Cuando las principales cadenas de televisión emitieron los últimos sucesos, disfraces incluidos, ninguno creía que estuviera pasando. A cada uno le invadió la frustración y una sensación de usurpación histórica les sacó las lágrimas. A los soviéticos de Stalin, a los extraterrestres conquistadores y a los Talibanes siempre les habían prometido desde esas repetitivas películas de Hollywood y desde el imaginario popular, que alguno de ellos sería la primera fuerza que tomaría por asalto el centro del poder del «imperio americano».
Ahora, desde sus silos de misiles en Siberia, desde sus cuevas en el Medio Oriente y desde sus naves nodrizas, veían ese honor arrebatado por una turba que oscilaba en apariencia entre el cosplay y Los Picapiedras. El Capitolio había sido invadido sin rayos láseres, ni misiles nucleares, ni bombas sucias.
¿Por qué no estaban esas modernísimas medidas de seguridad a las que nos acostumbró el cine y que defenderían el «centro del poder mundial», de la «democracia» y de lo «bueno»? ¿Por qué no había, por piedad, algún que otro superhéroe con capa de iniciales grabadas, ya que de cosplay iba la cosa?
La razón existe desde el antiguo Imperio Romano, donde las legiones tenían prohibida la entrada a Roma porque a veces a los generales que las dirigían se les ocurría, tras regresar de esta u otra campaña con sus cohortes, tomar la capital imperial, ya que estaban allí.
Entonces, los emperadores aprendieron a dejar estacionadas las legiones a kilómetros de la ciudad para que no se vieran tentadas. En los predios del emperador sólo era efectiva la Guardia Pretoriana que contaba con algunos cientos de hombres. Así se mantuvo alejado de cierta forma al poder civil del militar.
En Estados Unidos y en muchos otros países existe la separación de poderes con el objetivo de que el legislativo y el judicial, legisle y decida sin la presión de ejércitos pisándole los talones. Es por eso que ni la Guardia Nacional, ni el ejército, ni la mismísima policía metropolitana de Washington D.C. pueden poner un pie en los predios del Capitolio.
En su defecto, está la Policía del Capitolio, una especie de guardia pretoriana, pálida y pobremente armada, cuyas responsabilidades cotidianas son encarar turistas, proteger a dignatarios y guiar a periodistas. Por demás, es comprensible que ante la turba cosplay haya reinado el caos, el nerviosismo y la incertidumbre, a pesar de que debían proteger a 500 congresistas y al mismísimo Vicepresidente de los Estados Unidos. No obstante, hicieron lo que pudieron.
Lo que sí podían hacer la policía metropolitana, la Guardia Nacional de Virginia, y el ejército –de haber sido necesario–, era intervenir fuera de los límites del Capitolio, justo en la calle de enfrente, por ejemplo, porque la manifestación devenida asalto fue convocada a un kilómetro del Congreso, antes de que el Presidente los arengara y guiara con sus dotes retóricos hacia la sede.
Pero las legiones norteamericanas no aparecieron por ninguna parte –al menos no cuando hicieron más falta–; estarían estacionadas por ahí, o no habrían recibido una orden presidencial pidiendo asistencia. Claro, hubiera sido un poco incongruente por parte del Presidente –cosa rara en él– llamar a los manifestantes y luego convocar a la Guardia Nacional para repelerlos.
Pero este comportamiento no es nuevo, ni exclusivamente norteamericano: se llama autogolpe y ha sido aplicado a lo largo y ancho del mundo, con la salvedad de que las versiones de autogolpes latinoamericanas y africanas –que son las más comunes– tienen el apoyo del ejército.
En este sentido podemos pensar que Trump falló al no sumar el componente militar a sus propósitos autogolpistas, que mordió más de lo que cabía en su boca, y que es un hombre ególatra, que no sabe lo que hace la mitad de las veces, como no lo supo en su guerra comercial con China, o en su trato con los iraníes, o en sus políticas hacia Cuba, o en su rivalidad con Rusia, o en su relación con la Unión Europea, o en sus sueños de arquitecto medieval al querer construir el gran muro de la frontera sur.
Parece fallar otra vez al no tener éxito en su autogolpe. ¿Será un hombre incompetente?
Al pensar en todas las proezas que ha llevado a cabo desde que se instaló en la Casa Blanca, es fácil notar que ninguna ha beneficiado al status quo, ni al establishment, ni al sistema democrático estadounidense. Y hasta este punto lo fácil sería recurrir a la excusa de su falta de habilidades en el plano político, geopolítico y social, y en sus presuntas taras psicológicas.
Quizás en las monarquías feudales existieran Luises, o en el imperio romano se dieran muy bien los Calígulas, pero en el siglo XXI occidental es difícil creer en el estereotipo del líder mundial afectado por su ego y con estas u otras patologías psiquiátricas. Es incongruente la imagen del emprendedor simplista, del tonto con poder, tan solitario en su cargo a modo de monarca, que pudiera incendiar Roma sólo por verla arder.
En cambio, parece que muchas veces creemos en el fracaso de hombres como Trump, porque no conocemos –o no se nos deja conocer– su verdadera agenda, y es muy probable que a pesar de que lo creamos acabado y errático, la haya cumplido al pie de la letra.
La pregunta es: ¿qué agenda es esa y a quién beneficia? Los seguidores de Trump pudieran tomar esta tesis como un elogio a su ídolo, porque el que suscribe le libera de tantos adjetivos peyorativos que siempre lo han acompañado en su breve carrera política. En cambio, asumo que los detractores del mandatario verán en él a un hombre que sí sabe lo que hace, un peligro mucho mayor que el que representa un tonto con acceso al portafolios nuclear más poderoso del planeta.
Por lo pronto, Trump ha logrado:
- que Irán aumente en un 20% el enriquecimiento de Uranio.
- que Europa Occidental se replantee seriamente su relación con Washington y mire a Rusia con cara de adolescente seductora –tímida, pero seductora–.
- que China haya conseguido nuevos mercados y una mayor independencia industrial.
- que los pueblos de países llamados por Washington «totalitarios», se alineen con sus gobiernos o al menos no vean en Estados Unidos una referencia.
- que los países que no ostentan el modelo democrático «correcto» –incluidos a Rusia y China– sean los líderes mundiales en la lucha contra el patógeno en boga ante la ausencia y el caos sanitario de Estados Unidos.
- pero sobre todo, ha intentado minar la credibilidad en el sistema democrático de su país y de la llamada democracia occidental.
Y si Estados Unidos se autodenomina autoridad moral y práctica en materia de democracia, legislador y regulador de cómo debe ser y dónde debe tomar forma, entonces perder credibilidad el sistema norteamericano puede redundar también en que la pierda la democracia en todo el hemisferio.
Los sucesos del Capitolio no pasaron y ya. No serán un día marcado, un punto en el tiempo, sino una constante, un ruido de fondo, una vibración que podría derrumbar las columnas neoclásicas del Congreso. Por lo pronto, el sistema democrático e institucional de Estados Unidos ha salvado su vida. Se ha impuesto la decisión electoral.
Al cabo de algunas horas de noticias, todavía con lágrimas en los ojos –no ya de frustración, sino de orgullo y júbilo–, los soviéticos de Stalin, los extraterrestres invasores y los Talibanes, comprendieron que los misiles nucleares, los láseres y las bombas sucias son cosas del pasado y que todo lo que hacía falta era una revolución cosplay, la primera revolución de disfraces de la historia. Entonces, se lleva Trump el premio al mejor disfraz de la nación.
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