Se muere el totalitarismo en Cuba y lo hace de muerte natural. Carece ya del oxígeno que había mantenido su vitalidad. Se han quebrado los pilares en que se sostenía: un consenso mayoritario explicado por la existencia de ciertos beneficios sociales aun en ausencia de libertades políticas, y el control absoluto de la información, las comunicaciones y la opinión pública.
Si bien no era un estado totalitario clásico —pues según la teoría de Hannah Arendt no lo distingue «el terror total»—; la sociedad cubana fue maniatada durante décadas mediante dispositivos de control ideológico sumamente efectivos, a través del discurso político, la escuela, el arte y los medios; ellos desmovilizaron a la sociedad civil.
Tales dispositivos se establecieron como parte de un proceso popular, pero autoritario y vertical desde su génesis. Con el tiempo, la sociedad se tornó obediente, manejable a través de supuestas instituciones populares —si bien no puede negarse el origen popular de muchas de ellas—, y poco cuestionadora; hasta difuminarse y perder la capacidad de actuar como actor político. En consecuencia: el término ciudadano devino tratamiento peyorativo, usado apenas por oficiales de la policía o funcionarios de la ley.
Agoniza el totalitarismo y no es una muerte digna. Avivan la hoguera de sus cenizas el abandono desde hace ya tiempo de la justicia social como horizonte real de las políticas gubernamentales (aunque mantenido en su discurso), con el consiguiente aumento exponencial de la pobreza y la desigualdad; sumados a una época tecnológica en que los mensajes ideológicos no pueden ser monopolizados por el Partido Comunista.
Según la clasificación más usual, Cuba es un estado autoritario. Pero no todos los estados autoritarios poseen rasgos de totalitarismo. Es un asunto complejo, porque el totalitarismo no depende únicamente de cierta estructura del estado y determinadas características de un sistema electoral; requiere también de una actitud en la ciudadanía que la inhiba de la práctica de algunos derechos que pueden estar, incluso, declarados de manera formal en las Constituciones.
Como expliqué en un análisis de hace varios años:
«La esencia del asunto radica en que no es lo mismo ser libre que sentirse libre. Ser libre depende más de un contexto jurídico que garantice determinadas prerrogativas ciudadanas, pero sentirse libre requiere de una actitud cívica en que no se tema practicar esos derechos. Si ser libre depende del entramado jurídico en que se desenvuelvan las personas, sentirse libre obedecerá más a prácticas culturales que involucran a la familia, la escuela y los medios de comunicación».
En un estado totalitario las personas no se sienten libres para ejercer los derechos que puedan atribuirle como propios los textos legales. De hecho, la Constitución de 1976 admitía, en su artículo 53, «(…) la libertad de palabra y prensa (…)». Es cierto que el artículo 62 aclaraba que ellas no podían ser ejercidas contra «lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del Estado socialista (…)», y sabemos que muchas leyes decretadas anularon las libertades reconocidas en ese documento, pues la determinación sobre qué es ser fiel o contrario a los fines del Estado socialista es algo que se decide en las oficinas de la burocracia política.
Sin embargo, al redactar la Constitución que sería aprobada en 2019 —y con el fin de hacerla atractiva en un entorno que era ya de menor consenso, para lograr que muchos pasaran por alto (como en efecto ocurrió) las notables prerrogativas que adquirían los funcionarios (ahora administradores no solo de facto, sino de jure) en el manejo de la propiedad estatal, dixit que de todo el pueblo—, el aparato de poder cometió un costoso error que ayudó a un cambio sustancial en la perspectiva ciudadana sobre sí misma: declaró a Cuba un estado socialista de Derecho. Y si bien sobre lo qué es el socialismo hay disímiles definiciones, sobre lo que es un Estado de derecho la interpretación es más recta.
Tampoco tuvo en cuenta, al anunciar el armonioso concepto, que si en 1976 la voz ciudadana no existía, en 2019 la situación era otra. Y muy diferente. Ahora podíamos reclamar lo que antes no hicimos.
El cazador cazado
En otro artículo argumenté que a Fidel Castro nunca lo hubieran colocado en esa situación. «Jamás habría concordado con la aprobación de una Constitución tan osada. Lo suyo no era la hipocresía. “Al pan, pan y al vino, vino”. Con él nunca fue declarado en Cuba un Estado Socialista de Derecho. Como no lo tuvo ninguno de los países del desaparecido socialismo real».
El poder quedó de este modo aprisionado en un contrasentido. En el afán de presentar una Constitución más avanzada que su predecesora, se fabricó una trampa de la que no le es posible escapar. En su disposición decimosegunda, la propia Constitución obligaba a la Asamblea Nacional a habilitar los derechos ciudadanos en un plazo de dieciocho meses. Han pasado casi cuarenta y dos, y apenas el verano pasado quedó habilitado uno de esos ellos: La Ley de Amparo de los Derechos Constitucionales.
Pocos meses después ya existe una demanda interpuesta ante esa sala. El ciudadano René Fidel González García demandó al presidente Miguel Díaz Canel y a la fiscal general Yamila Peña Ojeda por violación de sus derechos. Fue difícil hallar un abogado y, como dice el también jurista, está por ver la eficacia real de este paso, pues hay factores normativos y extra normativos que afectan su eficacia.
