En 2019, aprobada la Constitución que cambió el régimen económico, político y social del Estado cubano, un nuevo equipo de gobierno dispuso no ya solo de los amplísimos poderes que le otorgó, al menos formalmente, el diseño del poder ejecutivo resultante de la actualización de la antigua matriz de concentración de poder en la última etapa de la transición política generacional ocurrida en Cuba; sino además —sin los límites del antiguo cuerpo constitucional—, de un margen de maniobra para acometer la reforma económica.
Contaba también con un expandido catálogo de derechos y garantías constitucionales a desarrollar normativamente. El mismo no solo tenía numerosos puntos de contacto con los contenidos y demandas del proceso de cambio social que se venía produciendo en el país desde décadas anteriores, sino que había logrado conectar con las expectativas y esperanzas de transformación de la realidad que la socialización del debate y discusión del texto constitucional cubano generaría.
No era precisamente este un punto de partida escuálido, tampoco un capital político propio despreciable para el nuevo gobierno, siempre que avanzara con suficiente coherencia y celeridad.
En los siguientes meses, mientras el gobierno trabajaba en la etapa final de una prolongada sistematización y comparación de alternativas y distintas experiencias que le permitirían finalizar la elaboración y concreción de un plan de reforma económica, y también en el pronóstico y estimación de sus efectos sociales, el manejo de la conflictividad política de la población se estaba volviendo disfuncional y peor aún, contradictorio. Ocurría que desde inicios de la década de los 2000, se habían expandido y fortalecido un enjambre de blogs, publicaciones, el acceso a Internet y el uso de las redes sociales.
Lo que en el pasado había sido una gestión de la opinión pública sin apenas fisuras y capaz de imponer, en ausencia de competidores, una hegemonía mediática indiscutible, era para entonces un campo de batalla. Primero intelectuales, activistas y periodistas, y luego ciudadanos en general, encontraron ahí el dinamismo y la posibilidad de expresión, articulación e incidencia, que los espacios públicos, institucionales y políticos reconocidos legalmente, eran incapaces de proporcionar por su propio diseño, o a medida que perdían importancia y se devaluaban.
Para ese entonces, una estrategia basada en expulsiones de centros de trabajo y estudio, advertencias, multas, procesamientos penales selectivos, campañas contra plataformas digitales, acoso, decomisos de equipos, y otras formas de control político, había agotado sus posibilidades disuasorias hasta llegar a ser una rutina punitiva.
Ciertamente financiamientos provenientes de programas foráneos para el cambio del régimen político en Cuba habían estado en el surgimiento y sostenimiento de muchas de las plataformas que existían; sin embargo, la consolidación de un entorno digital que funcionaba como suerte de ágora tan plural como la sociedad cubana, y su capacidad contestataria, crítica y propositiva, fue visto como desafío insoportable, humillante y extremadamente peligroso tanto para el gobierno, como para un aparato ideológico que, ante el desafío, optó por apostar a la polarización política.
Cuando a inicios del 2020 el ejecutivo cubano instrumentó la primera medida del plan de reforma económica, que dio en llamar reordenamiento monetario, la dinámica de polarización inducida creada como respuesta al incremento de conflictividad política era ya, de diversas formas, un fracaso. Este funcionaría en los siguientes meses como uno de los catalizadores para que se produjera en el país la compleja unión de los tiempos, demandas y exigencias, de lo político y lo económico.
Incluso hoy, tomando en cuenta el grado de penetración de la Internet y el aumento del tráfico y tamaño de las redes sociales, es muy difícil creer que, por ejemplo, un pequeño y micro-localizado grupo de artistas, activistas y académicos, opuestos en principio a la entrada en vigor del Decreto-Ley 349 y agrupados bajo el nombre de Movimiento San Isidro (MSI), hubiese llegado a ser conocido nacional e internacionalmente. Ello hubiera sido difícil sin las presiones y acosos que recibieron sus integrantes por parte de los órganos policiales y de Seguridad del Estado, y sobre todo por la inédita sobre-exposición que le dieron medios nacionales de prensa.
Protesta de miembros del MSI contra el Decreto Ley 349. (Foto: ADN Cuba)
El antecedente más inmediato de la dinámica de polarización política inducida, había sorprendido a los lectores del Granma unos años antes, cuando leyeron atónitos, como si se tratara de una discusión entre terceros a la que eran profundamente ajenos, una serie de artículos dedicados a la existencia de una corriente de pensamiento: el centrismo, y a sus actores, los centristas.
Aquel esfuerzo, aparentemente solitario, sirvió sobre todo para enrarecer y tensionar el ambiente político en universidades, centros de investigación e instituciones culturales; mientras se atajaba oficialmente la existencia de distintos espacios y proyectos en los que intelectuales y académicos de diferentes orientaciones estaban confluyendo.
Su nivel ideológico más alto conocido, aunque aparentemente circunscrito a una rama estratégica de la reproducción ideológica, había sido un artículo escrito por la —en aquel momento— vice-ministra primera de la Educación Superior; sin embargo, de ahí en adelante crecería en importancia una matriz comunicativa que vertería, a través de medios públicos y estructuras para-estatales con presencia en Internet y las redes sociales, acusaciones de mercenarios, contrarrevolucionarios y agentes de cambio, a cualquiera que criticara al Gobierno.
Dentro de tal matriz, la posterior exposición mediática y el sobredimensionamiento oficial de la importancia del MSI, parecía en realidad el torpe intento de construir el perfil de una oposición que pudiera ser denostado y desacreditado ante un sector de la opinión pública cuyo consumo político estaba mayormente conectado a los medios estatales y su flujo de propaganda e información. Para lograrlo se apeló a estereotipos negativos sobre aspectos raciales, sociales, morales, clasistas y culturales.
