Una vez más los vaticinios de que las relaciones cubano-norteamericanas comenzarían a mejorar definitivamente este año, han sido desmentidos por la realidad en el terreno.
Como ha quedado demostrado a lo largo de los últimos 64 años, en una relación tan asimétrica entre vecinos cercanos, lo que puede hacer La Habana para modificarlas es muy poco en comparación con lo que puede hacer Washington. Por eso, el actual contexto está marcado por una clara hostilidad del gobierno norteamericano hacia el cubano y una política de «guerra fría» desde aquel hacia este.
Esa política la inauguró Donald Trump en 2017, cuando revirtió el breve momento de normalización que Raúl Castro y Barack Obama inauguraron en diciembre de 2014. A pesar de la buena disposición del gobierno cubano para retomar ese camino de normalización, tanto bajo Donald Trump como bajo Joe Biden, su sucesor, la relación sigue congelada en un conflicto al que Obama intentó poner fin sin éxito.
Se había pensado que con el reinicio de las conversaciones migratorias en abril de 2022, y su continuación a fines de año, las crecientes demandas de actores domésticos (representantes demócratas en el Congreso) e internacionales (nuevos gobiernos en Colombia y Brasil y la Cumbre de la CELAC, en Buenos Aires) para que Cuba fuera retirada de la lista de países promotores del terrorismo del Departamento de Estado; así como la aplastante derrota demócrata en las elecciones parciales en Florida, que la sacaba definitivamente de la lista de Estados en disputa (battleground states); se produciría un clima favorable para que el presidente Biden al fin se distanciara clara y definitivamente de las políticas de «guerra fría» contra Cuba restablecidas por Donald Trump en junio del 2017.

El presidente Donald Trump muestra una orden ejecutiva firmada rodeado de miembros del gabinete y simpatizantes en Miami el 16 de junio de 2017. (Foto: Lynne Sladky / AP)
Se esperaba también que eso llevara a la administración a adoptar una política propia hacia Cuba que se acercara más a la de Barack Obama, quién célebremente proclamó en marzo del 2016 durante su visita a La Habana, que había venido a poner fin al último conflicto de la Guerra Fría.
Aunque la administración ha introducido dos o tres cambios cosméticos en su política hacia la Isla en las últimas semanas, aún quedan al menos tres medidas tomadas por Trump que el actual presidente demócrata no ha tocado: el mantenimiento de Cuba en la lista de estados promotores del terrorismo; la autorización de que ciudadanos cubano-americanos que eran cubanos cuando sus propiedades fueron nacionalizadas en los primeros tres años de la Revolución acudan a los tribunales norteamericanos para pleitear contra inversionistas extranjeros que estén explotando esas propiedades en coinversión con entidades cubanas (Titulo III de la Ley Helms-Burton, suspendido por todos los presidentes republicanos y demócratas entre 1996 y 2019); y la creación de una lista restringida de hoteles donde ciudadanos norteamericanos que viajen legalmente a Cuba no se pueden alojar.
Esta última medida es tan abarcadora que en La Habana hay uno sólo excluido de la lista. Téngase en cuenta que ello refuerza la prohibición de viajar, excepto a las personas que puedan clasificarse en las doce categorías autorizadas, una regulación de por sí bastante engorrosa. Recuérdese que Obama la echó por la borda mediante la aprobación de una licencia general que, junto a permitir las visitas de cruceros norteamericanos a puertos cubanos, tuvo un impacto decisivo en el aumento de visitantes norteamericanos. Esto, a su vez, influyó también en el auge de los negocios privados, perceptible en la Cuba del 2015-2016.
Tres o cuatro acontecimientos en la última semana demostraron que la administración Biden tiene muy pocas intenciones de distanciarse claramente de las políticas de guerra fría que giran alrededor de la aplicación de la presión máxima por medidas coercitivas unilaterales en lo económico y fomento de la subversión en lo político para producir el ansiado «cambio de régimen».
En rápida sucesión, Washington, a pesar de la solicitud oficial de devolución del gobierno cubano, otorgó asilo político a un piloto cubano que cometió un claro delito de secuestro de nave aérea, lo que viola distintos acuerdos bilaterales y multilaterales; canceló, a mitad de su desarrollo, la visita de un grupo de funcionarios cubanos invitados a Estados Unidos dentro del acuerdo de cooperación sobre seguridad portuaria y navegación marítima; y continuó listando a Cuba entre los estados promotores del terrorismo en el informe anual sobre el tema que cubría el año 2021, publicado hace unos días por el Departamento de Estado.
En lo que va de 2023, se han dado algunos pasos que no por positivos dejan de ser muy tímidos, si se tiene en cuenta el negativo estado en que la administración Trump dejó las relaciones. Ellos fueron la reapertura parcial de los servicios consulares de la embajada norteamericana en La Habana, cerrados desde 2017 debido a los supuestos «ataques acústicos», y el restablecimiento de un canal regular para el envío de remesas desde Estados Unidos. No pocos analistas han señalado que la Casa Blanca evitó comentar el informe de la comunidad de inteligencia que exoneraba a la Isla en el tema de los falsos «ataques».
