libertades de opinión y expresión, en su artículo 19, sitúa una pauta importante: advierte que el ejercicio de estos derechos entraña deberes y responsabilidades especiales, por lo que pueden estar sujetos a ciertas restricciones. Estas deberán estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, el orden público, o la salud o la moral públicas.

En el artículo 20, refiriéndose a los mismos derechos, establece que estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia.

Estas disposiciones traen de la mano el carácter excepcional de las restricciones, su necesaria e indispensable definición expresa, así como la imposibilidad de determinarlas de forma ejecutiva y discrecional. Sin embargo, esta discrecionalidad penetra, directa o indirectamente, cuando, aún establecidas de forma legal, las disposiciones son confusas, ambiguas o contradictorias, porque permiten por la vía de la interpretación un amplio campo de maniobra para las autoridades y funcionarios encargados de aplicarlas. Esto ocurre, por ejemplo, con el famoso Decreto Ley No. 370, particularmente, con las indefiniciones terminológicas del inciso i de su artículo 68.

Como es obvio, los límites que se establezcan no pueden desnaturalizar al derecho reconocido. Por tanto, no deben ser muy estrechos ni pueden establecerse impedimentos con el fin de afectar la emisión de una opinión, juicio, idea o pensamiento o para evitar su propagación en la sociedad, por el simple hecho de no coincidir con el criterio oficial o de la mayoría, grupo, clase o corriente política.

IV

Los límites, naturalmente, tienen dos bordes: un borde  interno, que da al individuo y que fija el ámbito del ejercicio de los derechos; y un borde externo, que marca el lugar hasta el que los demás individuos, autoridades estatales y la sociedad en general, puede llegar. Entonces, fijar el límite confiere una doble protección.

La Constitución, en primerísimo lugar, es en sí misma un límite. Por una parte, al poder y a su ejercicio arbitrario y caprichoso; por el otro, al abuso y al exceso en el ejercicio de los derechos. Estos límites legales no pueden justificar la arbitrariedad y la actuación extralegal. Las propias leyes que los establecen son contentivas de la solución jurídica de su infracción, que en el caso de nuestro país están determinados con esmero para el lado de la autoridad y a nivel básico, para el lado del individuo, pero el asunto de la protección es otro tema. 

El artículo 45 de la Constitución dispone: «El ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes».

Es muy interesante de esta redacción la utilización del adverbio «solo», lo cual revela una coincidencia con los conceptos actuales en reconocer gran amplitud de los derechos individuales, como regla, con límites muy precisos y excepcionales, basados en el interés público y el derecho ajeno.

Ahora, los verdaderos límites jurídicamente atendibles, conforme al principio de legalidad que establece el artículo 9 de nuestra Ley fundamental, son los que impone la propia Constitución y las leyes. Aunque parezca obvio, algo indica que hay que recalcarlo.

Los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general y las normas de orden público, tienen que estar incorporados a una norma jurídica. No se trata de que por sí solos y conforme a la opinión de alguien con más o menos poder, puedan valer como tales. Se podría decir que ya están, a raíz del mismo precepto que los enuncia, pero no basta, porque aquí aparecen simplemente declarados, por tanto, es necesario instituir su contenido y alcance.

En el artículo 90, establece que el ejercicio de los derechos y libertades previstos implican responsabilidades. A la vez, determina doce deberes generales, entre los que se encuentran los de los incisos b) «cumplir la Constitución y demás normas jurídicas»; e) «guardar el debido respeto a las autoridades y sus agentes»; y g) «respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios». Estos son los que se relacionan directamente con la libertad de expresión.

V

En orden de importancia, después de la Constitución, encontramos los más poderosos límites del ejercicio de la libertad que conoce la sociedad: la temible ley penal, que prohíbe y sanciona conductas en las que un individuo puede incurrir en el ejercicio no atinado o abusivo de sus derechos.

Las figuras o tipos delictivos –descripción objetiva de la conducta sancionable– deben construirse en la ley con suficiente claridad y concreción, como medidas con un fin adecuadamente relevante y legítimo, con la ponderación entre derechos y en atención al bien jurídico protegido. Igualmente, la represión penal necesaria para ese fin debe ser la menos gravosa, donde opera el principio de ultima ratio –último recurso para proteger bienes jurídicos cuando los demás mecanismos han fallado–. Finalmente, debe apreciarse como una limitación con más ventajas que sacrificios, pues, de lo contrario, nada justificaría la represión desde esta perspectiva.

Es doctrina en materia constitucional y de derechos humanos, que el Derecho Penal no puede convertirse en un factor de disuasión del ejercicio de la libertad de expresión y que su utilización como tal resulta indeseable en un Estado de Derecho.

