La propaganda gubernamental, unida a la de sus opositores, ha politizado tanto la discusión del proyecto de código familiar, que a veces es complicado determinar qué se dirime con el plebiscito. En mi criterio, para quienes encabezan las campañas por el «Sí» o por el «No» lo menos importante es el propio código y su contenido. Y buena parte de quienes defienden una posición o la otra no sabe en puridad de qué se está hablando.
Gracias a la desacertada, fastidiosa, anticuada y machacona propaganda de los medios de difusión gubernamentales, para el ciudadano común —el que gasta gran parte de su irrecuperable y único tiempo de vida en colas para obtener, si tiene suerte, algo que llevar a la mesa de sus hijos—, el plebiscito es para demostrar el apoyo o el rechazo al gobierno.
En las condiciones sociales y materiales actuales, el «No» como voto de castigo es una posibilidad; la propaganda de los partidarios del rechazo al código apunta a obtenerlo. En las últimas semanas la propaganda oficialista ha atenuado algo los mensajes del tipo «defender las conquistas», que contribuye al «No», pero el daño ya está hecho.
¿Interesa a alguien el código?
Por atañer a la familia, es lógico suponer que el contenido del código interesa a todos, pero alrededor de él se desarrolla una guerra; en las guerras, se sabe, la primera víctima es la verdad. En este caso, lo es porque se habla del código, pero los objetivos son otros. El contenido del código es lo que menos interesa a los núcleos duros de los propagandistas de la aceptación o del rechazo.
Víctimas son quienes cargarán las consecuencias de una mala elección el día del plebiscito, esos cubanos que sufren desde siempre (no solo desde hace seis décadas) discriminación, abuso o abandono familiar. La propaganda, a favor y en contra del código, ha logrado que se olvide ese aspecto y se vea apenas como un instrumento para proteger a los homosexuales, incluso para promover la homosexualización de la sociedad. A veces pareciera que el código está dirigido solo, o principalmente, a la protección de los homosexuales y el feminismo.
Para mí, el principal error en la concepción del código fue la pretensión de elaborar una norma jurídica más adelantada que la sociedad, inmersa en una crisis de larga data cuya superación no se vislumbra. Crisis económica, pero también política, social, ética. Se vive al día, sin importar qué valor pisotear para alcanzar el día siguiente. Principios como solidaridad, amor al prójimo y búsqueda del bien común ceden espacio al egoísmo y la lucha por la supervivencia. El concepto de ciudadanía, nunca asimilado del todo, es prácticamente inexistente.
En tales condiciones materiales y subjetivas se elaboró un código que responde supuestamente a la composición de las familias cubanas, pero descuida la sociedad como un todo, y entabla un combate frontal contra prejuicios y formas de ver la vida que, desde mucho antes de la crisis actual, con mayor o menor fuerza, siempre estuvieron presentes.
La propaganda en su contra ha sabido utilizar el divorcio entre realidad objetiva y código. Un ejemplo del referido divorcio es la insistencia en la sustitución del término «patria potestad» por «responsabilidad parenteral». No sin razón se ha convertido en una de las banderas más enarboladas por los promotores del rechazo. La dolorosa experiencia de décadas atrás con la manipulación del término (operación Peter Pan) debió advertir a los redactores del proyecto, pero la desdeñaron. Junto a ello, la insistencia en los llamados «temas de género» y «matrimonio igualitario» ha sido caldo de cultivo para gran parte de la oposición al código.
Los partidarios del «No» toman en cuenta nuestra historia y la realidad nacional, y son efectivos en sus campañas. No somos nórdicos y desarrollados; somos subdesarrollados, latinos, caribeños. Los detractores no inundan los medios con doctas conferencias y explicaciones científicas, sino trabajan sobre sentimientos, creencias y prejuicios de la población, preferencias políticas y disgusto por la desastrosa situación económica en que vive la mayoría de los cubanos. Machacan sobre ese hierro caliente y moldean conciencias según sus intereses.
Elaborar un proyecto de código a la altura de los países más adelantados del mundo, satisface tanto a sus promotores que han descuidado algo tan elemental. Uno llega a preguntarse qué les interesa más: La modernidad del código, o su efectividad.
¿Qué hay detrás de todo? Un punto de vista personal
Visto sin apasionamiento, existen en el código más razones para aceptarlo que para rechazarlo. Incluso si no hubiera artículos para la salvaguarda de maltratados, excluidos, discriminados y abandonados a su suerte, habría que apoyarlo, pues constituye un estorbo legal al resurgimiento de monstruosidades como las mal llamadas Unidades Militares de Apoyo a la Producción o las expulsiones de estudiantes de las universidades por su preferencia sexual.
