Nos creíamos salvados. Las políticas gubernamentales y el esfuerzo de la población daban muestras inequívocas de una recuperación al alcance de la mano. Amén de los decesos y el número de infectados, que no son sólo datos estadísticos sino vidas, la curva de tendencia descendía visiblemente por debajo de los pronósticos más conservadores. De repente el rebrote, los eventos en La Habana y la tristísima vuelta atrás.
Aunque era esperado el contraataque del virus, no se había previsto que fuera en tal magnitud, ni por motivos tan fútiles como una fiesta multitudinaria o un club violando cada uno de los protocolos establecidos. Noventa y tres casos en un día emulaban con los momentos más duros de la epidemia. La reacción no se hizo esperar.
En las redes, en las calles, la opinión general culpaba a los habitantes de La Habana de la arremetida del virus: irresponsables, indolentes, indisciplinados, anárquicos, poco higiénicos –por usar un término publicable- y otros calificativos para los que siquiera existen términos publicables adornaron y adornan el gentilicio habanero en estos días. Pero qué es un habanero exactamente.
En el 2018 nacieron en esta ciudad 19800 personas, pero llegaron 21300 de otras provincias. Eso sólo en un año, se supone que la cantidad de inmigrantes del interior del país que viven en la ciudad sea de más del 25%, o sea, más de medio millón de personas. Por otra parte la emigración de habitantes de La Habana al extranjero oscila entre 15000 y 16000.
Con estas cifras es difícil hablar de un núcleo cultural habanero inamovible, sino que como sucede en casi todas las capitales este núcleo cultural se va modificando y reinventándose a sí mismo de acuerdo a las influencias externas. Por eso, la conducta habanera es la conducta de cualquier persona que viva en la Habana, no importa de dónde ni cuándo llegó, qué vino a hacer aquí, cuáles son sus orígenes o su nivel cultural.
El modo de vida habanero no es exclusivo de quien ha nacido en esta urbe, más bien es la combinación de los modos de vida que desde su fundación ha ido recibiendo y reciclando. No ha habido un sólo momento histórico en que no se hayan importado costumbres tanto del interior como de otros países, ahora más que nunca.
Por otra parte, cualquier estancia prolongada en la ciudad hace que se asuman actitudes y estéticas propias del lugar. Otro aspecto a destacar es la inevitabilidad estadística, o sea, en una población masiva hay muchas más probabilidades de que la contención falle, estas probabilidades son directamente proporcionales al número de habitantes; no fue necesario que diez mil habaneros, por poner un número, violaran ostensiblemente los protocolos establecidos, con tres o cuatro bastó, pero incluso en la sociedad más disciplinada –que no somos- tres o cuatro transgresores no es un número a tener en cuenta.
El problema es que tratamos con un virus, y la menor brecha se convierte en un problema serio porque además hablamos de una ciudad muy pequeña con más de dos millones de habitantes entre residentes y población flotante, por lo que el hacinamiento es una realidad, la forma caótica de apertrecharse de bienes de consumo es característica, y lamentablemente, la conceptualización y aplicación de las leyes es, muchas veces, flexible.
Culpar de eso a toda la población de San Cristóbal de La Habana es, además de una generalización, un facilismo. Los mismos eventos en otras ciudades y poblaciones del país –que los ha habido- hubieran tenido consecuencias más discretas.
La forma en que el rebrote ha tomado a la ciudad tiene culpables puntuales, tengo entendido que la ley ha tomado cartas en el asunto. La respuesta nunca puede ser la estigmatización de una población completa. Indignados vimos cómo gran parte del mundo estigmatizó a los chinos y a los asiáticos en general cuando comenzó la pandemia, era sólo cuestión de ojos rasgados, una especie de fascismo epidemiológico por parte de muchos medios occidentales. Por supuesto que el caso en cuestión no llega a esos extremos, pero llega a un estado de opinión, y con eso es suficiente.
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