De esto se desprende que a la hora de examinar un caso penal, hay que tener en cuenta que el derecho fundamental prevalece sobre el delito. De aquí que no deban examinarse los hechos en base al ejercicio legítimo del derecho y desde la perspectiva penal al mismo tiempo, sino se deberá determinar separadamente y con el orden de preferencia que establece la jerarquía de los derechos. En primer lugar, si la conducta en evaluación no está protegida por el derecho de ejercicio de la libertad de expresión, y solo después, determinar si hay coincidencia entre la conducta y el tipo penal.

Las figuras contenidas en la Ley No. 88 «De protección de la independencia nacional y la economía de Cuba», así como en el titulo correspondiente a los delitos contra la seguridad del Estado, del Código Penal, son de las que mayor relación guardan con el derecho que se está comentado y tienen una amplitud considerable. Por tal razón, por una cuestión fundamental de prudencia, se debe identificar lo más claro que resulte posible el límite con dichas conductas, aunque generalmente las previstas van más allá de la simple expresión.

Conforme al Código Penal vigente los delitos comunes de desacato, difamación de las instituciones y organizaciones de los héroes y mártires, difamación, calumnia e injuria, y el delito contra el derecho de igualdad, son los que pudieran infringirse con más frecuencia por medio del ejercicio defectuoso del derecho a la libre expresión.

De estas prohibiciones penales se desprende, en apretado resumen, que el ejercicio de la libertad de expresión no autoriza a difamar, denigrar, ultrajar, ofender o menospreciar a las instituciones de la República; a las organizaciones políticas, de masas o sociales del país; a las autoridades, funcionarios públicos, o a sus agentes o auxiliares; ni a los demás ciudadanos nacionales y extranjeros.

Tampoco puede usarse dicha libertad para la discriminación o la promoción o incitación a la discriminación, con manifestaciones que puedan obstaculizar el disfrute de los derechos de igualdad establecidos en la Constitución y las leyes. Tampoco difundir informaciones o comentarios que fomenten criterios de superioridad u odio racial o incite a cometer actos de violencia contra cualquier raza o grupo de personas por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, edad, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o territorial, o cualquier otra condición o circunstancia personal que implique distinción lesiva a la dignidad humana (Constitución de la República, artículo 42).

No profundizo en la conducta contenida en el inciso i) del artículo 68 del Decreto Ley 370, que sanciona con multa y decomiso por  «difundir, a través de las redes públicas de transmisión de datos, información contraria al interés social, la moral, las buenas costumbres y la integridad de las personas» por varias razones que seguramente analizaré en otra ocasión. Pero particularmente porque su imprecisa redacción, ámbito de aplicación y autoridades de calificación del comportamiento, impide reconocerlo como límite válido del derecho que estamos tratando, aunque de hecho lo es.

VI

No deben ni pueden existir más límites para la expresión que los que establecen las leyes. Todos los demás que se impongan son ilegítimos y deben ser rechazados.

Cuando los ciudadanos se exceden en el ejercicio de sus derechos y afectan con ello la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas, cometiendo conductas concretas infractoras de la ley penal –no basta con que sean moralmente reprochables– deben ser procesados, juzgados y sancionados conforme a la ley, con las garantías del debido proceso.

Si el exceso afecta derechos particulares, como la honra o la reputación de otro u otros ciudadanos, entonces corresponde a estos, y únicamente a estos, ejercitar las acciones que le competen.

Por tal razón, es indispensable dotar de acción –facultad de activar un proceso judicial– al ciudadano, así como el derecho a réplica con todas las garantías, en el ámbito de la prensa escrita y los demás medios. El ciudadano debe ser el principal guardián de sus derechos e intereses. En estos casos, el Estado debe mantenerse distante, a las espera de que el ciudadano utilice esas armas que les ha provisto, y cuando lo haga, asistirlo debidamente.

En conclusión, los límites existen, los que se pueden exigir están ahí, establecidos en leyes, demasiado estrechos o con cierta amplitud, muy claros o algo confusos, pero eso lleva otra discusión. Lo objetivo es que están ahí y hay que respetarlos desde ambos lados. Esa es única manera de honrar el compromiso contraído el 24 de febrero de 2019 por la sociedad y el Estado, por el pueblo y por el poder, o si se quiere, por el poder soberano del pueblo.

