Desde que era una niña disfrutaba ocupar el asiento de la ventanilla cuando viajaba en ómnibus. Mis hermanos ni discutían al respecto; privilegios de ser la mayor de tres hijos. Acabo de regresar de Pinar del Río, donde estuve por una semana, y la reminiscencia del traslado de ida y retorno, en el que observé el paisaje durante horas, me devolvió a la feliz época de infancia y juventud.
En aquel entonces el panorama que recuerdo tenía el sello distintivo del azúcar. Cañaverales tras cañaverales y el viento que los movía como en una danza verde. Era una perspectiva que se relacionaba olfativamente con aromas dulzones y predecibles. La provincia matancera fue, en buena parte del XIX, un emporio de la plantación esclavista que trasmitió a sus habitantes, como legados palpables, una fisonomía y cultura altamente mestizadas y un peso de la industria azucarera que llegó con fuerza al siglo XX.
Se podía viajar a lo largo de muchos kilómetros y divisar la tierra sembrada. Ya fuera de caña o de otros plantíos, era excepcional que la regularidad de los surcos se viera interrumpida durante largos intervalos. A pocos pasos de las carreteras, los cultivos. Cosechas, palmas y las vaquitas que tres niños lidiaban por contar, eran las dueñas absolutas del horizonte.
Pasado el tiempo mi relación con la agricultura fue menos contemplativa. Los cursos del preuniversitario los hice en una Escuela en el Campo que tributaba a la Granja Lenin del municipio de Jovellanos, en el que residía. Dedicada a la producción de viandas y granos, el trabajo estudiantil contribuyó a menguar los gastos que el Estado hacía para garantizarnos una instrucción de calidad. Sembrábamos boniatos y papas, chapeábamos plátanos y cosechábamos frijoles, yuca y papas. Aún recuerdo con afecto a la mayor parte de mis profesores y agradezco los conocimientos que me transmitieron, si bien es cierto que separarme de mi familia para estar becada no me agradó nunca.
Durante los estudios universitarios en Matanzas y después, al tener en esta ciudad el primer centro de trabajo, debí viajar casi diariamente y la ventanilla continuó siendo mi puesto de observación. Fue en los primeros años del período especial que me asenté definitivamente en ella. Mi relación cotidiana con la campiña se iría debilitando al asumir una existencia menos itinerante.
El periplo que acabo de hacer me remontó a esas fases de mi vida. Pero, mientras prestaba atención al entorno, no pude evitar las comparaciones. Ni cañaverales, ni surcos, ni vaquitas. Solamente las palmas me permitían un asidero al pasado.
Delante de mis ojos transitaban veloces kilómetros y kilómetros de tierras baldías, donde se enseñoreaban los arbustos y las hierbas, las piedras y el abandono. La decadencia de la agricultura de un país se expresa también en sus paisajes. Quizás, pensé, sea ahora un niño francés el que disfrute de un mar de cañas cimbreantes.
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