Pero lo novedoso no es solo que exista esa demanda, sino que todos conocemos de su existencia, hemos visto una copia del contrato y podremos conocer si la sala de amparo constitucional la engavetará. Es decir, podemos seguir este caso, desde el inicio hasta el fin.
La demora de la Asamblea Nacional en la habilitación de los derechos refrendados por la Constitución es ya escandalosa, y el poder lo sabe. Les falta habilitar derechos políticos como el de reunión y manifestación. También derechos económicos, elementales en un sistema que se presenta como socialista, como el que estipula que: «Los trabajadores participan en los procesos de planificación, regulación, gestión y control de la economía. La ley regula la participación de los colectivos laborales en la administración y gestión de las entidades empresariales estatales y unidades presupuestadas».
En la actualidad —y dado el enorme abismo entre la realidad cotidiana y el discurso político—, el aparato ideológico, tan importante en este tipo de sistema, no logra ser efectivo. El tiempo y esta época tecnológica son sus enemigos más poderosos. En presencia de un pensamiento crítico, otros actores políticos, medios de prensa alternativos y redes sociales de comunicación; ha perdido la relativa sutileza que tuvo en otras épocas. Se advierten cada día «las costuras de la manipulación mediática» y «la dictadura del algoritmo» en sus intentos por mantener, a toda costa y a todo costo, el poder.
Una protesta por apagones en la vía pública, un panel literario que reuniría a jóvenes con ideas críticas en una institución de la cultura, un cartel con la consigna «Socialismo sí, represión no»; son potencialmente presentados como tan peligrosos cual en su momento fueran una red de espías de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, o un sabotaje armado contra la Seguridad del Estado.
Ya la propia Constitución, que crearon a su imagen y semejanza, les resulta incómoda y dejan muy claro que penalizarán la «práctica abusiva de derechos constitucionales». Pero es precisamente practicándolos que se podrá influir en el presente y el futuro de la nación.
Hace pocos días fui citada bajo coacción por la Contrainteligencia que pretendía entrevistarme. Lo denuncié en las redes sociales, busqué asesoramiento legal y me dirigí a la Fiscalía provincial de Matanzas para presentar una queja y solicitar una acción de nulidad de procedimiento. La cita en la estación de la policía fue cancelada. Estoy segura de que el inmediato apoyo nacional e internacional ayudó a que la queja fuera atendida. Comprendo que algo así no es la regla, sino la excepción. Pero no deja por ello de aportarme útiles lecturas que a continuación expongo.
Participación política en Cuba: ¿carretera de una sola vía?
Cuando recomendé la necesidad de estudiar las leyes como un medio —jamás afirmé que fuera el único— para defendernos ante atropellos como ese, varias personas vieron en mi consejo una pose altanera, intelectualista, que ignoraba olímpicamente aquellos cuyos derechos han sido violentados de manera arbitraria durante mucho tiempo y que, o no han podido apelar a la ley, o habiéndolo hecho no fueron protegidos por los pocos recursos legales a su alcance dado el carácter discrecional de la misma.
Sin embargo, no era a mí a quien faltaba humildad. Haber interpretado que mi sugerencia era para el sector abiertamente activista, que se ha desmarcado del gobierno, fue un error. Yo le estaba hablando a TODA la ciudadanía. Los activistas no pueden creerse el ombligo del mundo. Ese quizás ha sido su error. Ellos representan a la ciudadanía, sus demandas le competen, son parte de ella. Pero no logran entenderla. Por esa razón no logran encabezarla. Demasiado ego. Demasiada necesidad de liderazgos, sea de personas, tendencias o movimientos.
El activismo digital se ha convertido en una tendencia para tratar de generar un cambio social. (imagen: Getty Images)
El activismo es la dedicación intensa a alguna línea de acción de la vida pública, sea en el ámbito político, social, ecológico, religioso, etc. Aunque muchos usan el término como sinónimo de protesta o manifestación, no son equivalentes. En el ámbito político indica por lo general algún tipo de militancia, partidista, sindical u organizativa.
El activismo militante es una de las vías de participación y presión para lograr cambios en el ámbito de la política. Ella no existe únicamente en sistemas autoritarios de cualquier signo. No obstante, en contextos totalitarios el activismo presenta enormes retos.
Al existir una ciudadanía desmovilizada, las arbitrariedades que sufren los activistas y periodistas independientes por parte de los órganos represivos del Estado los debilitan, desgastan y conducen en muchos casos a los más mediáticos y relacionados con redes intelectuales y académicas a salir del país, ya sea por decisión propia o por presiones del aparato; en tanto los que no tienen esas posibilidades, son acusados en procesos judiciales arbitrarios que los llevan a prisión por mucho tiempo. En ambos casos eso no permite que su acción política sea efectiva.