Muy poco tiempo después, cuando un grupo de artistas e intelectuales protagonizó una nutrida protesta frente al Ministerio de Cultura, a raíz del allanamiento policial de la casa en la que miembros del MSI se habían enclaustrado ante la persecución y el hostigamiento del que eran objeto, los estrategas de la polarización política redoblarían su apuesta.
Si por un lado se hicieron cotidianos diferentes tipos de presiones a intelectuales y activistas, sus familiares y vecinos; al mismo tiempo se dejaba abierta, y en algunos casos hasta se facilitaba, la migración como especie de exilio exprés no declarado. A la par, el diseño de algunos programas de televisión pretendió detener y re-encauzar la experiencia de socialización y la calidad de un debate político público que, a través de intelectuales, activistas y artistas, amenazaba con salir de los confines digitales.
Rara vez se puede apreciar con tanta nitidez la incapacidad de un adversario que cuando este apela a la vulgarización y simplificación, no solo en tanto medio de expresar o contrarrestar argumentos, sino como método para destruir la posibilidad misma del debate y lograr el empobrecimiento de la política.
El manejo reactivo, sesgado, ilógico, falaz, sarcástico, y no pocas veces banal de los acontecimientos de la realidad cubana que estos programas propusieron, no estaba sin embargo dirigido a aportar argumentos o a convencer a sus públicos potenciales. Su objetivo real pretendía conectar con destinatarios que compartían sus puntos de vista y sistema de valores, y que difícilmente repudiarían, o serían refractarios, a los medios que les eran propuestos para reafirmar sus ideas.
El manejo reactivo, sesgado, ilógico, falaz, sarcástico, y no pocas veces banal de los acontecimientos de la realidad cubana que estos programas propusieron, no estaba sin embargo dirigido a aportar argumentos o a convencer a sus públicos potenciales. (Foto: Captura del NTV)
Que tales programas y sus presentadores, o articulistas y líderes de medios digitales y de grupos en las redes sociales, funcionaran como una versátil interfaz a través de la cual el Gobierno —y sus agencias— manejaron frecuentemente temas, situaciones y aspectos de interés gubernamental y social, u ofrecieron informaciones y dirigieron ataques contra individuos y grupos en clave de negación plausible, sería considerado por algunos como una zona crepuscular, en la que resultaba cada vez más difícil advertir la existencia de una única dirección del flujo de influencia política.
Lo que pareció una adecuación del discurso político a los novedosos códigos de comunicación impuestos como válidos y efectivos, o acaso un bizarro trasplante de sus formas y fórmulas más empobrecedoras y básicas, o simplemente una contaminación de la política con los más viejos presupuestos del periodismo amarillista; acabó por ser un perturbador indicador de la forma de hacer política en Cuba, mucho más cuando el liderazgo actual, distaba sobremanera de las posibilidades y dotes comunicativas que caracterizaron su ejercicio durante las primeras décadas.
La antigua formación de intelectuales y pensadores de enorme prestigio nacional e internacional que durante años habían socializado ideas, perspectivas y contenidos éticos particularmente importantes por su diversidad y calado a la reflexión política e ideológica nacional, cederían paso —en un momento de glorificación de la opinión, la adulación y la falta de escrúpulos para mentir, tergiversar y fragmentar los hechos—, a personajes anodinos y desconocidos, que parecían ser, por su retórica y los recursos de que se valían, el reflejo de conocidas contrapartes mediáticas foráneas.
Bien pronto, el frenesí oportunista de extremismo y sospecha política que ellos ayudarían a desatar, estaría alcanzando y emplazando con los mismos métodos a personas que hasta hacía poco eran sus compañeros de viaje.
A no pocos de estos personajes le fueron asignados puestos culturales y académicos, además de salarios y distintos tipos de gratificaciones por su trabajo. No obstante, el saldo de empobrecimiento de la cultura y de los recursos de interacción política de la población, y el para nada despreciable resultado colateral del desarrollo de una tendencia de memeficación de la política oficial y popular, había sido hecho a costa de un dogma de Fidel Castro hasta ese momento inalterable: no reconocer nunca la existencia de la oposición.
A escasos siete meses de aplicado por el Gobierno el primer paquete del plan de reforma económica, en medio de la terrible tensión de la epidemia del Covid-19 y del cómodo realismo político de una nueva administración estadounidense —que esperó recoger sin mayor exposición los frutos de las medidas tomadas por su predecesora a costa del sufrimiento del pueblo cubano—, la población ocupó masivamente durante horas las calles de muchas ciudades y pueblos de la Isla.
Esto lo haría, en realidad, sin convocatoria ni liderazgo político alguno, pero la apuesta a la polarización, y las reacciones y dinámicas que generó, habían sido suficientemente intensas como para proporcionar a miles de personas soportes identitarios, simbólicos, e imaginarios, que supondrían al sistema político insular un serio problema para el futuro.
Un año más tarde, con el país conmovido por una estampida migratoria tan extraordinaria como inédita en la historia nacional, que muchos consideraron también resultado del desquiciante golpe que la represión a las protestas había asestado a las esperanzas de democratización de la sociedad cubana, una de las preguntas que interpelaba a la gobernabilidad y al propio funcionamiento del sistema político, no era ya qué hacer con los excluidos, sino qué harían los excluidos frente a la exclusión.
No era esta una pregunta cualquiera. Después de todo, parafraseando a Eliot Weinberger, una pregunta es siempre un anhelo articulado.
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Este artículo es un ejercicio de los derechos y libertades reconocidos por la Constitución.
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