Que nunca las autoridades hayan hecho una petición pública de disculpa, no se haya reivindicado la memoria de las víctimas, ni se haya señalado culpables hasta el día de hoy, es indicio de que continúan vivas las fuerzas promotoras de aquellas aberraciones. Quien lo dude, recuerde que una diputada comparó públicamente las UMAP con una escuela al campo.
La aprobación del código y su puesta en vigor, inmediata y sin tergiversaciones, seguida de un reconocimiento público gubernamental por el daño moral y material causado a tantas personas, sería un paso importante en el sentido de restañar heridas, ayudar a reconstruir el cuerpo moral de la patria y evitar la repetición de aquellos horrores.
Los más acérrimos detractores del código esgrimen términos como «unidad de la familia» y «patria potestad», a los que otorgan el significado que no tienen, y echan mano al disparatado término «diseño original», que no responde a ninguna realidad histórica pero moviliza voluntades a partir de la instrumentalización de las creencias religiosas de la población. No obstante, los fines perseguidos con tales consignas no son religiosos ni éticos, son políticos. Como políticos son los fines de muchos de los defensores del código.
Lo advirtamos o no, esta es una guerra por el poder.
Hay quienes defienden el rechazo o la aceptación desde posiciones sinceras, convencidos de lo que afirman. Pero son simples soldados, no generales. Como en todas las guerras, los generales contendientes terminarán saludándose y repartiéndose el botín; los soldados formarán el grueso de las bajas. Me explico:
a) No creo que todo el aparato gubernamental cubano esté por el «Sí». Supongo que algunos lo están, pero otros están por el «No» y callan por conveniencia. A otros más el resultado les es indiferente: Su interés nunca fue el código en sí mismo, sino su instrumentalización. Estos no perderán con un rechazo, pues con la discusión del código obtuvieron la ganancia esperada.
b) A cierta parte de los promotores del rechazo tampoco le interesa el contenido del código, ni su aplicación, sino su instrumentalización (véase la coincidencia). Estos también ya obtuvieron parte de la ganancia esperada, incluso más; no obstante, la apoteosis sería un rechazo mayoritario.
¿Aparato gubernamental, por el «Sí»?
Por más que los ideólogos intenten convencernos de lo contrario, ningún gobierno es monolítico. Se alcanza la unidad de acción en ciertos momentos o espacios, sin embargo, como afirmaban los latinos: «tantas cabezas, tantos pareceres». Ciertos líderes carismáticos agrupan alrededor de sí seguidores incondicionales, pero a la vez crean mecanismos de silenciamiento de la disensión que les garantizan continuar como voz única.
Fuera de esos casos, solo en temas muy particulares puede haber total consenso, y son los que permiten mostrar esa unidad de acción que se suele confundir con unanimidad.
El gobierno cubano no escapa a esa regularidad; cualquiera que observe atenta y objetivamente la realidad actual lo percibe: Que medidas económicas aprobadas por las máximas estructuras partidarias y gubernamentales se postergaran durante diez años, y se aplicaran en el peor momento, es una muestra fehaciente.
En cuanto al código (y antes, la Constitución), se evidencia que hay sectores convencidos del valor y la necesidad de aprobarlo, y otros que se sirven de él para esconder otros fines (pasar a hurtadillas el nuevo código penal, por ejemplo). Estos ya cumplieron sus metas, el resultado del plebiscito los tiene sin cuidado.
Al respecto, vale la pena recordar lo ocurrido durante el proceso constitucional con el artículo 68 (matrimonio igualitario), convertido en distractor que impidió centrar el análisis en factores medulares de la futura Constitución.
Someter a discusión popular un proyecto de Constitución (democracia del ágora) aparenta ser un ejercicio democrático perfecto. Sin embargo, ¿cómo garantizar, en una asamblea barrial, el análisis objetivo del articulado? Técnicamente es imposible. Además, la presencia del artículo 68 en el proyecto auguraba el fracaso de la supuesta participación democrática Pero se incluyó. ¿Con qué objetivo?
Los resultados hacen pensar que el objetivo era, precisamente, restar efectividad a la consulta. Valga un ejemplo: La UNEAC impidió a sus miembros reunirse para discutir el proyecto de Constitución, con el argumento de que la Asamblea Nacional no admitía reuniones sectoriales. Sugerí poner a disposición de los miembros una dirección electrónica adonde enviar propuestas. La respuesta fue una declaración pública de la presidencia de la UNEAC que llamaba elitistas a quienes insistimos en discutir la Constitución en el seno de la organización. Evidentemente, no interesaban los criterios de la intelectualidad cubana sobre la Constitución.