Desde el primer momento el gobierno cubano aseguró que no tenía nada que ver con los «incidentes sónicos» que la administración Trump adujo como excusa para cerrar los servicios consulares en La Habana. Asimismo, ofreció toda la cooperación necesaria y puso a disposición de los investigadores norteamericanos las facilidades imprescindibles para llevar a cabo su trabajo en territorio cubano. Lo menos que merecían tanto el gobierno como los miles de ciudadanos cubanos afectados por la medida, era una disculpa pública oficial de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. Eso no se produjo.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump y el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, dijo que creía que el Gobierno de Cuba estaba detrás de los presuntos ataques sónicos contra diplomáticos estadounidenses en la isla. (Foto: Kevin Lamarque / Reuters)
Por otra parte, a fines del 2022, funcionarios del Departamento de Estado adelantaron a distintas fuentes que la administración preparaba un paquete de medidas para facilitar el acceso del sector privado cubano a productos e insumos en Estados Unidos. Todo indica que la iniciativa, que se daba por hecha una vez pasaran las elecciones parciales de noviembre del 2022, ha sido pospuesta sine die.
La administración Biden se ha metido en un callejón sin salida del cual le será difícil salir si no define claramente su posición ante el gobierno cubano. O acepta su legitimidad y amplía la cooperación para avanzar en el proceso de normalización, como hizo el presidente Obama, o acepta el precepto central de la ya fracasada política de «guerra fría», que tiene como centro deslegitimar al gobierno y coaccionar al pueblo cubano para lograr el cambio de régimen. Este es un dilema del cual ninguna administración demócrata ha podido escapar.
Los presidentes Jimmy Carter y Bill Clinton intentaron evadirlo con «medias tintas» y fracasaron. El presidente Barack Obama lo solucionó de la única forma que se puede: dijo claramente que Estados Unidos no tenía ni la intención ni la posibilidad de imponerle a Cuba un cambio y que ese cambio dependía exclusivamente de los cubanos. Estos pronunciamientos, que se sumaron a su conocida posición de oponerse a las sanciones económicas, comerciales y financieras contra la Isla desde 2004, cuando era Senador por Illinois, no le impidieron al mandatario ganar el estado de Florida, tanto en 2008 como en 2012.
Según Juan González, director de América Latina del Consejo de Seguridad Nacional en la Casa Blanca, la política de Biden hacia Cuba, se ha acordado ya, y no será ni como la de Trump ni como la de Obama. O sea, una «tercera vía», emulando los intentos fallidos de Carter y Clinton. Como aquellas políticas, tiene el claro inconveniente de que no se desmarca del propósito de provocar el derrocamiento del gobierno cubano mediante una combinación de presiones económicas y subversión política. Dado que ese objetivo ha demostrado ser inalcanzable después de reiterados intentos de reforzar la coacción y la subversión, cualquier administración que lo adopte sucumbirá ante las presiones de la derecha en el Congreso, pues siempre se le reprochará que no logró lo que proponía.
Es probable que lo que se vea en los próximos meses, y sobre todo durante el año electoral 2024, sea una administración Biden sin una idea clara de qué es lo que quiere con Cuba: normalización y cooperación o guerra fría y cambio de régimen. Como esta última fue la que le dejó Trump en vigor cuando emitió su directiva presidencial de 2017, por la cual revirtió la de Obama de 2016, no queda más remedio que adoptar un enfoque pesimista.
Más allá de la tendencia hacia las prácticas de «guerra fría» de sus colaboradores, en última instancia el responsable de ello es el propio Biden, quien no ha sabido liderar la política hacia Cuba, como hizo el presidente Obama en sus dos mandatos.
No hay a la vista un gobierno norteamericano que asuma el reto de volver a la vía de la normalización iniciada por el presidente Obama. Mucho menos será eso concebible si el gobierno cubano no supera la crisis económica, social y política que embarga al país y no logra que el mismo avance decididamente por el camino de la prosperidad.
Entre los adversarios más furibundos del gobierno cubano en Estados Unidos, la crisis actual fomenta la narrativa de que la sociedad cubana ahora sí es vulnerable a las sanciones y es el momento de apretar y no aflojar para lograr el cambio de régimen. En un contexto en que las elites norteamericanas han abrazado la “nueva guerra fría” como principal “modus operandi” en política exterior, es presumible que esa narrativa ha sido asumida por el entorno de Biden y hasta por el propio presidente.
La fórmula que posibilitaría al gobierno cubano contrarrestar esta manera de pensar es encarrilar el país de manera categórica en el camino de la prosperidad, acometiendo con audacia y rigor las reformas aprobadas. Esta estrategia sería mucho más efectiva si ello se hace en alianza mutuamente respetuosa y beneficiosa con los emprendedores privados, la sociedad civil y la ciudadanía en general. No se puede olvidar que en un eventual proceso de normalización pudiera haber la pretensión de fomentar el distanciamiento entre gobierno y sociedad civil.
Altos funcionarios cubanos han vuelto a demandar que se cambie la vieja mentalidad. Una de las manifestaciones de esta última es la de posponer cambios inevitables pero riesgosos o incómodos para ganar tiempo. La vida, siempre terca, ha demostrado en estos años que esa táctica no funciona más.