Qué respuesta darle, periodista. No quiera ver usted cómo era esto cuando empezó la pandemia. Los coleros marcaban cinco o seis días antes. No solo sabían cuándo iban a venir los productos desde la empresa mayorista, sino hasta la procedencia del barco, día, hora y nombre de la brigada que iba a descargarlo en el puerto.
No puede negarse que tenían una inventiva tremenda, porque concibieron unos monogramas de los CDR para espantar a quienes sospecharan que hacían algo diferente de cumplir con la vigilancia revolucionaria. Una vez tuve la suerte de ser la segunda en la cola, pero no quise discutir con aquella señora que me miró atravesado para asegurarme que con ella venían cuarenta y tres personas.
Cuando comenzó la lucha contra los coleros, los compañeros del municipio me propusieron ser doble agente a partir de mi conocimiento de las causas objetivas y subjetivas que influían en el desenvolvimiento de esta larga fila que, cual ostentoso collar, le da la vuelta a la manzana. El pago era magnífico, no crea, les importaba poco si me tomaba o vendía el medio termo de café que me propusieron.
Coleros profesionales (Ilustración: Martirena/Vanguardia)
Lo rechacé, pues no comulgo con la combatividad, soy flojita en eso, puedo ver un buldócer de Comunales acabando con una esquina y en vez de llamarle la atención al conductor, quedarme en éxtasis por si el susodicho logra descubrir un pozo con alguna paletada.
Lo mío es marcar y dorarme, me queda todavía medio pomo de bronceador de los últimos que sacaron en la tienda. Descubrí un día que no vale la pena preguntar qué producto vino y cuál se retrasó, porque al final cualquier cosa que sacan está perdida y va a hacer falta hoy, mañana y siempre.
Aplaudo lo de permitir solamente la compra a los que viven en el municipio. Es verdad que tuve que zumbarme otra cola en la oficina del carnet de identidad para actualizar el mío, ya vencido, y que hube de lidiar con coleros que no conocía, pero aquello fue solo un traspié de la existencia que hay que asumir con el espíritu de Mariana.
También es cierto que por culpa de esa disposición perdí en la cola a mi mejor amiga, una muchacha de Cascajal que, gracias a las zancadillas de la inexistencia venía dos veces a la semana en la guagua de Santa Clara que coge por la Central, arribaba después del mediodía a La Habana, marcaba, se pasaba la madrugada conversando conmigo en las afueras de la tienda, compraba por la mañana, y a las dos y media de la tarde del otro día viraba en esa misma ruta, cansada y feliz, de vuelta a su terruño, donde la esperaba en su morada otra cola de gente que adquiría a sobreprecio lo que ella revendía.
Colero listero (Ilustración: Cabrera/Vanguardia)
Han hecho bien en aumentar las fuerzas del orden, porque tres policías no dan abasto para controlar las trifulcas donde hasta los agentes de la PNR cogen lo suyo. A más de uno le han robado el spray de gas pimienta, dicen que le da un sabor muy rico a la comida. Ahora son como veinte y tienen todos los medios técnicos a su alcance, como esa aplicación que te escanea el carnet e impide volver a hacer la cola sin soltar nada a cambio.
Siempre habrá quien critique el uso excesivo de la fuerza, como el del otro día en que sacaron hígado de pollo y tuvieron que intervenir las BTR de Tropas Especiales, pero la población debe concientizar que en tiempos como estos las colas son la plasmación estratégica de la Guerra de Todo el Pueblo.
¿Qué si estoy contenta? Claro que lo estoy. Con estas últimas medidas la organización es tremenda, son siete horas a lo sumo lo que uno está en las afueras de los establecimientos para adquirir un producto. No imagina lo feliz que me hacen estos cuatro paqueticos de refresco Piñata que me llevo a casa para alegrar a mis nietos y mucho más a mi hija, quien se quita de la cabeza por quince días lo de la merienda de los chamas. Este kilogramo sabor melón es un mentís a los que intentan desacreditar el esfuerzo que hace el Estado por echar palante la economía. Ya las colas son prósperas y sostenibles, y por algo se empieza, ¿no?
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