Para Dalia, deshojada
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El único suelo firme en el Universo es el suelo en que se nació.
O valientes o errantes, o nos esforzamos de una vez,
o vagaremos echados por el mundo, de un pueblo en otro.
José Martí
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Cuando el miércoles pasado despedí a mi hijo, reclutado para iniciar el Servicio Militar Obligatorio, algo en mí cambió de sitio. Durante dieciocho años he tratado de armarlo con herramientas que solo tienen que ver con el amor, la dignidad, el respeto a sí mismo (y sobre todo, a los demás), las ganas de ser útil, siempre insistiéndole en que el trabajo no se come a nadie. Verlo partir ha quebrantado otro fragmento de mi ya frágil alma.
No niego que por momentos pensé en apelar a la objeción de conciencia al servicio militar, escudándome en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos. Lo haría por razones éticas, provenientes de la mujer de paz que pregono ser y que enarbolo como un estandarte antimilitarista: me opongo siempre al uso de armas y estoy en contra de cualquier tipo de violencia. Hace muchos años que me declaré un ser de armonía, a favor del diálogo, de pactar con el contrario. De evitar a toda costa los daños colaterales. Soy poeta, además.
De acuerdo con lo dispuesto en la Ley no. 75 de la Defensa Nacional, que establece el Servicio Militar por los ciudadanos, mi hijo partió a la previa por no sé cuántos días. Después lo conducirán a otra unidad y durante un año, aproximadamente, estará a merced de cuanta actividad militar establecida en la ley tenga que cumplir.
Lo mejor de todo es que regresará a mí, a su novia, a nuestra familia, cuando le notifiquen su baja. Emprenderá la universidad y el tiempo en «el verde», «vestido de aguacate», si Dios lo permite, trasmutará en anécdotas, o en mensajes a los amigos que conoció en el reclutamiento. En fin, todo quedará atrás, como el agua pasada, que no mueve molinos.
Pero como madre, como cubana, hay una zona en mí que no reposa. Porque por estos días otras madres, otras cubanas, han despedido a sus hijos, a sus nietos, a sus esposos, y lo peor de ello es que no tendrán jamás la certeza del tiempo que les tomará el reencuentro. Y la partida no es para el Servicio Militar, ni mucho menos. De hecho, entraña mar, o cielo, otros cielos; quizás menos azules que nuestro cielo, pero más despejados.
Hablamos de la emigración —debí poner la palabra en mayúscula, negrita y cursiva. Lo preocupante es que se comenta mucho más de este fenómeno puertas adentro, en los barrios, en las paradas, en los centros de trabajo, que las referencias que encontramos en los medios oficiales de comunicación.
Todos los días me entero de alguien del reparto, o un amigo de un amigo, o algún amigo que se fue, no está y no me queda ni su ausencia. Internet es un hervidero de historias de viajes, diarios de carretera, fotos de quienes hasta se atreven a cruzar, solos o acompañados por la familia en pleno (léase esposas embarazadas o lactantes), el pantanoso y peligrosísimo Tapón del Darién, entre Colombia y Panamá; o el siempre bravo, río Bravo del Norte.
Conozco de primera mano toda la travesía del sobrino de una amiga. En Cuba lo despidió, simbólicamente, el 28 de enero. Me asegura que vivió junto a él, desde una apk de su teléfono, el traslado en avión hasta Nicaragua. Alguien lo esperaba en el país de los volcanes y de ahí, junto a otros cubanos y sus respectivos coyotes, inició el periplo que incluyó la extorsión a retenes en Honduras y la llegada a Guatemala, siempre con el susto a flor de piel. Carreteras desconocidas, otra cultura, dinero insuficiente y mucho soborno. Menos mal que el idioma compartido en las Américas ha cumplido su rol.
Le digo a mi amiga, a través del humo de su cigarro, si no en plan consolación al menos como una vendita sobre la llaga, que casi todos llegan. Que he escuchado cuánto se ayudan los unos a los otros, sin importar la nacionalidad. Que la emigración hermana, cuando el visado responde a la penuria compartida.