En un entorno con rasgos totalitarios, es crucial pensar la política también para las mayorías. Hay que dirigirse a las personas que quieren transformar su realidad pero no se suman al activismo, sea por temor, por condicionamientos y prácticas disuasorias, por conflictos existenciales, o por la falta de un claro mensaje estratégico de los activistas hacia la ciudadanía, pues por lo general estos suelen ser muy explícitos en lo que no quieren, pero muy pocas veces dejan claras las estrategias viables para lograrlo.
Un ejemplo de activismo de esta índole es el llamado a salir a las calles. O el de aquellas tendencias que convocan a desconocer al gobierno como interlocutor en un hipotético proceso de diálogo. Son utopías que dejan pequeño a Tomas Moro.
Conocer bien las características del contexto político que se pretende transformar es el primer paso para hacerlo. Las manifestaciones, congas, toques de calderos y consignas críticas al gobierno indican a las claras la irritación de amplios sectores sociales de la ciudadanía. Sin embargo, aunque muchos se animan al percibir que al gobierno le es cada vez más difícil lidiar con el disenso y creen que su caída está a la vuelta de la esquina, les recuerdo que por lo general, cuando mejora la situación económica, o se restablece en alguna medida el servicio electro-energético, esas protestas se debilitan.
¿Quién puede apostar que muchos de los que en su desesperación salen a gritar hoy consignas antigubernamentales, lo que están añorando es una situación como la de cinco años atrás: con el CUC asequible; pollo, aceite y detergente en las tiendas y pan por la libre? Y sin ninguna libertad política, sin ninguna participación. En una sociedad inmersa por décadas en el rigor de la cotidianidad; una mejoría, por leve que sea, es vista como una esperanza.
¿Alguien duda de que si el estado consigue atraer a grandes inversores de capitales —así tenga que entregar cayos, propiedades, terrenos, puertos y minas (ya estamos viendo algunos ejemplos)— y se presentara una mejoría de su capacidad económica; muchas personas descontentas asumirían la actitud que describe el refrán: «Barriga llena corazón contento»?
El cambio político para Cuba no es exclusivamente conseguir transformaciones para el corto plazo, sino también para el futuro. Es lograr que la ciudadanía se empodere, se implique como actor político. Quizá no de manera frontal, como hacen los activistas, pero sí disputando por medio de los recursos legales de que dispone, por escasos que ellos sean.
Si cada persona que ha sido amenazada en entrevistas con órganos de Seguridad —y créanme que conozco muchísimas que nunca han hecho activismo y jamás han denunciado tales presiones a pesar de recibirlas—, puede argumentar que son ilegales y negarse a ellas solicitando atención de las Fiscalías, empezarán a sentirse más seguras para no callar.
Solo se aprende a tener derechos ejercitándolos. Por ello es importante que las personas adquieran cultura jurídica. Y que recuperen la libertad de su expresión cívica. Cuando esa actitud se acerque a la regla y no a la excepción, ganaremos todos. También los activistas.
¿Cuántos ciudadanos, si se sintieran seguros, no exigirían por vías legales la liberación de los presos políticos condenados como resultado del estallido social del 11-J o al menos la revisión de sus causas? Tengo amigos, intelectuales y de otros sectores, que en privado aceptan que son penas arbitrarias y abusivas, pero en público no lo ratifican porque temen buscarse un problema en sus trabajos y en sus centros de estudio, o simplemente, ser mal mirados por sus vecinos.
¿Cuántos científicos sociales exigirían acceso a información que controla el Estado sobre la verdadera situación de la economía y la sociedad cubana? ¿Cuántos no escribirían valiosos análisis en sus redes sociales y en medios independientes? Ya algunos lo hacen.
¿Cuántos ciudadanos secundarían la recogida de firmas para una iniciativa legislativa si se supieran a salvo (muchos recordarán el Proyecto Varela, pero en aquella época pocos sabían de aquello y se pudo tergiversar mucho de lo que planteaba)? ¿Cuántos irían a tocar las puertas de la Asamblea Nacional para presenciar sus sesiones, derecho constitucional jamás reclamado? ¿Cuántos no se dejarían presionar por los llamados puerta a puerta para ir a votar a las elecciones a escoger diputados que jamás nominamos y que luego no nos representan?
Hay personas que quieren el cambio, y lo quieren ya. Los entiendo perfectamente. Pero esa no es la política. Es apenas una vía. La política en Cuba pasa además por empoderar a la ciudadanía. En un modelo como el nuestro, una ciudadanía activa y dispuesta a participar en los asuntos públicos es, ni más ni menos, una garantía para el hoy y el mañana.
A los que argumentan que apelar a esa vía es pedir peras al olmo, pues en Cuba no existe un Estado de Derecho, ni socialista ni capitalista, quisiera dejarles estas palabras del profesor y jurista René Fidel González García: «El Estado de Derecho es algo más que una declaración constitucional. Tiene que serlo en tanto meta de muchos de nosotros, de nuestras luchas históricas por alcanzar la justicia toda y la dignidad del hombre de la que hablara José Martí, no depende de un momento de su desarrollo y expansión».
El totalitarismo se muere. Pero toca a la ciudadanía cavar su tumba. Es una tarea colectiva. No de elegidos.
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