Ante todo, una aclaración. En el artículo anterior recordé la repetida afirmación de que en Cuba no existen campañas electorales. No es cierto. No las hay en el sentido de otros países, pero existen, son extensas…, ¡y costosas!
En otros lugares del mundo, los candidatos y las agrupaciones que los respaldan presentan ante los posibles electores, para obtener sus votos, el programa de gobierno que se proponen (o afirman que se proponen) llevar adelante si ganan las elecciones; son sus promesas electorales, por las cuales se decantarán, o no, los votantes, y cuyo incumplimiento puede incidir en el resultado de una elección posterior.
Las agrupaciones partidarias, y a veces los propios candidatos, invierten sumas cuantiosas en esas campañas. Esas sumas son extraídas de sus fondos propios, o donadas por simpatizantes y asociados. En algunos países existe además una partida del presupuesto nacional asignada a sufragar en parte los gastos de las agrupaciones representadas en el parlamento, para garantizar un mínimo de igualdad en la competencia.
Ese tipo de campaña no se realiza en Cuba. Es una diferencia notable.
(Foto: Radio Habana Cuba)
En Cuba, ciertamente, no se realizan promesas electorales, no hay compromisos con el votante; el delegado de circunscripción y el diputado no prometen nada a los ciudadanos y, por tanto, tampoco hay nada que exigirles después. El ministro (o general, o «cuadro nacional» de una organización) «candidato» a diputado por un municipio donde nunca ha puesto un pie, no invierte un centavo propio en visitarlo, en entrevistarse con su gente, en conocer sus problemáticas. No se compromete a ocuparse de sus asuntos y defender sus intereses en la Asamblea Nacional, pues sus funciones en esta son de un orden superior, no los «asuntos comineros».
Entonces, ¿no hay campaña electoral?
La hay, y en ella se invierten sumas millonarias (gastos de propaganda, organización, transporte, logística…), destinadas a convencer a los electores de acudir a las urnas y apoyar la propuesta de las comisiones electorales, a convencerlos de que ese tipo de «proceso eleccionario», como gustan llamarlo, es el más conveniente para el país, por lo cual debe ser respaldado con la participación masiva y entusiasta en las elecciones. Como quiera que se mire, eso es campaña electoral.
Raúl Castro fue ratificado como candidato a diputado. (Foto: CMKC)
Una gran diferencia de la campaña electoral cubana con las de otros países, es que los fondos invertidos en la nuestra no proceden del bolsillo de los candidatos o de quienes los proponen, ni de donaciones de simpatizantes o asociados: Salen de las arcas del Estado, esas arcas que atesoran el fruto del trabajo de los ciudadanos y los impuestos que pagan; esas arcas son las mismas donde nos aseguran que no hay dinero suficiente para importar los alimentos y las medicinas que la población necesita, o para adquirir los insumos para el desarrollo del país, para mantener en buenas condiciones las instalaciones culturales, escolares y hospitalarias, y mucho menos para publicar libros y pagarles a sus autores decorosamente…
Que el dinero de las campañas electorales cubanas salga del bolsillo de los propios votantes significa, realmente, una gran diferencia.
El objetivo es el mismo: Convencer al ciudadano de que la opción propuesta es la mejor para él y para el país. Y que acuda a votar…, aunque no vote para elegir entre varias propuestas, sino para declarar su conformidad con lo que otros decidieron por él.
Elecciones sin trampa
Es común, entre los opositores al sistema electoral cubano, afirmar, sin presentación de elementos probatorios, que en las elecciones para delegados municipales y diputados de la Asamblea Nacional se alteran cifras, «se hace trampa». No voy a negarlo de modo categórico, pero no creo que sea la norma.
He conversado con personas que han participado en las elecciones como miembros de las mesas electorales, y me han afirmado que es muy raro que ocurran irregularidades, entre otras razones porque el escrutinio de las boletas es público, y todo ciudadano puede estar presente en el momento del conteo y dar fe de cómo transcurre.
(Foto: Adalberto Roque Pool/AFP)
Algunos se refieren además a la no presencia de observadores internacionales, pero ello no es un requisito obligatorio para ningún país del mundo; de todos modos, si estuvieran presentes no tendrían mucho que observar, y lo que declararan sería favorable para el gobierno: tranquilidad, ausencia de policías, niños cuidando las urnas…
Lo cierto es que el único partido permitido en Cuba no necesita hacer trampa para ganar las elecciones. Basta con aplicar al pie de la letra lo establecido por la legislación: La ley electoral en Cuba (la más reciente de 2019 y la anterior de 1992) está elaborada de manera que hace innecesarias las irregularidades, pues no deja espacio a modificaciones en la composición de la Asamblea Nacional.
El verbo elegir en Cuba
Elegir es siempre tomar entre varias posibilidades una o varias consideradas preferibles por quien elige. «Elige tú, que canto yo», cantaba Benny Moré; esto es: Escoge tú, entre cuantas canciones quieras, la que te parezca; de cantarla me encargo yo.
