Nadie se llame a engaño. La culminación tardía de las negociaciones conducentes al restablecimiento de relaciones entre Cuba y los EE.UU. en la etapa final de Obama representó una excepción pasajera que tomará muchos años en reactualizarse o repetirse.
Al calor de los indicios y señales de una diplomacia secreta y de las tendencias que derivaban de semejante proceso de normalización, hubo no pocos avances de importancia para Cuba. Los miembros del Club de París —grupo de países acreedores del grueso de la deuda externa insular, que venía arrastrándose desde los años ochenta del siglo pasado— acordaban suprimir más del 85% de dicha deuda (11 mil millones de dólares), equivalente a 8 mil 500 millones.
Por otro lado, un creciente número de grandes corporaciones de EE.UU. exploraban las posibilidades del mercado cubano; casi un millón de norteamericanos visitaban la Isla junto a más de 600 mil cubano-americanos. Diversos estudios estimaban que, de continuar este proceso de normalización y restablecerse el turismo, no menos de 3.5 millones de turistas norteamericanos elegirían el destino Cuba.
Se suscribían veintidós acuerdos de cooperación de cara al futuro en diferentes campos entre La Habana y Washington. Tenía lugar lo nunca visto desde 1959: un presidente norteamericano (Barack Obama) visitaba Cuba y se expresaba libremente. En el horizonte no pocos avizoraban la hipótesis de llegar, finalmente, a la supresión del bloqueo (embargo) más prolongado y dañino en la historia impuesto a un pequeño país. El emergente sector privado en Cuba veíase beneficiado de mil maneras diferentes (mayores clientelas a los paladares, a las casas particulares al estilo de B&B, a medios de transporte privados, guías y otros sectores).
Para las elecciones que se avecinaban en país norteño en el 2016, los dos candidatos —Hillary Clinton por los demócratas y Donald J. Trump por los republicanos—, se pronunciaban favorablemente respecto a la continuación de dicha normalización. Ayudantes de Trump visitaban Cuba en dos ocasiones con vistas a explorar las potencialidades de negocios. Nada parecía sugerir una paralización del rumbo constructivo iniciado; mucho menos una catástrofe de las proporciones y complejidad que tendría que enfrentarse a muy corto plazo.
Entonces llegó Trump, que no solo se disoció de sus propias palabras y de la ruta positiva iniciada por su predecesor, sino que puso en práctica un sinfín de acciones agresivas en todos los órdenes y que configuró una arquitectura de guerra económica —muchísimo más allá de los componentes del viejo bloqueo— integrada por unas 242 medidas que echaban por tierra los pasos iniciales de Obama. Como parte de esas acciones, decidió aplicar el Capítulo III de la Ley Helms-Burton —que ampara las reclamaciones sobre propiedades expropiadas y nacionalizadas en Cuba— lo que trascendía al ámbito de la extraterritorialidad con amenazas y sanciones a países relacionados con la Isla en términos de negocios e inversiones.
Trump puso en práctica un sinfín de acciones agresivas en todos los órdenes y que configuró una arquitectura de guerra económica. (Foto: Lynne Sladky / AP)
Tal ángulo fue claramente rechazado por la Unión Europea (UE), pero, de cualquier manera, enfrió, inhibió y desanima todavía los proyectos de negocios, comercio e inversiones de sus países miembros hacia Cuba. Parecido expediente intentaron Trump y sus sucesivos asesores de seguridad nacional y política exterior aplicar a Venezuela y su alianza con la Isla, asumiendo que la caída de una conllevaría la de la otra.
Era lo nunca visto. Nadie trate de disminuir o restarle importancia al peso de ese factor en la agudización de la crisis existente. No se trata del viejo estereotipo de echarle la culpa al imperialismo por todos nuestros males; se trata de deslindar claramente la enorme responsabilidad de EE.UU. respecto a los errores e insuficiencias internos. Baste un ejemplo: decía un tiempo atrás un conocido estadista latinoamericano que cualquier gobierno enfrentado a semejantes agresiones no duraría ni seis meses…
Parecía un golpe de suerte la derrota electoral de Trump y la victoria de Biden en el 2020. No pocos se entusiasmaron con semejante triunfo. Era el vice-presidente de Obama; en su equipo de política exterior y seguridad nacional se contaban figuras que —con Obama— habían participado de los inicios del proceso de normalización. La idea de un regreso al rumbo interrumpido por Trump prevalecía entre muchos y no les faltaba base para el entusiasmo; debería prevalecer una tal consistencia. El desarrollo de los acontecimientos vendría a probar lo errado de tales cálculos.
Biden y su equipo no solo no retomaron el rumbo iniciado por Obama, sino que han mantenido intacta la guerra económica y la arquitectura más completa de agresiones que ha pesado sobre Cuba, añadiéndole algunas de su cosecha y desechando las muy modestas promesas que en ese terreno había hecho durante su campaña electoral.
A lo anterior se añade que en todas las encuestas realizadas entre norteamericanos, las dos terceras partes se pronuncian por una normalización de relaciones, pero la mayoría de sus representantes y senadores siguen ignorando esta realidad. El número de congresistas norteamericanos que favorecen una normalización sigue siendo una minoría muy por debajo del 50%. Incluso, entre los trumpistas los ha habido que se manifiestan a favor del comercio y los negocios con Cuba. ¿Cómo se explica esa incongruencia?
A escala de Washington ha predominado y predomina todavía la noción de la incompatibilidad del caso cubano respecto al sistema interamericano que ellos hegemonizan y manipulan. Se continúa culpando a la Isla de todas y cada una de las manifestaciones de protestas, conatos de violencia política y victorias electorales calificadas de izquierda que vienen en ascenso por América Latina.
La derecha chilena y continental culpó al gobierno cubano por las protestas que sacudieron ese país. (Foto: El Comercio)
Con las etapas Trump y Biden se refuerza la percepción de que el gobierno cubano tiene que llegar a su fin y que —a diferencia de otros momentos— está en su fase terminal. Los sucesos del 11 de julio han reforzado en medida absoluta esa noción.
De ahí que tanto republicanos como demócratas concluyan que (a) deben continuar semejante rumbo agresivo y (b) Washington no debe hacer cosa alguna para mejorar las relaciones, pues ello supondría un alivio a los problemas y tensiones dentro de Cuba, lo que le permitiría sortear más eficazmente su crisis interna. No menos importante es la manera en que ambos visualizan la importancia de la maquinaria electoral cubano-americana en la Florida, con sus veintinueve votos electorales, y cómo ello influirá en las próximas contiendas electorales. Este es el pensamiento rector hoy en Washington, sin distingos partidistas.
Y si miramos hacia delante, hacia hipotéticas variaciones favorables futuras, un escenario tal no existe hoy ni se verá en largo tiempo. Todo lo contrario. Los desastres y desventajas que caracterizan a la administración Biden, tanto en política interna como exterior, parecen confirmar los pronósticos que auguran a los republicanos (y dentro de estos al núcleo duro del trumpismo) recuperar la mayoría en el Congreso —seguro en la Cámara de Representantes; casi seguro en el Senado—, en las elecciones parciales o de medio término que tendrán lugar en el 2022, así como en las presidenciales del 2024.
Nada bueno nos deparan las próximas elecciones del 2022 y 2024. No pueden ni deben albergarse esperanzas en esa dirección.
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