Hace unos días, el jurista y profesor universitario Julio Antonio Fernández Estrada tuvo a bien invitarme a la primera mesa de debate coordinada por Articulación Plebeya. El tema a debatir abordaría las formas y los retos para un diálogo en Cuba, no entendido únicamente como encuentros, formales o no, entre instituciones estatales y sus públicos con el fin de analizar determinadas demandas; sino también como el intercambio respetuoso, pacífico, honesto y constructivo entre diferentes actores que hacen parte de una sociedad civil mucho más diversa, plural y conflictiva.
Compartir el espacio con los investigadores Ailynn Torres Santana y Carlos Alzugaray, con el educador popular Ariel Dacal, el dramaturgo Yunior García Aguilera y la artista visual Camila Lobón, fue una experiencia gratificante y enriquecedora. Aunque en Brasil he participado en diversos debates académicos y políticos con colegas que defienden diferentes visiones del mundo y militan en disímiles causas, por primera vez tuve la oportunidad de ser parte de algo parecido en Cuba.
Aceptamos la convocatoria de Articulación Plebeya sensibilizados unos y afectados otros por la escalada de violencia simbólica y física, así como por la puesta en práctica de diferentes formas de asedio contra artistas e intelectuales. Todo eso frente a la actitud de un Estado que, en lugar de dar pasos para resolver conflictos que no son insalvables, contribuye a agudizarlos.
Transmitida a través del perfil de Articulación Plebeya en Facebook, la Mesa fue una suerte de ensayo —práctica de laboratorio— de lo posible. Un experimento en el que los actores convocados expusieron sus argumentos sin ofensas, zancadillas, descalificaciones ni unanimidades. No estuvimos allí para discutir sobre ideologías y teoría democrática, sino para defender la importancia y necesidad del diálogo y de la formación de una cultura cívica y democrática en la sociedad cubana.
La transmisión no estuvo exenta de tropiezos. A duras penas Yunior García y Camila Lobón pudieron contar sus experiencias como integrantes del 27N, el colectivo de artistas e intelectuales que, a fines de noviembre de 2020, justo después del operativo policial contra la sede del Movimiento San Isidro, se reunió espontáneamente frente a la sede del Ministerio de Cultura, no para tomarlo violentamente sino para exigir la apertura de un proceso de diálogo con las autoridades culturales de la Isla. Tal vez por azar o de forma deliberada, los móviles de Yunior y Camila dejaron de conectarse a la red de datos móviles. El dramaturgo pudo acceder por medio de otro teléfono, pero la artista visual debió enviar un audio de su intervención.
Durante la emisión, junto a los comentarios, preguntas, demostraciones de solidaridad y críticas fundadas; no faltaron los esperados mensajes de odio, las amenazas veladas y descalificaciones, especialmente dirigidas a Yunior, Camila y Julio Antonio Fernández Estrada, nuestro moderador. Horas después, Alexis Triana, funcionario del Mincult, compartió un regalo que agradezco: un meme para ridiculizarme. Por su parte, el domingo 14 de febrero, Granma publicó un escrito con acusaciones sin fundamento y repleto, eso sí, de lugares comunes y frases hechas. Su mensaje se reduce, en esencia, a afirmar que todo diálogo al margen de la institucionalidad es una actividad contrarrevolucionaria y que todos los que disienten son mercenarios.
El gran número de mensajes recibidos, el poco tiempo del que disponíamos para intervenir y los imprevistos que se presentaron durante la directa, no permitieron una mayor interacción con los internautas. No se censuró a nadie ni se borró ningún comentario, y al final de la Mesa, la profesora Ailynn Torres respondió cinco preguntas enviadas por una usuaria.
En la primera de mis dos intervenciones, me referí a los habituales juicios mediáticos contra opositores, artistas e intelectuales críticos. Expresé que si bien no se trataba de un fenómeno exclusivo de Cuba, la discusión acerca de la naturaleza ética y la legalidad de los juicios paralelos o mediáticos no se limita al derecho de los medios estatales —y del Estado mismo— a la libertad de expresión, de prensa y a divulgar información de interés público, sino que incluye igualmente un juicio justo a los supuestos infractores de las normas de convivencia social apreciadas por los detentores del poder real, que debe respetar derechos como: la presunción de inocencia, el derecho al honor, a la intimidad, la privacidad y el derecho a la réplica.
Afirmé además, que allí donde existen, el objetivo de los juicios mediáticos no es otro que influenciar y predisponer a la opinión pública a favor o en contra de los imputados, sin esperar las decisiones de los órganos encargados de impartir justicia. Tales prácticas minan la credibilidad de un sistema de justicia que, en el caso de Cuba y hasta donde sabemos, no ha procesado ninguna de esas denuncias por motivos tampoco explicados.
Antes del cierre de la Mesa de debate, expresé que un régimen político que no reconozca el pluralismo político, desmerezca el diálogo y criminalice el disenso, no puede presentarse como una democracia. Por «democracia sin apellidos», sin etiquetas, me referí no a una democracia desideologizada, sino a la necesidad de corroborar empíricamente, a partir de indicadores bien definidos, el carácter democrático o no de un determinado régimen político.