Tengo varias camisas, elijo una para ir a la fiesta, no me las pongo todas una encima de la otra; tengo varios libros para leer en el verano, elijo dos o tres de ellos y dejo los demás para otro momento. En todos los casos, elegí, escogí, seleccioné entre varias opciones una que me acomodó. Es simple sentido común: elijo, selecciono, escojo algo de un todo mayor.
Tomar dos de dos, tres de tres, o todo junto, no es elegir. En cualquier caso, es aceptar como buena una propuesta que me hacen; nunca es elegir, escoger, seleccionar.
Lo sabe cualquier niño de primaria. Sin embargo, para sorpresa de cualquier niño de primaria, hay en Cuba quienes desconocen el significado del verbo elegir: Son los redactores de la ley electoral de 1992 y su actualización de 2019. Y quienes conducen las campañas electorales que vemos y oímos.
A la pregunta: «¿Es válido afirmar que en los procesos electorales cubanos el ciudadano elige a los diputados?», la única respuesta posible es: No.
Antes vimos que, según la ley electoral, las comisiones electorales conforman la nómina de «candidatos». Veremos ahora que los electores tampoco eligen, de esa nómina, a los diputados. El día de la votación, el ciudadano cubano no elije; solo expresa si está de acuerdo, en todo o en parte, con la lista de diputados elaborada por las comisiones electorales.
Según la ley, en el escrutinio de las boletas solo se contabilizan los votos válidos de los votantes que hayan acudido a la votación (al contrario de lo que algunos creen, las abstenciones no inciden en contra de los «candidatos»). No es el universo de personas con capacidad legal para votar lo que se toma en cuenta para los porcentajes, sino el universo de quienes hayan acudido a votar y cuyas boletas se consideren válidas.
Las boletas se clasifican en «válidas», «en blanco», «anuladas», «no utilizadas» e «invalidadas» (artículos 115, 119, 121.1, 123).
Para establecer los porcentajes recibidos por cada «candidato» solo se contabilizan las boletas consideradas válidas (artículo 124). Son «elegidos» los «candidatos» que obtengan la mitad más uno (51%) de los votos en dichas boletas válidas.
Para que la boleta sea válida y sea contabilizada, debe contener un voto, que consiste en que el elector:
a) marque en la casilla que indica que está de acuerdo con todos los propuestos, o
b) marque en la casilla de al menos uno de los propuestos.
Si el elector no escoge ninguna de las dos opciones (vota en blanco) o anula la boleta, esta no es válida y el voto no se cuenta.
Hay quienes, para mostrar inconformidad, anulan la boleta o la dejan en blanco, con lo que hacen todo lo contrario: Contribuyen a aumentar el porcentaje por el cual resultan «elegidos» los candidatos designados por la comisión electoral. Invito a un ejercicio a quienes no lo vean así.
Un ejemplo de votación
Supongamos un municipio con 30 000 habitantes; le corresponden dos diputados en la Asamblea Nacional (artículo 21.1-2). La asamblea municipal aprueba la boleta con los nombres de los dos «candidatos» asignados por comisión electoral a ese municipio. Por ley, uno de ellos debe ser delegado de circunscripción (sería raro que no fuera, además, el intendente). El otro nombre sería una personalidad destacada del municipio: el primer secretario del partido, el jefe de una cooperativa agrícola muy importante, el presidente de la ANAP municipal, etcétera.
Si un diputado en funciones vive en el municipio, y la comisión electoral nacional decidió su continuación en el cargo, él sería el segundo diputado, según la ley.
Digamos que en ese municipio hay 20 000 habitantes en plena capacidad para votar; constituyen el 100% del universo de votantes. Como la ley establece que para ser elegido se debe tener el 51% o más de los votos válidos, las dos personas asignadas al municipio deben recibir, cada una, al menos 10 001 votos (la suma da 20 002, pero, por ser «voto unido», los votos son comunes; en los casos siguientes ocurre lo mismo).
Supongamos ahora que mil votantes deciden no acudir a las elecciones, o no pueden hacerlo por cualquier motivo. El universo de votantes efectivos se reduce a 19 000. Los candidatos ahora solo necesitan 9 501 votos para alcanzar el 51%.
Si otros mil votantes votan en blanco, el universo pasa a ser 18 000, y el 51% se alcanza con 9 001 votos. Si otros mil votantes escriben consignas en la boleta (a favor o en contra), o la inhabilitan de algún modo, el universo se reduciría a 17 000 votantes, y el 51% se alcanzaría con 8 501 votos.
Como resultado, se obtendrá que ese municipio estará «representado» en la Asamblea Nacional por dos diputados que representan, en realidad, a aproximadamente el 42% de los electores (menos del 51% exigido) y a aproximadamente el 28% del total de la población.
Y no hay que olvidar que ellos no fueron propuestos ni nominados por los electores, sino por las comisiones electorales.
(Foto: Juventud Rebelde)
Ante esto, alguien podría pensar que la verdadera trampa electoral en Cuba es la propia ley; dejo al criterio de cada cual afirmarlo o negarlo. Pero lo cierto es que resulta prácticamente imposible que los «candidatos propuestos» no sean «elegidos»: La ley garantiza que lo sean.