Vale recordar, en cambio, la libertad de expresión, movimientos y actuación de los grupos que, desde supuestos preceptos religiosos, hacían proselitismo contra el artículo 68. La Habana, donde vivo, se llenó de carteles con el lema «Estoy por el diseño original», y de imágenes de familias que supuestamente responden a dicho diseño, así como de otros mensajes contrarios al artículo 68. Por única vez en la historia nacional posterior a 1959, grupos de opositores a una propuesta del gobierno se movieron sin ser molestados por los órganos represivos. ¿Coincidencia?
Como era de esperar, el artículo 68 acaparó la atención en la mayoría de las asambleas barriales, y no dejó tiempo para discutir aspectos vitales de la Constitución. Los intelectuales «elitistas» que pretendíamos ir más allá de ese artículo no tuvimos espacio donde aportar ideas.
La oposición, ¿por el «No»?
Hay personas que no apoyan al gobierno, incluso que se declaran abiertamente contra él o contra el estado de cosas actual en el país, y sin embargo están dispuestas a decir «Sí» al código, por entender que su alcance va más allá de la pugna gobierno/oposición, protege derechos que siempre debieron estar reconocidos, y limita la posibilidad de ver repetidos horrores como las UMAP.
Otros, en cambio, rechazan cuanto provenga del gobierno, sea beneficioso a la población o no, y califican de traidores a aquellos. Muchos de estos suelen denunciar casos de discriminación contra homosexuales, violencia contra la mujer o desprotección de algunos ciudadanos, pero rechazan lo que constituiría un freno legal a tales fenómenos sociales. Se pudiera pensar que no lo hacen por provenir del gobierno, sino por restarles argumentos a sus campañas proselitistas. Su rechazo al código no provendría, entonces, de consideraciones éticas, sino de intereses políticos.
La oposición que en realidad piensa en el bienestar de la población y la búsqueda del reencuentro familiar, por encima de consideraciones políticas o ideológicas, mantiene una actitud constructiva: Está contra el gobierno en cuanto tiene de criticable, pero no se opone a lo que redunda en beneficio de amplios sectores de la población.
Votar por el código no significa apoyar al gobierno. Se puede hacer un llamado a su aprobación desde una oposición: «Estoy contra el gobierno, pero mi interés es el bienestar de la población». Por desgracia para nuestra patria, esa actitud no tiene muchos seguidores, lo que demuestra una vez más que el concepto de ciudadanía está lejos de ser realidad entre nosotros.
Siendo objetivos, ¿el gobierno pierde si se rechaza el código?, ¿aprobar el código significa «lavar la cara» al gobierno, como opinan algunos?
El gobierno no perdería, sino los sectores de la población cuyos derechos protegería el código. El gobierno no necesita que gane el «Sí» para lavarse la cara. Ganó de antemano, y de antemano se lavó la cara cuando dio vía libre al idealismo de un grupo de juristas para redactar un código a la altura de las naciones más modernas. El gobierno ha ganado reconocimiento internacional presentando al mundo el proyecto como muestra de modernidad jurídica, y al proceso de discusión popular como ejemplo de actuar democrático. Eso no se altera porque se apruebe o no. El efecto «lavado de cara» no tiene marcha atrás. Esa es una gran ganancia del gobierno.
Si se rechaza, el «antidemocrático» no sería el gobierno, sino las fuerzas (políticas y religiosas) que se le opusieron, y se demostraría que la población cubana no está preparada para la vida democrática.
Sospecho que ciertos sectores dentro del gobierno apuestan en secreto por el rechazo. Así, con el supuesto apoyo de las mayorías, mantendrían vigentes sus convicciones patriarcales, machistas y homofóbicas. El rechazo sería el triunfo de quienes añoran los tiempos de las UMAP y las expulsiones de las universidades.
Las iglesias, ¿sirviendo a Dios?
Es conocido que fe, religión e iglesia son realidades diferentes, aunque relacionadas. Grosso modo (el tema es más complejo), la fe es individual, la religión es la unión de quienes tienen similar fe, la iglesia es una institución. Las dos primeras pertenecen ante todo al ámbito espiritual, mientras la institución está anclada al mundo material, y tiene dinámicas impuestas por su condición de tal y por sus vínculos con otras instituciones, religiosas y de otro tipo, entre ellas las de poder y las económicas. Las económicas llevan a luchas por el poder, pues el poder es una forma de enriquecimiento, y sin riqueza no hay economía.
En presencia de intereses materiales, en particular económicos, la fe y la religión pasan a un segundo plano, cuando no a un tercero. O dejan de estar presentes. Pero pueden servir de instrumentos. No vale la pena poner ejemplos, pues a diario recibimos noticias de personas y grupos que se valen de la inocencia de quienes tienen fe para satisfacer bajos instintos o enriquecerse. O para aprovechar la fe de las poblaciones y obtener ganancias políticas. América (no solo la parte latina) ofrece en este mismo instante ejemplos de gobernantes que se han valido del apoyo de ciertas iglesias para obtener votos o mantenerse en el poder.