Al instante, la frase «democracia sin apellidos», provocó comentarios oportunos de los colegas Ailynn Torres e Hiram Hernández, al tiempo que, sacada de contexto, dio combustible para turbinar la reacción airada de quienes con frecuencia alternan su rol de presuntos defensores de las causas más nobles de la humanidad en sus columnas de la prensa oficial, con el de haters, manipuladores, falseadores de discursos ajenos y apologistas del estalinismo neoliberal. En pocas palabras, de los ejecutores —desde la seguridad que ofrecen las redes sociales y el aval estatal—, del trabajo sucio que figuras de mayor abolengo intelectual, burocrático o partidista no pueden realizar para no faltar al decoro que sus cargos exigen.
Nosotros, que también tenemos decoro y sentido cívico, no nos dejaremos llevar al estercolero al que no pertenecemos y en el que habita la hornada que redujo el simbolismo de la Revolución cubana a dos expresiones bien yanquis: sexy y cool, sin que los cancerberos ideológicos allí presentes se inmutasen. La banalización de la propia Revolución que dicen defender es otro de los recursos de lucha.
En otro momento comenté, que en países como China y Vietnam, la legitimidad del modelo social no dependía de la naturaleza del régimen político establecido, sino de los niveles de desarrollo y prosperidad individual y social alcanzados en los últimos treinta años, y que por tanto, las autoridades cubanas tenían dos problemas muy serios. Uno político, dadas las prácticas que delatan los déficits democráticos de un modelo que se presenta, o es presentado, como la superación en todos los sentidos del modelo de democracia adoptado por la mayoría de los países occidentales. Otro económico, a tenor de las dificultades que obstaculizan —bloqueo incluido— la concreción del «socialismo próspero y sostenible» del que, por cierto, hoy poco se habla.
Durante la mesa, Carlos Alzugaray atribuyó la falta de una cultura del diálogo a dos factores fundamentales: la política agresiva de los Estados Unidos contra Cuba, bloqueo incluido, y una serie de errores internos que van desde lo económico hasta lo político. Aunque nunca he negado la materialidad de los factores mencionados por el doctor Alzugaray, nuestra principal divergencia radica en el peso otorgado a cada uno de ellos.
La expresión que se atribuye a Ignacio de Loyola, según la cual en una fortaleza sitiada cualquier disidencia era traición, aplicada al caso cubano, sostiene que el estado de las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, determina a su vez el clima de las relaciones Estado-sociedad civil en la Isla. Sin embargo, la ponderación del bloqueo y del historial de agresiones y planes de cambio de régimen ejecutadas o patrocinadas por Washington, tiende a negar las características inherentes a un proyecto social que tuvo como principal referente, sobre todo a partir de la década del setenta del siglo pasado, al fracasado modelo soviético.
Dicho modelo, desde la guerra civil, pasando por el posterior ascenso de Stalin y hasta la Perestroika de Mijaíl Gorbachov, se caracterizó precisamente por la ampliación de los derechos sociales y económicos de los ciudadanos, la industrialización acelerada —con alto costo en vidas— y grandes hazañas científicas y tecnológicas; pero supeditó la ampliación de los derechos políticos y civiles a la obtención de la victoria sobre el capitalismo y al posterior establecimiento de una sociedad comunista. Fue un Estado que asumió una interpretación del marxismo que consideraba burguesas, y por tanto prescindibles, nociones como estado de derecho, y que subordinó los derechos y libertades de los individuos a los objetivos políticos del partido único.
Así las cosas, si un pecado han de purgar los fundadores y dirigentes de los antiguos regímenes socialistas de Estado, es que en ninguno floreció la democracia política. Al respecto, el filósofo político V. P. Mezhuev consideró que «para un país situado en la periferia, es difícil combinar modernización con democracia y libertad». El socialismo soviético, aseguró por su parte el filósofo y escritor ruso Nikolai Berdiaev, fue realmente «un “capitalismo a la rusa”: capitalista en su contenido tecnológico y anticapitalista en la forma». O sea, capitalismo en la práctica y socialismo en el discurso.
Socialismo con características chinas es tal vez uno de los pocos eufemismos que podemos achacarle a los dirigentes del país que, en menos de tres décadas, se convirtió en la segunda economía del planeta y hoy le disputa la hegemonía económica y política a los Estados Unidos. El Partido Comunista de China, como apuntó Moshe Lewin, combinó la modernización por medio de la economía de mercado sin que hasta hoy renunciara a su sistema político antidemocrático. Reitero, sin ambages y sin venderse como un modelo de democracia verdadera.
En Cuba, donde desde 1991 la prioridad del Estado y de la sociedad no es más la consecución del comunismo —si bien de forma simbólica se mantiene en la Constitución—, sino la preservación de los derechos sociales y económicos adquiridos después del triunfo de la Revolución; ha quedado muy claro que la restricción de derechos políticos y civiles a todos los ciudadanos, en especial, a aquellos que divergen de los postulados y prácticas defendidos por el Partido Comunista, como en la URSS, responde a una cuestión muy pragmática: la preservación del Estado y del poder del grupo, casta o clase que lo dirige.
