Vivimos tiempos oscuros para la izquierda latinoamericana. La victoria de Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones en Brasil es indicador de que la izquierda ha perdido gran parte de su capacidad movilizativa.
No se trata de un acontecimiento circunscrito a la realidad brasileña, sino que forma parte de un conjunto de crisis, retrocesos, estancamientos y debacles que hemos visto en los últimos años. Una cadena de penosos acontecimientos, solo ligeramente interrumpida por la victoria de AMLO en México. En esta coyuntura, no queda otro remedio que hacer un llamado a la recapitulación y a la autocrítica; es el momento para darnos cuenta de cuánto nos ha costado haber dejado de producir alternativas a la situación actual, tanto material como idealmente.
De nada sirve llamar la atención sobre el hecho de que la derecha y el capitalismo controlan los medios de comunicación, las redes sociales, etc., o de que tienen planes macabros de ingeniería social para lavarle el cerebro a millones de personas. Siempre ha sido así, las clases dominantes siempre han ejercido de un modo u otro su hegemonía cultural. El problema es que de nosotros, la izquierda, se espera que seamos capaces de romper los límites de los posible y convertir en realidad aquello que antes no era más que una utopía. Se espera que resolvamos los grandes problemas acumulados, a pesar de la resistencia que hagan los poderosos. Cuando no estamos a la altura de esas expectativas, por la razón que sea, una gran parte del pueblo deja de confiar en nosotros como políticos.
Pero es que incluso, llevando a cabo un análisis objetivo, es imposible decir que el retroceso de la izquierda se deba solo a los ataques del imperialismo. No se puede cerrar los ojos frente a la profunda crisis moral, política e intelectual por la que está pasando la izquierda. Esa crisis tiene sus causas en deformaciones y errores que se arrastraron durante años, que a muchos le parecieron detalles de poca monta y ahora han mostrado sus consecuencias.
Por diversas razones, el No al ALCA que se dio en Mar del Plata en el año 2005 se considera uno de los momentos cúspides del movimiento izquierdista en el nuevo siglo. En aquel momento resultaba evidente que Chávez, Lula y Kirchner estaban haciendo eso que Gramsci llamaba “gran política”, aquella que abre en la realidad posibilidades nunca antes soñadas. Chávez, principalmente, siempre tuvo claro el tipo de política que quería hacer, y mientras mantuvo su liderazgo la izquierda latinoamericana tuvo perspectivas. Sin embargo, los gobiernos progresistas latinoamericanos pronto cayeron en la política pequeña de los pactos, la rutina parlamentaria, las concesiones empresariales, las campañas electorales, etc. Y cuando una revolución se detiene, no le queda más remedio que ser aplastada.
El acomodo y el reformismo de los gobiernos progresistas, que no pocas veces pactaron con fuerzas de centro-derecha para llegar al gobierno, fue el caldo de cultivo para su futura caída. Vivimos en un mundo donde la cultura capitalista lleva las de ganar, porque es el modo de producción existente y los aparatos ideológicos del capitalismo se han hecho expertos en guerra cultural. Si se pierde la iniciativa frente a ellos, el retroceso está servido. Incluso los millones de personas sacadas de la pobreza se convierten en materia prima para la formación de sujetos capitalistas.
Además, por si esto fuera poco, el reformismo de los gobiernos de izquierda muchas veces vino de la mano de un aumento de la corrupción. Las razones que permiten explicar esto pueden ser muchas, pero el hecho es que casos como el de Lava Jato le hacen un daño terrible a la izquierda. Cuando uno proclama a viento y marea su superioridad moral, debe cuidarse mucho de traicionar ese compromiso. Muchas veces la gente común prefiere a un explotador sincero y descarnado, antes que a un estafador que juega con las esperanzas.
Por otro lado, la izquierda latinoamericana en muchos casos no ha sido capaz de superar el viejo problema del caudillismo. Para los movimientos revolucionarios que de algún modo logran hacerse con el gobierno en Latinoamérica, resulta una tentación muy grande “anclar” esa victoria y los logros obtenidos a la figura de un líder. En un subcontinente donde las instituciones son impopulares, ese método es muy efectivo a corto plazo. Sin embargo, la entronización del líder provoca casi siempre la desmovilización del resto de las fuerzas revolucionarias, así como el aumento del estatismo. Y si por alguna razón el líder debe abandonar el gobierno, eso puede significar el fin del proceso.