En tales casos la fe se tomó como instrumento para satisfacer intereses materiales de grupos e individuos que han perdido la noción de lo que debiera ser su misión en el mundo.
En la pugna por el rechazo o la aprobación del código familiar se ha puesto de manifiesto hasta dónde puede llegar el desvío de lo que debiera ser el objetivo principal de una iglesia. Un número considerable de ellas se ha valido de la discusión del código (como antes ocurrió con la discusión de la Constitución) para echar pulso, tanto con el gobierno como con otras denominaciones, en competencia por demostrar fuerza y obtener poder.
El código no es anticristiano. Por el contrario, si hubiera existido antes, muchas violaciones de los principios cristianos se hubieran evitado. Por tanto, no es cierto que el objetivo de la campaña en su contra sea impedir la aprobación de una norma jurídica que atenta contra ellos.
Se manipulan conceptos, se aprovecha que la mayoría de las personas no lee el texto, sino oye lo que le cuentan, y se explota el disgusto de la población contra las medidas económicas gubernamentales y las carencias de todo tipo (ciertamente agravadas por el accionar de una potencia extranjera, pero en gran medida debidas a décadas de errores de los gobernantes). Con estos presupuestos, ciertas denominaciones se erigen como portadoras de esperanza para quienes sufren esas carencias.
En el fondo, esa oposición no es sincera. Es una lucha por ganar el mayor número de adeptos, lo cual significa más riqueza y más poder. Más poder significa más posibilidad de influir en el gobierno, no necesariamente de sustituirlo.
Se equivocan quienes creen que la campaña contra el código procura que el pueblo viva mejor, que las familias estén más unidas, que haya una reconciliación nacional. El verdadero fin es obtener la mayor cantidad de fuerza posible para demostrar al gobierno y a otras denominaciones quién ostenta el verdadero poder sobre las masas. Quién tiene más ovejas, no quién es mejor pastor.
Pregunto a quienes piensen que exagero o estoy prejuiciado: para un religioso qué es más contrario a la doctrina cristiana:
a) que dos personas del mismo sexo, unidas por el amor, tengan los mismos derechos civiles que las parejas de sexos opuestos,
b) matar a otra persona.
Ninguna de las denominaciones cristianas, católicas y no católicas, levantadas enérgicamente contra el código familiar, mostró similar vigor contra el código penal, el cual, además de violar el artículo 46 de la Constitución («Toda persona tiene derecho a la vida»), viola el mandamiento cristiano de no matar (el Papa Francisco recientemente argumentó al respecto). Ninguna hizo, ni antes ni después de la aprobación del código penal, una declaración pública de condena, ni usó el púlpito para crear conciencia contra la pena de muerte, ni reclamó a los diputados cristianos votar en contra.
Entonces, no se trata de defender la doctrina cristiana, sino intereses políticos.
Sobre la conciencia de esos falsos pastores caerá el peso de las muertes que pudieron evitar, tanto como caerán las lágrimas de los infelices que sufrirán por su culpa si el código es rechazado.
Para concluir: los derechos no se plebiscitan
Hay quienes, partiendo del principio «los derechos no se plebiscitan», se oponen al código, aunque no estén contra su contenido. El principio es inatacable; también es cierto que algunos elementos recogidos en el código pudieron ser sometidos a escrutinio por separado, no incluidos en un grueso cuerpo legal que encierra aspectos discutibles con otros incontrovertibles. Pero la realidad es que el documento reúne a unos y otros, y la única opción es aprobar la totalidad o desaprobarla.
Pensemos por un momento en Arabia Saudita. Es un estado teocrático, con monarquía absoluta, sin parlamento, partidos ni alguna otra institución democrática. Es uno de los países con más denuncias por violación de los derechos humanos del mundo; las mujeres no tienen prácticamente ningún derecho, y los delitos se castigan según la ley islámica, que incluye mutilaciones y pena de muerte. También comete crímenes de guerra en Yemen, y no hace mucho el príncipe heredero estuvo implicado en la muerte de un periodista opositor. Ciudadanos saudíes estuvieron involucrados en el atentado contra las Torres Gemelas. Que el mundo apenas oiga hablar de esto se debe a que Arabia Saudita es extraordinariamente rica.
Imaginemos que, por la razón que sea (por ejemplo, «lavarle la cara al régimen»), el monarca de ese país realiza un plebiscito para otorgar derechos a las mujeres. Como los derechos no se plebiscitan, ¿votaría usted a favor de reconocer derechos a las saudíes? ¿En contra? ¿Se abstendría de votar?
Medite sobre eso, traslade a Cuba su respuesta, y actúe en consecuencia.
Por mi parte, diré sí al código, desde luego.
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