1 diciembre 2020 39 comentarios 1.485 vistas
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La Joven Cuba sobre el Movimiento San Isidro

por Consejo Editorial 22 noviembre 2020
escrito por Consejo Editorial

El video al final de este texto, tomado por uno de nuestros periodistas, corresponde a una de las respuestas de la Seguridad del Estado cubana al llamado a la protesta pacífica en el Parque Central de La Habana que hiciera el Movimiento San Isidro. Los congregados no son manifestantes, sino miembros de los cuerpos de la Seguridad del Estado y personal movilizado que se han desplegado en diversos puntos para impedir la llegada de manifestantes.

La protesta, convocada desde las redes sociales del MSI, hacía un llamado «a todos los cubanos y las cubanas que creen en la libertad y en el respeto a la diversidad de opiniones como principios fundamentales de la convivencia humana». Según el comunicado, los reclamos que los mueven en esta ocasión son la liberación de Denis Solís, el cese de la represión policial y el respeto a los derechos humanos.

Si bien La Joven Cuba no comparte en lo esencial los principios del Movimiento San Isidro, ni de su ideología, ni comulga con sus prácticas; rechazamos absolutamente la represión a la que están siendo sometidos sus miembros y las múltiples vejaciones de las que han sido víctimas a manos de quienes tienen el mandato constitucional de protegerlos.

Amparados en el Artículo 61 de nuestra Constitución, que establece que «Las personas tienen derecho a dirigir quejas y peticiones a las autoridades, las que están obligadas a tramitarlas y dar las respuestas oportunas, pertinentes y funda-mentadas en el plazo y según el procedimiento establecido en la ley», protestamos ante las autoridades de la República por lo que está sucediendo con los miembros del MSI y exigimos que se tomen las medidas penales contra los órganos de la Seguridad del Estado y cualquier funcionario del Gobierno que haya infringido las leyes aprobadas por el pueblo de Cuba, en quien reside toda la soberanía de la República y de donde dimana el poder del Estado.

Los miembros del MSI están haciendo uso de su derecho, contenido en el Artículo 54 de la Constitución de 2019, que asegura que «El Estado reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión». Es el Estado quien no está cumpliendo con su deber expresado de manera clara en el texto constitucional.

22 noviembre 2020 48 comentarios 1.599 vistas
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LGBTIQ

Derechos LGBTIQ: entre el Estado y la pared

por Yasmin Silvia Portales Machado 6 octubre 2020
escrito por Yasmin Silvia Portales Machado

No me gusta hablar del pueblo, ni que me hablen (o escriban) de él o por él. Cada vez que sale el término mi mente se desvía. ¿Qué pueblo? ¿El enérgico y viril? ¿El disciplinado y sacrificado? ¿El hambriento y manipulable? ¿El de Regla, el de Morón, el de Moa, el de Mantua? ¿Qué coño es, por fin, “el pueblo”? Evito hablar del “pueblo” de Cuba, porque creo que, tal como andan las cosas, pocas personas pueden invocarle legítimamente, y en contadas circunstancias. Nuestros representantes estatales cuando están en la Asamblea General de la ONU, ¿tal vez?

Prefiero referirme a la nación –que es imaginaria y real–, porque la nación es el espacio político compartido por quienes pertenecen a un territorio. La nación es más que “la tierra que pisan nuestras plantas” –la nación es sus residentes y sus migrantes–, y ciertamente es más que sus pueblos –la nación es su idioma, su historia, sus artes, su cocina–. Dentro de la nación (mal) conviven sus habitantes, sus comunidades imaginarias, se desarrollan luchas de poder y se intenta entender qué somos como variedad específica de la humanidad: la cubanensis.

Antes de exponer mis argumentos quiero compartir tres certezas. Como las certidumbres absolutas son escasas en política y sociología, son extremadamente valiosas. Quiero celebrarlas.

Primera Certeza: Cuba es un Estado laico. Lo dice el artículo quince la Constitución. Explica la RAE –entidad por encima de toda sospecha de filiaciones comunistas– que el adjetivo “laico” viene del latín tardío “laĭcus”, y este del griego “λαϊκός” (laïkós); propiamente “del pueblo”. La segunda acepción del vocablo es la que aquí interesa “Independiente de cualquier organización o confesión religiosa. Estado laico. Enseñanza laica.”

Segunda Certeza: La nación cubana nunca tuvo una sola religión. Digo nunca a propósito: antes de ser república, como colonia, ya había en Cuba diversidad de credos.

Tercera Certeza: La población cubana nunca se compuso solo de personas heterosexuales y cisgénero. Esto es redundante, pero me gusta recordarlo. Llegan tarde quienes quieren expulsarnos de la nación. La Inquisición trató, la comisión para cumplir los Acuerdos del Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971 trató, los ministerios de Salud Pública, Fuerzas Armadas, Educación y Educación Superior trataron, el Instituto de Historia de Cuba trató. Aquí seguimos.

