El espacio que habitamos ha estado marcado durante más de sesenta años por la impronta de una revolución. Este fenómeno ha permeado todas las esferas de la sociedad, de modo que lo que se espera en un ámbito así es que los individuos actuantes en él sean revolucionarios.
Debido a ello, en el principio se pretendió forjar el “hombre nuevo”, un sujeto que acogiera todas las señas de quien construye una sociedad desconocida hasta entonces. Pero esto se asumió desde presupuestos principalmente ideológicos y con una dirección burocrática que muchas veces contravenía lo que se procuraba. No se realizó desde una generosa y profunda formación humanista de valores que gradualmente se enraizaran como convicciones para la actuación.
Antes bien se concibió como un intenso adoctrinamiento despersonalizado y dogmático, donde el discurso importaba más que la acción práctica. Consecuentemente se premió más la obediencia y disciplina formales que la actitud consciente. ¿Cuántos de nuestros conciudadanos no proclamaron por años el propósito de ser “como el Che” (modelo de alta exigencia ética) y luego enrumbaron por sendas totalmente opuestas y devinieron individuos antisociales que refutaban tal objetivo?
Raúl Castro Ruz, en la VIII Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, 7 de Julio del 2013. Foto: Ismael Francisco/CUBADEBATE
La aparición de conductas negativas que se han desarrollado en el país denunciada por el Secretario del Partido, Raúl Castro, en su discurso ante la Asamblea Nacional el 7 de julio de 2013, es muestra fehaciente del fracaso. Los valores se forman desde la actuación sensible y consciente así como en el más desprejuiciado y abierto humanismo.
La decencia, la honestidad, la honradez, la sinceridad, la sensibilidad, la solidaridad, la participación, la responsabilidad, la productividad, la cooperación, etc. no son de izquierda ni de derecha sino de lo más enraizadamente humano. No son lemas ideológicos sino modos de ser debidamente interiorizados.
A pesar de lo dicho, vivimos rodeados de seres que se autoproclaman revolucionarios. Sin embargo, su actuación se aleja notablemente de lo que presupone tal calificativo. Un revolucionario se presume que sea alguien que continua y denodadamente esté luchando por mejorar las condiciones en que vive, por cambiar los nudos que impiden un avance sistémico incesante y, a la vez, por mejorarse a sí mismo a través de su aportación.
Muchos de los que se autodenominan revolucionarios son personas que básicamente se atienen a cumplir órdenes incondicionalmente, repetir postulados recibidos y mantener una conducta según lo estipulado por quienes marcan la pauta del proceso llamado revolución. Por lo general, no estudian la vida, no se inspiran en las vicisitudes de su entorno y de sus conciudadanos para trazarse nuevos propósitos y formas de actuación. Los impulsa su concepto del deber y no el verdadero ser. Es esto lo que conduce a un estatismo frustrante e improductivo.
El país necesita sujetos activos, ampliamente informados, atentos al fluir de la vida, con pensamiento crítico y que sientan la necesidad de transformar el estado de cosas
El espíritu de transformación (y consecuentemente de autotransformación) es principal. No se puede ser un mero perceptor o receptor de lo que acontece. Hay que involucrarse generadoramente. No se trata de cambiar solo para dar muestras de que algo se mueve. Se trata de ir a tono con el contexto y las exigencias de los tiempos y los seres humanos que transitan por ellos, para crear las condiciones de existencia donde mayoritariamente estos se puedan desarrollar satisfactoria y armónicamente.
Una sociedad que aspira a un modo de vida altamente cívico y próspero demanda seres que tengan la voluntad de hacer lo posible para lograrlo, siempre pensando que no se puede postergar la vida. Ella es nuestro patrimonio mayor y es único e irrepetible. Hay que empezar a alcanzar lo ansiado desde hoy. De ahí la constancia indetenible del denuedo exigido. Por esto es que es tan necesario el sujeto activo.
