«Primero fue el Verbo», dice La Biblia de judíos y cristianos. Coinciden con ella la mayoría de las demás religiones (Islam, budismo, hinduismo…) y escuelas filosóficas de todas las épocas y países. La idea repetida de que una imagen puede más que mil palabras solo es creíble a partir del poder simbólico que trasmita el mensaje que porten las respectivas imágenes o palabras. En este mundo digitalizado, donde cualquiera puede colgar imágenes insulsas por millares, la palabra es cada vez menos valorada.
El pueblo cubano tiene fama de hablador. En otras épocas, sus oradores —y comunicadores en sentido general— gozaron de fama mundial. Sin embargo, el discurso político cubano actual se resiente por la pobreza del lenguaje y la poca capacidad de los disertantes para hacer llegar el mensaje a los receptores con creatividad y belleza. Si a esto se suma la debilidad del contenido del mensaje, la ineficacia comunicativa está garantizada.
Este problema rebasa la cuestión de las estrategias de comunicación y hunde sus raíces en la entronización de una cultura donde se ha perdido la práctica del ejercicio habitual de la palabra en los debates públicos. Desde los presentadores y locutores de televisión, que leen incluso los saludos y despedidas; hasta los cuadros políticos que no pueden responder preguntas sencillas y previamente conocidas sin leer las respuestas preparadas con antelación; el atropello de la palabra provoca influencias lacrimógenas en los receptores.
Sepultada en el olvido ha quedado la tradición de oradores famosos entre los políticos cubanos desde el siglo XIX. Tanto reformistas y autonomistas, como revolucionarios (civilistas del 68, emigrados, jefes militares, Martí…) reinaban en las tribunas. Dicha práctica se consolidó en la República y de ella formaron parte también los comunistas, desde Julio Antonio Mella, pasando por Blas Roca, Salvador García, Jesús Menéndez, Lázaro Peña y muchos otros, hasta Fidel.
Lazáro Peña (Foto: Radio Angulo)
Sin embargo, a fines de los ochenta, la asignatura Oratoria quedó eliminada de los currículos en las escuelas del partido. Las vibrantes piezas que calaban en las multitudes con sus mensajes políticos, fueron sustituidas por insípidos comunicados puestos en boca de los cuadros y representantes de las masas. Como regla, estos mensajes son revisados previamente, de forma que los oradores no tengan oportunidad de improvisar y decir cosas comprometedoras, sino que lean sus textos, rectificados y aprobados por los organizadores.
La falta de habilidades para la expresión oral se fomenta desde el propio sistema educativo escolarizado. Mientras en otros países se estimula a los estudiantes a construir textos que analicen y valoren aspectos de la realidad, y a exponerlos o publicarlos para ser sometidos a la crítica pública; en Cuba siguen predominando las tareas de clases basadas en resumir y comentar los libros de texto o la información oficial, y en responder preguntas reproductivas, o aplicativas, pocas veces creativas.
Participar en debates con sus pares de opiniones diferentes, discrepar de profesores y autoridades, escribir artículos, papers o ensayos donde se expongan y defiendan ideas y opiniones, en particular políticas, es algo prácticamente desconocido para el estudiantado cubano, no solo del nivel primario, sino también del secundario y terciario. De ahí las dificultades adicionales que enfrentan cuando, tras graduarse, tienen que hacerlo en el nivel de postgrado para publicaciones científicas, sobre todo extranjeras.
La causa principal de esta situación radica en el miedo del grupo de poder hegemónico al poder de la palabra, oral y/o escrita. Como expresión material del pensamiento, la palabra es el instrumento por excelencia para manifestar las ideas y la voluntad de los individuos. Puede ser usada para el adoctrinamiento y la censura, pero también para la liberación y el debate de opiniones políticas diferentes.
En el actual debate de ideas en Cuba, que tiene como escenarios principales las viviendas y el ciberespacio, pero que va ganando lugar en instituciones, calles y plazas; es fundamental que se extiendan el respeto a la opinión divergente y la capacidad de escuchar y analizar los argumentos y opiniones de los participantes —concuerden o no con el nuestro— y disfrutar de la profundidad y contundencia de las exposiciones, orales o escritas, así como de su elaborada presentación.
Salvador García Agüero y Juan Marinello durante la Asamblea Constituyente de 1940.
A los interesados en deleitarse con brillantes debates políticos, los invito a consultar las actas de sesiones de la Asamblea Constituyente de 1940. Aquellas pugnas verbales entre representantes de todo el espectro político cubano —conservadores y liberales, nacionalistas y auténticos, abecedarios y comunistas—, eran trasmitidas en vivo a toda la nación por la radio. Tanto la prensa y el público que colmaban las sesiones, como los millones de radioyentes, disfrutaban y se entrenaban escuchando a los mejores representantes del foro político de entonces.
Persuasión, diálogo, negociación, consenso, son usos de la palabra que dan fe de su poder en la vida política. Cuando se reprimen en aras del secretismo y la imposición de una verdad única e inefable, se abren las puertas a los extremismos con su repertorio de agresiones, descalificaciones, fanatismos y soberbias, que son los que priman hoy en el debate político cubano, aún underground en su mayor parte.
Para que las armas de la crítica desarrollen más poder de disuasión que la critica de las armas, de la violencia física y simbólica; hay que establecer el ejercicio libre, honesto, respetuoso y hermoso de la palabra. Todo el que sienta la necesidad de expresar sus ideas, tiene el deber de ejercerla libremente, con o sin permiso. En particular, los que viven directamente de ella: políticos, maestros y profesores, periodistas y comunicadores, profesionales de las ciencias sociales y humanistas, estudiantes, intelectuales y artistas. Recuerden que, como afirmara Martí: «La palabra no es para encubrir la verdad, sino para decirla».[1]
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[1] José Martí: «Ciegos y desleales», Patria, 28 de enero de 1893, OC, T2, p. 216.
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