Las personas LGBTIQ+ cubanas somos parte de la nación por nacimiento y nuestra ciudadanía responde a los mismos criterios que el resto de Cuba (Título IV de la Constitución).

La argumentación que sigue parte de esas tres “Certezas” y reflexiona sobre la legitimidad del reclamo de algunas agrupaciones religiosas cubanas al Estado cubano. Su objetivo –manifiesto, explícito, confeso- es que sus visiones específicas sobre la sexualidad, la familia, la salud pública y la educación definan el marco legislativo nacional.

Empecemos porque Cuba es un Estado laico. Es diferente de “ateo”, y MUY diferente de “confesional”. Nuestra ley de leyes explica que “las instituciones religiosas y asociaciones fraternales están separadas del Estado y todas tienen los mismos derechos y deberes. Las distintas creencias y religiones gozan de igual consideración” (art. 15). La laicidad del Estado implica, entonces, que la Iglesia Ortodoxa Griega sea atendida por las instituciones estatales con el mismo respeto que la Asociación Yoruba de Cuba, o el colectivo budista.

Hay algo más en el atributo laico. A partir de la incorporación del adjetivo, el Estado adquiere la obligación de legislar para normalizar los marcos de ejercicio de las diversas religiones o credos, de modo que se puedan ejercer con seguridad -que nadie les ataque o discrimine- y para que esas prácticas no violen otras leyes, la letra o espíritu de la Constitución y los Acuerdos o Declaraciones internacionales de las cuales el Estado es signatario. En breve: el ejercicio de un credo no es excusa para la violación de la ley o de los derechos de otras personas. Para eso serviría una “Ley de Cultos”, que nos urge -como muchas otras.

Hago énfasis en la obligación del Estado porque algunas personas entienden que el debate es entre dos visiones contrapuestas del mundo. Una que se autodenomina defensora del “verdadero” mensaje bíblico, del cual emana toda posibilidad de entendimiento de la familia, la sexualidad y el ordenamiento social que de ello se deriva.

Otra que afirma que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y la obligación del Estado a garantizar una vida libre de discriminaciones para toda su ciudadanía, son los criterios para el entendimiento de la familia, la sexualidad y el ordenamiento social que de ello se deriva.

Creer que se trata de que ambas partes expongan sus posiciones y convenzan al público, a la nación, ignora por completo la responsabilidad del Estado como mediador de las demandas, y garante de derechos para TODA la ciudadanía. No hay que convencer a nadie: el Estado es laico, así que no puede ser definido por las reglas de ninguna religión, no importa cuán popular sea, ni cuánto tiempo lleve en el país -por cierto, las iglesias evangélicas cubanas no pueden reclamar primacía en ninguno de los dos criterios.

Pastor Adrian Pose, paladín de la “derecha conservadora” en Cuba y defensor de Donald Trump.

Al Estado corresponde regular cómo se define y reconoce a la familia en Cuba, cuánto control tienen las personas sobre su cuerpo, cómo se castigan la discriminación, la incitación a la violencia, y la colaboración con otras naciones para promover agendas políticas específicas. Le corresponde al Estado porque el acceso a los derechos garantizados en la Constitución no es algo sujeto a debate. El debate fue el referéndum constitucional.

Aunque en su momento los cambios en el texto constitucional, a partir de los debates públicos, reflejaron criterios irregulares sobre qué opiniones populares atender, es un hecho que la Constitución de 2019 moderniza profundamente la legalidad cubana.

Desde el 10 de abril de 2019 tenemos la garantía constitucional de que el ejercicio de los derechos es “imprescriptible, indivisible, universal e interdependiente” (art. 41), y de que nadie puede ser objeto de discriminación “por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, edad, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o territorial, o cualquier otra condición… lesiva a la dignidad humana” (art. 42).

Frente a la claridad de la Ley de leyes, el intento de algunas denominaciones evangélicas por justificar su empeño en que el Estado no reconozca los derechos de las personas LGBTIQ+ y sus familias no solo es discriminatoria, es simplemente un ataque frontal a la nación cubana.

En esa línea, invocar la tradición nacional de machismo, homofobia y transfobia, las políticas estatales de persecución contra personas LGBTIQ+ en otros países autodenominados socialistas, o la importancia del credo evangélico entre amplios sectores de la población, solo evidencia que la intensión de estas agrupaciones religiosas no es garantizar las condiciones para la praxis de su culto, sino la intervención activa en el espacio público para imponer políticas públicas de carácter conservador y confesional.

No se trata de tener simpatía por las personas LGBTIQ+, se trata de comprender que ese grupo no tiene respeto por la soberanía nacional y acepta cualquier tipo de apoyo para impulsar sus ideas.

