Ha muerto Pablo Milanés y con él un pedazo de la Cuba que vive en mi mente. Lejos del país que amo, la Isla es una balsa imaginaria y cálida que me aferra al Caribe y al dolor. Pablito es parte importante de ese espejismo y su obra, al menos para mí, la banda sonora del arsenal espiritual que me une a esa nación adorada y maldita.
He decidido hablarle en primera persona, como si estrechara su mano, como quien habla a un amigo antiguo, porque así le siento.
Pablito, a ese último concierto que diste en La Habana, yo quería llevar a toda la gente que amo. Pudieron acompañarme unos pocos, y por nuestra condición de disenso político, detrás de nosotros, cual perros de caza, acechaban los agentes de la Seguridad del Estado que regularmente nos acosan. Imagino entonces cuántos te vigilaban a ti, y bajo cuánta coacción cantaste esa noche. Ello me hizo valorar el amor que sentías por tu pueblo y la necesidad de despedirte de él, aunque fuera con un cuchillo en el cuello.
Recuerdo que cantaste Pecado original y corrí a abrazar a Maykel González Vivero, porque estábamos en medio de la lucha por el matrimonio igualitario. Esa canción tuya fue, al menos para nosotros, el himno de la conquista de un derecho fundamental que se materializó días después con el Código de las Familias. Que decidieras incluirla en tu repertorio en ese concierto puntualmente, fue un gesto que la sociedad civil cubana y en especial el movimiento por los derechos LGBTIQ+ no dejará de valorar.
Cantaste también No ha sido fácil y se la coreamos a nuestros represores: «Soy como quisieron ser/ pero tratando de ser yo/ ni menos mal, pero en verdad, ni menos bien// No ha sido fácil tener/ una opinión, que haga valer mi vocación/, mi libertad para escoger». Recuerdo que les gritamos: «Pablo es nuestro y las narrativas de sus canciones también», y que nos paramos a cantar y ellos se sobresaltaron y pusieron en posición de alerta, como si con tus canciones, Pablito, los fuéramos a apuñalar, o pudiéramos tumbar con notas musicales el autoritarismo.
En ese concierto también miré al amor que duele a los ojos: «Qué gloria te tocó, / qué ángel de amor, que has renacido.// Qué milagro se dio cuando el amor volvió a tu nido». Sabía que me estaba despidiendo del amor de mi vida y se lo dije con tu voz. ¿Será que eres el amor de mi vida?
Lloré además por los amigos que se fueron, por los que quisiera ver para saber que soy humana y vivo y siento por mis hermanos; y me tocaste, Pablito, me tocaste cada fibra de patriota que anhela que su pueblo renazca de su ruina y paguen su culpa los traidores.
Recuerdo que una maestra que tuve me dijo que el Santiago de Yo pisaré las calles nuevamente era Santiago de Cuba, y en ese engaño viví hasta que muchos años después vi un video en que dedicabas esa canción a Miguel Enríquez. Entendí que La Moneda era en Chile y que tú le cantabas a ese pueblo, pero aun así evoco las calles de lo que fue nuestro Santiago ensangrentada, a fin de cuentas la sangre es del mismo color en las calles de Cuba o de Chile.
Me sobrecoge que tu obra no solo aborde el amor carnal, sino otros amores que yo venía sintiendo fuerte y que son acaso más nobles e ingratos: a la libertad, la dignidad humana y la justicia social. Entiendo hoy, Pablito, que tú tienes doble mérito: el de impulsar y cantarle a un proyecto noble y hermoso como fue la Revolución cubana en sus inicios, y el de sufrir en tu piel la represión y los horrores de una revolución que degeneró en autoritarismo, por no callarte jamás ni ceder ante ninguna prebenda de la burocracia.
Cuando era niña, cada mañana despertaba con tu voz. El noticiero radial de mi pueblo iniciaba con tu interpretación de Comienzo y final de una verde mañana y yo, semidormida, remolona y pequeña, abría los ojos con el beso de mi madre, mientras me acariciabas el pelo con un: «Déjame despertarte con un beso,/ en la verde mañana que te espera…». Hoy despierto lejos de esa isla que amo, y tu narrativa me atraviesa el corazón y quisiera poder decir: «Yo me quedo, / con todas esas cosas,/ pequeñas, silenciosas», pero como tantos miles de cubanos, no pude quedarme y pesa sobre mí la amenaza de no poder volver.
No obstante, sé que en allí a una no se le queda el cuerpo, pero sí el pensamiento y el corazón. Nadie se va de la Isla, porque hay tanta Cuba afuera y duele tanto la de adentro, que nuestro pueblo, cual nómada o gitano, ha construido un país imaginario sustentado en cosas intangibles, como tu voz.
Hoy me atrevo a resignificarte pues sé que la limpieza de tus ideas estaba en toda la frase «será mejor hundirnos en el mar,/ que antes traicionar/ la gloria, que se ha vivido». Esa no es la gloria de los burócratas y los corruptos, es la gloria del pueblo que quemó Bayamo antes de entregar su suelo al colonizador.
Por ese tipo de gloria, de Cuba soberana pero sin autoritarismos ni dominación, yo también me hundo en el mar. Tú estabas claro, Pablito, supiste discernir entre Cuba y sus captores; y seguiste cantándole a la patria a pesar de que ellos te encerraran en los campos de concentración que fueron las UMAP.
Quisiera despedirme cantando y creo que tú mismo escribiste tu propio epitafio: «Los días de gloria cerraban esperas, / abrían ventanas, donde iban entrando dolores de antaño hacia el porvenir.// Qué es lo que me queda de aquella mañana,/ de esos dulces años, si en ira y desgano los días de gloria los dejamos ir».
Gracias, querido Pablo. El mundo te llora. Nada fue en vano.
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