Desde que el presidente anunciara el incremento de salarios y pensiones para el mes de agosto, se han sucedido los criterios sobre el peligro de un rebrote inflacionario que de al traste con los beneficios esperados. La cuestión es medular pues lo que determina el nivel de vida del trabajador y su familia no es la magnitud del salario nominal (SN), sino la cantidad de bienes y servicios que pueda adquirir con él, o sea, su salario real (SR).
Este último depende de tres factores: la magnitud del SN, la correlación oferta-demanda y el valor (precio) del dinero en que se paga el SN. Las añoradas medidas influyen sobre el primero de manera determinante pero el necesario control sobre los otros dos está por ver. La mayor preocupación es que la sempiterna oferta deprimida de nuestra economía no pueda cubrir esta demanda agregada y se desate una espiral inflacionaria.
El propio gobierno expresó sus inquietudes al respecto y anunció medidas para elevar las ofertas del turismo y las telecomunicaciones hacia aquellos que, presumiblemente, podrán dedicar ahora más dinero a estos fines. También se planteó el multiplicar las ofertas recreativas del verano, la venta de materiales de construcción y de cuanto producto ocioso o de lento movimiento dormite en los almacenes, en pos de aumentar la oferta a corto plazo para las nuevas billeteras abundantes.
Realmente yo no creo que el aumento nos de para tanto a empleados estatales y pensionistas. La cuestión medular a resolver en el día a día de cualquier familia cubana sin dieta especial, o finca propia, es una, desde San Antonio a Maisí: la compra de alimentos. Si este rubro se incrementa, en cantidad y diversidad, es de suponer que prácticamente ese solo factor pudiera asumir la mayor parte de la masa monetaria adicional.
Según los cálculos de los economistas, las familias cubanas destinan como promedio entre el 50% y el 70% de sus ingresos a comprar alimentos. Nunca antes en la historia el cubano había gastado tanto en el condumio. Según la Ley de Engel esto coloca a Cuba entre los países más pobres, donde los ingresos se van en este indicador en detrimento de todos los otros. Esos que también son necesarios por aquello de que: De pan solo no vive el hombre.
Pero ¿cómo poner más alimentos en el mercado si los planes se incumplen año tras año?
En economía hay poco espacio para las ideas luminosas y genialidades que den resultados positivos, más allá de la propaganda y el consignismo. Solo veo dos caminos: importar más, o invertir más en la producción nacional.
Mis recuerdos de niño me retraen a una situación similar a inicios de la década del 70, cuando los salarios subieron como parte de la creciente estimulación material y, sin embargo, la enorme inflación acumulada en los 60 descendió bruscamente. La causa principal del aparente milagro fue la inundación de los mercados cubanos por una caudalosa e inagotable corriente de productos importados del campo socialista que se vendían a precios fijos y asequibles a la mayoría.
Ahora no es posible tal despliegue importador, pero si se gastaran solo 320 millones de dólares en la compra de alimentos adicionales se podrían cubrir los 8000 millones de pesos del incremento –según la tasa de cambio de CADECA de 1×25−, de golpe y porrazo y a precios de compra. Cuando se le añadan los impuestos de nuestras TRD haría falta duplicar el aumento para poderlos vender.
No obstante, el camino de invertir más en los productores agropecuarios parece el más expedito para promover la salud de nuestras finanzas exteriores y un futuro prometedor al agro y la industria nacionales. Yo lo haría en correspondencia con el lugar que ocupan en la actualidad las diferentes formas productivas en la producción nacional de alimentos. Primero, los campesinos independientes; en segundo lugar, las cooperativas (CPA y UBPC) y; en tercer lugar, las empresas estatales.
Evitar o posponer estas medidas económicas, u otras similares, sustituyéndolas por consignas, visitas de dirigentes y listados de precios topados, imposibles de controlar en la praxis, solo nos llevaría a hacer realidad nuevamente el soneto de los 90 que el poeta Guillermo Rodríguez Rivera titulara: “Oda al Plan Alimentario”:
La yuca, que viene de Lituania.
El mango, dulce fruto de Cracovia,
El ñame, que es oriundo de Varsovia
y el café que se siembra en Alemania.
La malanga amarilla de Rumania,
el boniato moldavo y su dulzura;
de Siberia el mamey con su textura
y el verde plátano que cultiva Ucrania.
Todo eso falta, y no por culpa nuestra.
Para cumplir el Plan Alimentario
se libra una batalla, ruda, intensa.
Y ya tenemos la primera muestra
de que se hace el esfuerzo necesario:
hay comida en la tele y en la prensa.
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