1853-2021
Ciento sesenta y ocho aniversario del natalicio de José Martí
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En toda ocasión en que se divulguen la vida y la obra de José Martí, debe destacarse la trascendencia de su ejemplo personal y su pensamiento, uno de cuyos rasgos fundamentales es la capacidad de previsión de quien aspiraba no solo a eliminar el poder hispano sobre Cuba —y contribuir a la independencia de Puerto Rico—, sino a fundar una sociedad nueva, cuyos principios y características serían opuestos al sistema colonial. Expuso que «prever es el deber de los verdaderos estadistas: dejar de prever es un delito público: y un delito mayor no obrar, por incapacidad o por miedo, en acuerdo con lo que se prevé». [OC, t. 4, p. 221.] Y advertía: «Los peligros no se han de ver cuando se les tiene encima, sino cuando se los puede evitar. Lo primero en política, es aclarar y prever». [OC, t. 6, p. 46.]
El Apóstol razonaba que estos fines generarían múltiples escollos, y que para vencerlos debían concebirse estrategias capaces de proceder a tiempo, sin esperar el avance de los contrarios, sino actuar a la ofensiva contra los peligros externos e internos. De aquellos, el de mayores dimensiones era la ambición de los grandes intereses de la creciente potencia estadounidense por apoderarse de Cuba, someter el área caribeña y ejercer su dominio sobre el continente americano. Esta era y es una política cuya sustentación tiene por base el desprecio hacia nuestro pueblo, al que tratan de doblegar, la cual se manifiesta en la generalidad de sus políticos de oficio, y de forma grotesca en el cabecilla saliente, al que algunas personas nacidas en esta isla admiran y consideran su presidente, muestra de antipatriotismo y sumisión al poder foráneo.
Hacia el interior del país y las emigraciones, la política imperial contaba con la actuación de los autonomistas y anexionistas, preocupados por las consecuencias y riesgos económicos de una revolución triunfante, cuyos objetivos populares eran conocidos dadas las manifestaciones públicas de la organización político-militar encabezada por José Martí. En las bases programáticas del Partido Revolucionario Cubano se expresaba que la guerra sería el medio para «asegurar en la paz y el trabajo la felicidad de los habitantes de la Isla» mediante la sustitución del «desorden económico en que agoniza con un sistema de hacienda pública que abra el país inmediatamente a la actividad diversa de sus habitantes». [OC, t. 1, p. 279 y 280]
Eran previsibles, en igual medida, las ambiciones deleznables de individuos y sectores que intentarían, en el país liberado, impedir la fundación de una república democrática, justa, y desviar el proyecto martiano hacia formas de gobierno beneficiosas solo para las castas que deseaban sustituir a las autoridades coloniales y ocupar su lugar sobre las mayorías. Ante tales propósitos se establecieron mecanismos para lograr el empoderamiento de las masas populares frente a los aspirantes a continuar el dominio de los privilegiados.
Martí advirtió respecto a tales individuos y sectores, dispuestos a «ejercitar derechos especiales, y señorío vejatorio, sobre algún número de cubanos», [OC, t. 1, p. 480] pues comprendió que después de la independencia, «el enconado apetito del privilegio, y el hábito y consejo de la arrogancia» impedirían «el equilibrio justiciero de los elementos diversos de la isla, y el reconocimiento, ni demagógico ni medroso, de todas sus capacidades y potencias políticas». [OC, t. 3, p. 264] Señaló además la posibilidad de que «las vanidades y ambiciones, servidas por la venganza y el interés, se junten y triunfen, pasajeramente al menos, sobre los corazones equitativos y francos». [OC, t. 3, p. 305]
Estudioso de la Historia, conocía que ningún proceso político-social está exento de contradicciones intrínsecas que pueden conducirlo a transformaciones negativas, a su debilitamiento por falta de cohesión, o al retroceso en caso de perder el apoyo de las amplias masas del país, sus bases de sustentación. A tenor con ello, consideró que el único modo de evitar estos males era mediante la participación efectiva, plena, de estas en la conducción del país, no solo en la movilización para el cumplimiento de planes, orientaciones u órdenes emanadas de las direcciones centrales del gobierno y las instituciones. Es insuficiente que los gobernantes sean capaces de laborar por el bien colectivo; es imprescindible que los gobernados ejerzan sus derechos como seres pensantes. La revolución supone el cambio de la dirección política y económica, pero sus objetivos se estancan sin la transformación del ser humano. Este debe ser el portador de una nueva conciencia ética, asumida como fundamento de la conducta personal. Deben enraizarse la honradez y la entereza, como principios que motiven espiritualmente la búsqueda del mejoramiento de las personas, del pueblo, de la nación.
Son estas premisas las que posibilitan la consolidación de una colectividad de productores, capaces de demostrar la superioridad del nuevo proyecto no solo en el plano ideal, sino en el material. El trabajo debe ser una necesidad social e individual, y se ha de educar en el amor al esfuerzo productivo, de modo que la labor conjunta propicie la soberanía alimentaria, cuya carencia hace vulnerables a los países de economías débiles.
El Maestro previó que tales propósitos pueden lograrse cuando se educa a los seres humanos para el pensamiento propio, se establecen las estructuras para la participación en la dirección política y económica, sin exclusiones prejuiciadas de los criterios minoritarios, y se viabiliza el control sobre el aparato ejecutivo. El pueblo debe ser el verdadero jefe de la revolución, que vele por la acertada conducción del país y por la aplicación de métodos que garanticen «cortar las tiranías por la brevedad y revisión continua del poder ejecutivo y para impedir por la satisfacción de la justicia el desorden social». [OC, t. 1, p. 458] De este modo se impediría que el Estado regulador genere una burocracia improductiva con intereses particulares, que invierta las funciones de servidora en servida, y se transforme en planta parásita capaz de entorpecer la justicia social, o en una nueva especie de propietaria que haga imposible el desarrollo del sentimiento de pertenencia colectiva de aquello que debe ser del dominio de todos.
No hallamos en José Martí llamado alguno a la sumisión del pensamiento ni a una unanimidad ficticia en un conglomerado humano heterogéneo y con una sólida formación, sino a la creación de las condiciones propicias y los métodos adecuados que favorecieran la defensa de objetivos comunes. En su resolución, «preparar y unir, que es el deber continuo de la política en todas partes», [t. 4, p. 249] debía ser la vía firme para alcanzar el equilibrio del mundo y no ser aplastados por el «gigante de las siete leguas».
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