Por: Lilibeth Alfonso Martínez
(Este texto publicado en Febrero 2017 fue de los más leídos en el año)
La gente pedía que el gobierno de La Habana hiciera y este hizo. Estableció, para los almendrones de la capital, rutas más cortas a cinco pesos. Los faculta la ley, y la necesidad real de cuidar de sus ciudadanos.
Pero el resultado no es el esperado, el que se suponía. Algunos lo sabían de antemano. Lourdes, una amiga de los años, no es adivina pero el mismo día de la medida vaticinó que las próxima semanas serían como son: una especie de huelga de almendrones a la cubana, con menos carros en la calle, y los que están, imponiendo sus propias reglas, portezuelas adentro.
En la calle, apilados en el parque El Curita, bajando Monte y tratando de adelantar por 23, la misma gente que pidió al gobierno hacer algo, ahora se queja.
“Antes me cobraban 20 pesos para llegar a mi casa, dice una mujer en la televisión, pero ahora no paran, y llevo horas aquí”, recalca, visiblemente molesta, acalorada.
No se sabe lo que es peor, me dice Lourdes. Yo, desde Guantánamo, prefiero no responder y escucharla, en el fondo, es lo único que quiere. Pero pienso. Es peor, realmente, cada vez que sale una medida de arriba que ni siquiera se molesta en valorar qué tienen que decir los escalones intermedios.
Pasó en los mercados, en cada momento en que alguna resolución intentaba poner límite a los precios, pasó el pasado año con los propios boteros de La Habana, que entonces se las ingeniaron para que la soga siguiera rompiéndose por el lado más débil.
Son buenas las intenciones, pero lo que cuenta es la práctica, que las personas que se quiere proteger, de los altos precios, de la especulación…, se sienta como tal y no como víctimas colaterales de un choque de trenes, por un lado el Estado y todas sus fuerzas, y del otro, el que tiene el medio y, por tanto, de él dispone.
La periodista pregunta a los boteros, y uno le dice que no da la cuenta dar los viajes por cinco pesos, y sugiere que se les rebaje el combustible o que se les pase la mano en los impuestos. Tienen sus exigencias: saben cuán importantes son para el transporte de la capital y tienen, técnicamente, también derecho a que se les atienda.
En otro espacio televisivo, una funcionaria del transporte da detalles de la medida y recalca que no es nueva, sino una readecuación de lo ya hecho, bien parapetada en sus argumentos. Y algo me dice que no es el último capítulo de esta historia.
Es, en todo caso, una ecuación compleja. Por un lado, el gobierno que tiene la ley, los cuerpos de inspectores, la policía…, pero no el transporte público suficiente como para abastecer todas las necesidades de la población, y del otro, el transportista privado, que tiene el carro “viejo pero que resuelve”, un sistema bien engrasado para conseguir el combustible más barato que en los CUPET, ayudantes, mecánicos, y torneros que hacen milagros ante la falta de piezas de repuesto. Estos últimos tienen, además, suficiente dinero acumulado como para plantarle, al menos por un tiempo, cara al Estado.
Uno, depende del otro, y viceversa, en igual medida por lo menos ahora, en estas condiciones. Quizás, si mañana circularan ómnibus suficientes, si los boteros fueran una apuesta de más confort pero no una necesidad, el dominó sería diferente.
Es, o al menos debería ser un pacto. En otras circunstancias, han funcionado los acuerdos, las partes cediendo en pos de un resultado común. Funcionó en Santiago de Cuba cuando un consenso inteligente logró que se legalizaran la gran mayoría de los motoristas –si en La Habana, los almendrones son el transporte alternativo predilecto, en Santiago son las motos.
Pudiera funcionar ahora. Aplicar la fuerza, halar cada cual para su lado, lo único que logrará es que nada, y sobre todo, nadie, pueda llegar a ninguna parte.
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