Imagen promocional de Clandestina basadas en el inhóspito trayecto migratorio de los cubanos. La marca pidió disculpas dado que la campaña ofendió a muchos internautas. (Foto: Twitter)
Nunca pudo abordar el avión que lo conduciría de Cancún a la frontera con los Estados Unidos. Ahora mismo, el sobrino de mi amiga está preso en el Instituto Nacional de Migración de México, un órgano técnico de la administración pública federal, dependiente de la Secretaría de Gobernación, ampliamente criticado ante el mundo por su perfil policíaco, infiltrado por el crimen organizado, que favorece la ilegalidad y la corrupción y tolera los abusos cometidos por servidores públicos y delincuentes. Si esta información es cierta o no, ya son muchos los que la conocen y replican, y cuando el río suena…
Al sobrino de mi amiga lo conducen fuera de su celda una hora al día para que tome el sol. Las llamadas a la familia son de apenas cinco minutos. Nadie le da información cuando pide hablar con los superiores, alguien al mando. Allí, explica en escuetos mensajes, son cientos y cientos de inmigrantes en su misma situación: ilegales.
Por las cuentas y los cuentos de mi amiga, este riesgoso viaje tiene el valor de diez mil dólares. Ella me confiesa que tiene ganas de meter las manos por la apk de su teléfono y ayudar de alguna manera a su sobrino. Solo le queda aguardar. A ella y a otro grupo enorme de mujeres cubanas, que vieron partir a sus seres y solo esperan por ese soplo de vida entre llamada y llamada telefónica. Las Penélopes cubanas, con mucho de mártir, pero poca certidumbre.
Se va haciendo cotidiano el hecho de la migración en Cuba, no por ello menos doloroso. Menos agresivo. Escucho comentarios que van desde la impericia de algunos al admitir que se irían hasta en una caja de cartón de ser posible, hasta lo impropio de asegurar que solo en Cuba se quedan los que no tienen el dineral que implica la travesía.
Jamás pondría en tela de juicio a los padres que someten a sus hijos a semejante viaje ante lo incierto: oficiales de migración, selvas, ríos a cruzarse en la madrugada. Pero «algo» mayor está sucediendo y a ese «algo» no se le está dando la cara. Sobre ese «algo» no se está hablando y tampoco veo la solución a corto, ni mediano plazo. No escucho datos, ni fuentes confiables oficiales, de cuántos cubanos están viajando día a día más allá de nuestra isla. Más allá del suelo firme en que se nació.
Y la batalla personal por el Edén soñado se ha convertido en otro eje temático, paralelo a las escaseces, a la precariedad con la que muchos están lidiando. Y es preocupante, muy preocupante. Porque en situaciones así, salen a la superficie las mejores posturas de los hombres, pero también la mezquindad.
Creo entonces que definitivamente y a no muy largo plazo, la familia cubana saldrá muy lastimada. En ese edificio con seguridad, cuartos espaciosos, cocina para mil comensales y salidas de emergencia que es la familia, comienzan a resquebrajarse los cimientos. En muchos núcleos ahora mismo falta algún miembro y otros pronto se despedirán. Y atrás quedan los más ancianos, los desvalidos, los albañiles que forjaron los cimientos. Todos conocemos casos donde la familia en pleno vive fuera de Cuba y alguien se encarga de «los viejos» para quedarse a posteriori con la casa.
Repito que jamás pondría en tela de juicio el actuar de ningún semejante. Me remito a los hechos, tal cual los vemos a diario, más de lo que deseamos. El desespero impele a los seres humanos a la búsqueda de todo tipo de soluciones y la piel va quedando en el camino. Para nadie es un secreto que existen comunidades de cubanos en los más disímiles países de todos los continentes. De seguro que de aquí a unos añitos, los nativos australianos aprenderán a comer el congrí con mucha grasa y chicharrones de puerco, o las familias costeras en Surinam prepararán tamales para los almuerzos del domingo.
Posdata: Como una Penélope más esperaré a mi hijo, para apapacharle entre las telas de mi amor. Ojalá otras Penélopes cubanas puedan dejar de tejer también.
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