Existe una única posibilidad matemática, muy remota, de que alguien no resulte elegido: Votar por solo uno de los nombres de la boleta; es un albur, pero parece preferible a la abstención o el voto en blanco, que, a fin de cuentas, juegan a favor de los «candidatos».
Por este motivo, el inicio de cualquier proceso de democratización en el país pasa ineludiblemente por la abolición de la antidemocrática fórmula del «voto unido».
Una aclaración, pues los jóvenes pueden desconocerlo: El llamado «voto unido» no es la forma originaria de elección de diputados. En los inicios del poder popular esa deformación del proceso electoral no existía. Hasta 1992 las elecciones eran para elegir; como ocurre en todo el mundo; había más candidatos propuestos que escaños a cubrir en el parlamento, y los electores decidían, entre los propuestos, quiénes serían los diputados.
Para sorpresa de todos (y decepción y dolor de muchos), en aquel año se arrebató a los ciudadanos la posibilidad de elegir a sus representantes en la Asamblea Nacional.
A partir de entonces se desarrolló una gigantesca campaña propagandística (que no ha cesado), tendiente a convencer al votante de que la propuesta de las comisiones electorales, el «voto unido», es la más depurada forma de democracia imaginable. Se impuso en los medios la consigna «Valen todos» (tomada del nombre de una telenovela brasileña de moda: Vale todo), y no se ha permitido una única voz discrepante.
La justificación esgrimida, y repetida constantemente, era que la población no iba a votar por «los nuevos cuadros que van surgiendo», sino por «los históricos que ya conoce y en quienes confía».
Poniendo a un lado la subestimación de la capacidad política de los cubanos que la afirmación implica, la realidad era otra: Muchos que hasta entonces seguían ciegamente las iniciativas de los «históricos[ comenzaban a pensar en la necesidad de que, si no todos, al menos la mayoría de ellos cediera su lugar a personas más jóvenes y con ideas más frescas.
La verdad es que, si no hubiera sido por el «Valen todos» de 1992, muchos dirigentes políticos «históricos» no hubieran sido elegidos diputados entonces, pues su imagen estaba gastada. Tampoco lo serían ahora (ni muchos de los actuales diputados «no históricos»), si en los próximos comicios se permitiera a los ciudadanos elegir realmente.
Antes mencioné que fui delegado de circunscripción; también he participado como elector en todas las elecciones, excepto en la primera, por encontrarme en misión en Angola. Aunque no he podido acceder a la ley electoral de 1976, y por ello no he podido hacer referencia a ella, guardo un recuerdo muy fuerte de mi período de mandato (entonces de dos años y medio); lo comparto para mostrar cómo era el proceso en sus comienzos.
Como delegado, participé en la asamblea municipal para la conformación de la boleta de candidatos a diputados que se entregaría a los votantes del municipio. La comisión electoral municipal nos presentó una precandidatura con más nombres que los que figurarían la boleta final. Debíamos, pues, elegir cierto número de ese total (no recuerdo cuántos exactamente); los no elegidos quedarían fuera. Leídas las biografías, elegimos en votación secreta. Realizado el escrutinio, se elaboró la boleta que se sometería a los electores, con más candidatos que escaños por cubrir en la Asamblea Nacional. El día de las elecciones, la población seleccionaría, entre los nombres consignados en la boleta, los que prefiriera como sus representantes en el parlamento cubano.
(Foto: EFE/ Yander Zamora)
En resumen: primero los delegados elegimos en votación secreta, y conformamos una nueva boleta, también con más nombres que escaños a ocupar. De esa boleta la población después eligió (escogió, seleccionó) a quienes la representarían en la Asamblea Nacional. Ese procedimiento democrático se eliminó en 1992, para instaurar el actual, antidemocrático.
Evidentemente, como afirmó el revolucionario portugués mencionado en el artículo anterior, quienes iniciaron el experimento del poder popular se asustaron de su creación. Lo convirtieron en la nulidad que es actualmente. Quien, como yo, haya seguido las sesiones de 2022 de la Asamblea Nacional sabe a qué me refiero.
Finalizo con una anécdota de aquellos inicios. Pienso que es aleccionadora:
Mientras estábamos en el proceso de conformación de la boleta en la asamblea municipal, se comentó que en algunas circunscripciones se había propuesto que, si el delegado era exitoso en su desempeño y contaba con el apoyo de la gente, no había por qué perder el tiempo buscando más candidatos, pues él iba a ganar de todas formas. A los autores de la iniciativa «El Jefe» les respondió que la propuesta de candidato único era inaceptable, pues, aunque hubiera un único ciudadano descontento con el delegado, este debía tener el derecho a votar por otro, aunque fuera el único voto en contra de ese delegado.
Todos alabamos la claridad política de «El Jefe».
No sé qué habrán sentido en 1992 los demás delegados que oyeron aquella muestra de claridad política; por mi parte, me sentí frustrado y dolido cuando vi en la televisión a ese mismo jefe encabezar la campaña para convencerme de lo democrático que es el «voto unido», y de que «Valen todos».
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