Según mi parecer, este no debe semejar a un soldado que se limita a cumplir órdenes. Antes bien debe ser un creador que, a partir de su conocimiento e información, así como su involucramiento con su medio, comporte una constante intervención que lo lleve a obrar con opiniones y acciones en la evolución de su entorno. Ello implica una vocación humanista, un espíritu crítico, una inclinación meliorativa, en sentimiento cooperativo, una responsabilidad participativa, una postura cívica, así como una voluntad emprendedora, principalmente.
Es muy necesario el desarrollo de una conciencia crítica, pues el análisis sensato, la indagación constante y la inconformidad con los postulados osificados, son premisas para cualquier transformación. No obstante, a la vez, es imprescindible una postura activa en la búsqueda de solventar aquello que se critica.
Esto hace necesario que tal sujeto este sensibilizado con los asuntos de sus conciudadanos y que sienta que también tiene responsabilidad en hacer no solo por él mismo sino por los otros. Se supone que, si cada cual asume esta actitud, pues la solidaridad y la armonía desplazarían la indiferencia y el desdén típicos de la mentalidad gregaria que se guía por lo establecido.
Al tener esa postura consciente y activa, este sujeto estará apercibido de que las instituciones que los hombres crean para organizar y orientar a la sociedad solo los representan y a ellos deben responder. Esto quiere decir que tales sujetos tendrán una conducta vigilante para que el estado y sus instituciones no se devoren a sus ciudadanos y que los derechos e intereses de estos prevalezcan en todo caso.
Solo con una actitud alerta se puede vencer cualquier situación de burocratismo autoritario, castrante e infuncional respecto a lo que necesitan y buscan los individuos
Para que ello se logre hace falta un alto sentido de responsabilidad ciudadana, así como las condiciones que estimulen la actuación de tal tipo de individuo antes que frenarlo, en circunstancias que incentiven la iniciativa y la actividad transformadora. Tal sentido de responsabilidad significa que los sujetos deben estar imbuidos de que es necesario que cada cual haga su parte y que ningún logro material o espiritual puede concretarse si no estamos convencidos y decididos a alcanzarlo.
La libertad, la prosperidad, la democracia, la urbanidad armónica, solo se alcanzan si primero existen como determinación en nuestro fuero interno, que es quien dirige nuestro proceder.
La indiferencia a tomar partido, el temor a expresar lo que se piensa y la contención a actuar guiados por iniciativa propia, solo derivan de espíritus ignorantes, domesticados y sin altos propósitos en su existencia. Hacen falta individuos atrevidos, que se arriesguen para obtener algo mejor, que quieran hacer su vida y no que esperen porque alguien se la diseñe.
En esto la autoestima es fundamental, pues si los individuos no tienen conciencia de que merecen ser y serlo a la altura de los tiempos por los que transita la humanidad nada lograrán. Es necesario que vean su existencia como una creación a partir de sus deseos y aspiraciones, solo posible mediante su voluntad y desempeño. Porque la vida humana no es solo una realización biológica sino, fundamentalmente, una cultural y espiritual, lo que da preeminencia a la disposición del sujeto.
Es imprescindible desterrar el nefasto espíritu de masa, materia informe y manipulable, ente abúlico y que solo sigue los impulsos de una fuerza externa superior. Debe sustituirse por el de un sujeto actuante, alguien que dialoga, concierta y actúa con sus semejantes para elevarse sobre las vicisitudes, carencias y limitaciones hacia su realización plena.
Tal vez esto parezca platónico, pero no lo es. Solo se necesita la voluntad para abrir las oportunidades y crear el contexto propicio para que germine el sujeto activo. En fin, más que un seguidor entusiasta de una idea que lo lleve a portarla como una insignia permanente de identificación (“revolucionario”), el país necesita de ciudadanos conscientes, sensibles, activos y escrupulosamente cívicos.
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