A los elementos mencionados por Carlos Alzugaray —errores internos y asedio externo—, yo agregaría dos más: la cultura política dominante en nuestra sociedad y los efectos de la crisis económica que nos agobia desde que tengo uso de razón, potenciada ahora por la actual situación sanitaria derivada de la pandemia.
Sobre la cultura política del pueblo cubano, la investigadora Velia Bobes explica que fue resultado de un largo proceso de formación que se inició en el siglo XIX y no ha concluido. Dicha autora, también cubana, afirma que la tolerancia, el diálogo, la negociación, la solución de conflictos y la moderación no son valores fundamentales de nuestra cultura política desde antes del triunfo de la Revolución de 1959.
La práctica política insular sigue la lógica schmidtiana de amigo-enemigo, que se complementa en esta expresión, muy popular en América Latina: «Para mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley». No he consultado estudios comparativos sobre el nivel y características de la cultura política de las y los cubanos en diferentes períodos históricos, pero me arriesgo a afirmar que una de las diferencias principales es la incompatibilidad de la cultura política realmente existente con los valores, principios y normas que constituyen las bases de un régimen político democrático.
Por ejemplo, violencia, intolerancia e irrespeto al Estado de derecho, son incompatibles con principios presentes en las Constituciones cubanas de 1901 y 1940. En pocas palabras, la práctica estaba divorciada del deber ser, de la norma.
A partir de enero de 1959, los enfrentamientos clasistas e ideológicos que todo proceso revolucionario provoca, y la posterior adopción del modelo y marxismo soviéticos, mantuvieron, radicalizaron y legitimaron la intolerancia, el enfrentamiento, la violencia simbólica y física, y la falta de moderación como parte de nuestra cultura política. Aclaro que ellos son patrimonio de la mayoría de los ciudadanos cubanos, independientemente de su credo político, origen social, lugar de residencia y posicionamiento en relación al modelo social vigente en Cuba.
La intolerancia, la violencia, la intransigencia y la poca ponderación son males que lastran la normalización de relaciones entre los integrantes de la nación cubana. Tan es así, que en la primera emisión de la Mesa de debate, personas que hablaron en representación de sí mismas, que no presentaron ningún programa político, no hicieron promesas, no llamaron a la insurrección o a una nueva constituyente, ni ofrecieron soluciones salomónicas para resolver de una vez los problemas de Cuba; fueron tildadas de «demagogas» y «secuestradoras de la voz de la sociedad cubana».
La burocracia estatal y partidista está consciente de que el deterioro de las condiciones de vida del pueblo puede ser fuente de inestabilidad social, y perjudicada ella misma por la crisis que nos azota, se vio obligada a implementar medidas económicas postergadas por varios años y que se vuelven más impopulares de lo que ya eran debido a la actual coyuntura.
En momentos en que hasta actores de la izquierda crítica han denunciado el matiz neoliberal de algunas de las medidas del llamado «ordenamiento monetario», también presente en los discursos de algunos dirigentes llamados a defender y explicar la medidas; la maquinaria represiva se ha vuelto más agresiva y ya no distingue la derecha de la izquierda: todos son «enemigos», «mercenarios», «apátridas», «golpistas».
Es curioso que los mismos portavoces oficiosos —voluntarios y a sueldo—, que hace unos años dedicaron semanas enteras a calificar de centristas y neoliberales a economistas prestigiosos como Mauricio de Miranda, Pedro Monreal, Pável Vidal y Omar Everleny Pérez, parezcan hoy más preocupados en contener y denostar las iniciativas de los artistas e intelectuales impertinentes que en rechazar, por ejemplo, la eliminación, de un plumazo, del pago por antigüedad a los trabajadores del sistema de educación general.
Las descalificaciones recibidas en el perfil de Articulación Plebeya, los memes y posts que desde la semana pasada pululan en los muros de los defensores de la fe y comparsa, son de una agresividad equivalente a la del período brezhneviano, cuyo correlato cubano Ambrosio Fornet denominara el Quinquenio Gris, pero se inspiran en la idea estalinista de imponer el orden por medio de la violencia y el miedo.
A sabiendas o no, estos reclutas abrazan las enseñanzas de Steve Banon y acuden a discursos de odio, racistas, machistas y clasistas. En tal sentido, desconocen el valor, los derechos y la legitimidad del criterio ajeno a partir del discurso populista y fascista del «nosotros el pueblo» contra «ellos los no personas», alegato que apela al ninguneo, que manipula, miente y cuando no hay más recurso se victimiza, que es otra forma de mentir.
Los voceros oficiosos de la burocracia padecen el síndrome del perro del hortelano: no dialogan —dicen—, ni dejan dialogar. Nuevas Mesas de debate serán convocadas por Articulación Plebeya para disgusto de los autócratas criollos, sus fieles escuderos y los mercenarios/arribistas de signo inverso. Los émulos cubanos de la derecha iliberal, que seguirán travestidos de socialistas, habrán de acostumbrarse a la idea de que los que no nos conformamos con una Cuba cool y sexy, seguiremos defendiendo la importancia y la necesidad del diálogo.
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