Hágase la luz, siempre que sea legal, por supuesto.
Frase célebre de Palante
Todo no comenzó con el queso sino por los revendedores y acaparadores. Gente que lucraba con productos destinados al consumo de la mayoría, y se llenaba los bolsillos a costa de precios prohibitivos para todo aquel que vive de salarios escasos y pensiones paupérrimas. Sin embargo la cuestión ha tomado ribetes que hacen pensar en los famosos agujeros negros, capaces de tragarse todo tipo de materia, incluso la luz.
Cada noche asistimos a reportajes en el NTV que ponen a prueba nuestra capacidad de asombro e indignación. Y es que la campaña de la supuesta lucha contra la corrupción y las ilegalidades se ha convertido en una verdadera cacería de brujas. Y digo supuesta porque es bien sabido que nuestro país está lleno de delincuentes de cuello blanco. Pero a esos al parecer no les toca salir por el noticiero. Disponen de una franquicia que los hace invulnerables a la vista pública, y en algunos casos a las leyes.
En un país que acaba de anunciar el establecimiento de la pequeña y mediana empresa privada, es un absurdo y un sinsentido que persigan y encarcelen a personas que han llevado a cabo negocios que no son otra cosa que el producto de su esfuerzo, sin robarle a nadie, sin desviar productos sensibles al consumo de la población. Cualquiera puede decir que, en el caso del vendedor de queso, la leche que dejaba de tributar al Estado era la leche del pueblo. ¿En serio?
En mi caso vivo en una provincia históricamente alta productora de leche, y resulta hasta gracioso cómo uno de los establecimientos estatales más conocidos por el pueblo del municipio cabecera, La Casa del Lácteo, ha permanecido, desde su fundación hace ya unos años, con los anaqueles vacíos. ¿La leche de los niños? Aunque el plan de producción se sobrecumpla cien veces por encima, la cantidad a distribuir no aumenta, y los niños siguen dejando de ser niños a los siete años.
Entonces, este campesino que se dedicaba a vender queso por su cuenta, ¿a quién hacía daño? ¿Acaso no son sus vacas? ¿Acaso no es su leche? Ah, se me olvidaba, todo lo que tenga que ver con el ganado mayor y sus derivados es patrimonio exclusivo del Estado. No importa cuánto sacrificio aporte el campesino para cuidar y alimentar sus vacas. No importa que todos los días madrugue como el que más para el ordeño y acopio de la leche.
El Estado, cual gigantesco ente parasitario, succiona la savia del fruto del trabajo de estos hombres, escudado en leyes ridículas y obsoletas que funcionan como muro de contención a cualquier intento de independencia económica que se salga de la narrativa del Estado Socialista como bienhechor absoluto y padre generoso del pueblo humilde y agradecido. Leyes que se intentan justificar con el, a estas alturas ya dudoso, principio de redistribución socialista.
Recuerdo un reporte en el noticiero del mediodía, hace unos tres o cuatro años, sobre la fábrica de queso de aquí de Camagüey, en el que el periodista, con el bombo y platillo acostumbrado, hablaba de la producción de queso con destino a la canasta básica, mientras las imágenes mostraban grandes estantes llenos de suculentos quesos que ni en sueños uno llegaría a probar. La pifia vino cuando, en el mismo reporte, se entrevistó a uno de los funcionarios que dirigían dicha fábrica, y este sin sutileza declaraba ante el micrófono que las producciones estaban destinadas al turismo y las ventas en divisas. Sí señor, el principio de redistribución socialista…
Volviendo a lo anterior, resulta contraproducente que en medio de un pretendido proceso de apertura económica puertas adentro, se siga actuando como si estuviéramos en pleno auge del más fundamentalista y conservador de los periodos por los que ha pasado la Revolución Cubana. Y no se trata solo del productor-vendedor de queso. Aún está fresco el caso del productor de café, al que le fue confiscada dicha mercancía por venderla “a quien no debía”.
Es terrible que muestren con orgullo cosas como esas en la televisión. Ese es el país que le mostramos al mundo, cerrado a las oportunidades y la prosperidad. Y si alguien, partidario de las “buenas maneras de hacer de nuestro gobierno”, me acusa de hipercrítico y dañino por escribir este texto, entonces le pregunto: ¿quién hace más daño al bienestar de la nación, yo al publicar este texto, o el gobierno incapaz de garantizar una alimentación decente o permitir a los cubanos explotar su potencial productivo? Definitivamente, no acabamos de poner los pies en la tierra.
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