3/ Las 7 denominaciones son: Asociación Convención de Cuba Occidental, Convención de Cuba Oriental, Iglesia Buenas Nuevas en Cuba, Iglesia Evangélica Bethel en Cuba, Iglesia Evangélica Pentecostal de Cuba Asamblea de Dios, Iglesia Metodista en Cuba, Liga Evangélica de Cuba. pic.twitter.com/dns6qmVqXd

— El Bohío Mío (@ElBohioMio) September 15, 2020

Hay tanto compromiso entre el liderazgo de estos grupos religiosos por la transformación legal y política de Cuba en un estado confesional evangélico, que no dudan en asociarse a proyectos cuyo único objetivo es destruir al Estado cubano. Es de público conocimiento que la Alianza de Iglesias Evangélicas de Cuba (AIEC) recibe apoyo material de Evangelical Christian Humanitarian Outreach for Cuba (ECHO Cuba), dirigida por Teo Babún, que recibe recursos del Departmento de Estado y la Agency for International Development (USAID) para “promover la democracia en Cuba”.

En el caso específico de los dineros para la AIEC, el objetivo es dar una voz fuerte a la comunidad cristiana, de modo que alcance a todas las personas posibles: intervenir en las políticas públicas del país. De ahí que tuvieran la capacidad material para coordinar una campaña nacional contra el matrimonio igualitario a lo largo de 2018, que llevó al gobierno a posponer la definición del matrimonio a través de una nueva votación, supuestamente en 2021, sobre el nuevo Código de Familias, en gestación prolongada al menos desde 2009.

El puerto cubano de “Con mis hijos no te metas”

Llama la atención que, a pesar de la abundante información sobre las intenciones de intervención pública de estos grupos evangélicos conservadores, las intenciones explícitas de varios por hacer Cuba confesional (#MakeCubaGodlyAgain es una etiqueta popular en ese círculo) y el documentado vínculo monetario entre la AIEC y la USAID el gobierno cubano, tan rápido para señalar, perseguir y castigar a otras personas o entidades críticas de su desempaño, deje que estos grupos se expresen y actúen.

¿Qué pasa? ¿Dónde están la combatividad revolucionaria frente a la ocupación del espacio público de manera coordinada por entidades no estatales, algunas con documentado financiamiento de una potencia extranjera?

No es extraño que Teo Babún haga conversatorios en Facebook Live para explicar cómo los grupos religiosos que asesora y financia son “una fuerza social emergente” en Cuba.

Debate sobre grupos religiosos en Cuba, auspiciado por organizaciones conservadoras, un medio opositor cubano y con la participación especial de John Barza, administrador de la USAID.

Mientras todo esto ocurre, la ciudadanía de las personas LGBTIQ+ se desarrolla a contrapelo. No porque el Estado la reconozca, sino porque las personas encuentran caminos para reconocerse, dialogar, actuar. Desde que, en 2008, el CENESEX empezara a organizar cada mayo jornadas para celebrar el Día Mundial de Lucha Contra la Homofobia, hasta que la etiqueta #LaMarchaVa se hiciera viral en mayo de 2019, muchas cosas han cambiado, para bien y para mal.

#LaMarchaVa culminó en el “11M” la primera marcha política exitosa de la comunidad LGBTIQ+ cubana. Claro que la consciencia y el compromiso de lucha contra la discriminación no aparecieron en la primavera a inicios del siglo XXI. Hay una historia de presencia, persecución, resistencia, solidaridad y perseverancia, tan antigua como la de la nación.

Nuestra ciudadanía es real. No tenemos que pedir perdón a nadie por existir. En cambio, tenemos derecho a exigir la garantía de nuestros derechos. La libertad religiosa, la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, son valiosos elementos del nuevo contrato social de Cuba, firmado en 2019. No son, no pueden ser, amparo para el discurso de odio y la promoción de agendas políticas que nieguen el reconocimiento de derechos para una parte de la población o la pérdida de derechos ya conquistados.

Repito, esto no es asunto de convencer al público de quién tiene la razón. Quienes sienten orgullo de llamarse fundamentalistas tienen toda la libertad de serlo. Su fe no les da derecho a dictar cómo hacen sus familias, disfrutan sus cuerpos, o expresan su amor el resto de las personas de la nación.

No acepto sus reglas del juego.

Miro al Estado, mi garante.

Las personas LGBTIQ+ esperamos la respuesta legal del Estado y también espera, ¿por qué no decirlo esta vez?, el pueblo de Cuba.

6 octubre 2020 34 comentarios 667 vistas
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