La derecha hace un uso muy eficaz de las debilidades de los procesos que giran alrededor de la figura del líder. Ellos van reuniendo poco a poco el descontento por los errores reales o virtuales del líder, acumulando poco a poco el resentimiento contra él y explotándolo desde los medios de comunicación. Tarde o temprano consiguen que una parte importante del pueblo, cada vez mayor, le dé la espalda. Rafael Correa fue uno de los pocos que quiso ir en contra de la tradición caudillista cediendo el cargo de presidente, pero desgraciadamente le pagaron con la traición. Gracias a Lenin Moreno, ahora serán muchos más los revolucionarios que creerán que los buenos líderes deben mantenerse en el gobierno indefinidamente.
Mientras tanto, el único país en el que se puede decir que se intentó superar el reformismo, el país en el que por más tiempo se mantuvo la movilización de las masas y en el que se creó un movimiento que fue capaz de sobrevivir al líder, Venezuela, ha caído en una crisis profunda. Esa crisis es muy compleja, y merece un análisis aparte, pero se puede decir con seguridad que parte de la responsabilidad le corresponde al propio gobierno chavista. Sobre todo, es difícil entender cómo han permitido que la inflación crezca del modo en que lo ha hecho. La población venezolana se hunde masivamente en la pobreza, mientras el gobierno da indicios de ser incapaz de controlar la crisis.
Venezuela, hogar del proceso más radical del socialismo del siglo XXI, hoy es símbolo negro de miseria, corrupción y caos, con el que los medios de comunicación occidentales cómodamente desmoralizan a la izquierda.
En esta situación alarmante en que nos encontramos los revolucionarios latinoamericanos, es muy fácil que surja la mentalidad de barricada y de solidaridad sectaria. Pero ese es otro de los errores que nos han hecho daño. La izquierda tiene que ser crítica, y no es posible que algunos sean defendidos por tener un discurso antimperialista, mientras que con sus actos hacen todo lo contrario, o son tan negligentes que le hacen daño a la causa del bienestar popular. Los méritos que alguien haya acumulado en el pasado no le pueden servir como patente de corso para hacer cualquier cosa sin ser criticado. Por ejemplo, tenemos todo el derecho de criticar al gobierno de Daniel Ortega por la forma burda en que enfrentó su crisis interna. Los sucesos del 2018 en Nicaragua también le han hecho daño al movimiento continental.
Si se quiere que la izquierda salga de este abismo que amenaza tragársela, es necesario pasar a la ofensiva. Es necesario que los revolucionarios seamos capaces de mostrar que tenemos ambos pies sobre el suelo y que tenemos imaginación e ideas con las que dibujar el futuro. Es preciso mostrar nuestra fuerza, que a fin de cuentas es la fuerza del pueblo movilizado, y que es capaz de vencer cualquier guerra económica, bloqueo o propaganda. Ahora mismo, Evo Morales es uno de los pocos líderes de verdad que le quedan a la izquierda, y todos podríamos aprender de él. Evo aún es capaz de conmover a su pueblo con la posibilidad de una salida al mar; solo él podía, no hace mucho, decirle a Trump todas las verdades en el Consejo de Seguridad de la ONU. Es preciso aprender del líder boliviano, porque tampoco él podrá llegar lejos solo.
¿Y qué podemos, específicamente, hacer nosotros los cubanos frente a este escenario? Ya el hecho de que sigamos aquí, imperturbables, es una forma de ayuda. Pero si Cuba fuese capaz de reverdecer, de cambiarse a sí misma para avanzar hacia un socialismo tanto próspero como sostenible, entonces podría ser una fuerza expansiva que viniese en apoyo de toda la izquierda latinoamericana. Desde mi punto de vista, ahora son ellos, nuestros vecinos de la Patria Grande, los que necesitan de nosotros. Necesitan que la luz de la Revolución Cubana brille alto, entre las olas del embravecido mar, para llevar a todos hasta el puerto seguro.
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