New York, 30 de enero, 2020
Un frío miércoles de principios de año, 30 de enero, como hoy, pero de 1895, salía José Martí[1] de New York hacia Montecristi para dar inicio a la Guerra Necesaria. Partía a sus 42 años a un viaje sin regreso. De ellos, había vivido 15 entre Manhattan y Brooklyn –la mayor parte, en Manhattan—.
Siempre he tratado de imaginar cómo habría sido para Martí llegar en 1880 a aquella urbe a medio camino entre el pasado y la modernidad; con automóviles y caballos pujando por un mismo espacio junto a un millón de habitantes empeñados en similar propósito. ¿Cómo serían los lugares donde vivió y trabajó? ¿Cómo sería aquel apartamento de Brooklyn en Kent, calle por la que paso con frecuencia en camino a la universidad en ese mismo barrio, a hablarle a estudiantes eternamente sorprendidos ante mi invariable pasión por ese hombre de baja estatura, bigote exagerado y frente amplia?
Salvo la estatua ecuestre de Anna Hyatt Huntington, erigida en Avenida de las Américas y Central Park en 1965, apenas quedan trazos visibles de la estancia neoyorkina del poeta. Existe hasta un memorial a Félix Varela —fallecido en 1853, año en que nació Martí— en la Iglesia de la Transfiguración en el Lower Manhattan, área donde aquel fungió como vicario general de la diócesis por 16 años. Martí, en cambio, parece como si no hubiera existido.
Escultura ecuestre de José Martí por Anna Hyatt Huntington en W 59th St. Central Park. Foto: Regan Vercruysse
Martí espectral
En este contexto de un inmaterial Martí newyorkino, pobre en bustos y tarjas conmemorativas, el poeta ocurre como una suerte de espectro. Los fantasmas, apuntó Edensor[2], “residen en nuestras memorias personales; son residuos de espacios y tiempos distantes que permanecen en nuestros cuerpos; son hábitos; maneras que nos poseen”. Martí, sin dudas, nos habita; nos sondea; nos escucha; nos hace ser. Desde cualquier esquina de esta gran ciudad, apenas sin nosotros saberlo, cura nuestras nostalgias; nos cuida.
Por acá pasó por primera vez en 1875 a bordo del vapor trasatlántico Celtic, proveniente de Liverpool y camino a México, país donde residiría hasta el 1877 y donde conoce a su esposa, Carmen Zayas Bazán. Solo 4 años en España después de su salida forzada del presidio en Cuba, serían suficientes para entender que era en New York y no en la “madre patria”, donde se radicaría. Como ha señalado Lisandro Pérez, New York era la urbe donde una pujante comunidad cubana había comenzado a echar raíz desde principios del XIX, a partir del boom de la producción azucarera en la Isla, como consecuencia del alza de los precios, en el contexto de revolución haitiana. Eran a los puertos de Manhattan a donde llegarían las cajas del azúcar, lista para ser refinada.
Tras recorridos intermitentes por Centroamérica y visitas cortas a La Habana, Martí regresa a su ciudad natal en 1878. Solo un año después es arrestado y nuevamente enviado en calidad de preso a España. De allí, partiría otra vez a New York en 1880, ahora para radicarse de manera definitiva.
Lo recibe su amigo Miguel Fernández Ledesma, pero a los pocos días, se muda a la casa de huéspedes de Carmen y Manuel Mantilla, en 49 East 29 St., cerca del Flatiron District. La casa de los Mantilla es un hervidero de ideas. A ella llegan muchos de los emigrados cubanos, deseosos de compartir y debatir sobre la mejor manera de hacer la guerra. En el área actualmente se encuentra la embajada de Moldavia y un solar yermo.
El mismo año llegan a New York Carmen Zayas Bazán y su hijo, José Francisco, pero volverían a La Habana a los 8 meses. Al parecer, aquella ciudad no era sitio para la criolla acostumbrada al clima cálido y deferencias de clase.
Martí viaja a Venezuela en 1881, pero regresaría poco después a la gran urbe. Esta vez, se establece en 459 Kent Ave, Brooklyn, con la esperanza de que Carmen y su hijo regresen y permanezcan con él de manera definitiva. Ambos arribarían nuevamente a la ciudad en 1882, pero solo para regresar a La Habana tras un breve período. Un último intento de hacer vida juntos fue en 1891. Martí vivió invadido por la tristeza permanente de no saberse apoyado por Carmen y de vivir lejos de su hijo. Se debía a una familia más grande, una del tamaño de una isla.
A pesar de la soledad, o quizás, gracias a ella, se adentra en una etapa de intenso trabajo. A pedido del Departamento de Estado de los Estados Unidos, se desenvuelve como cónsul interino de Uruguay. Posteriormente, será cónsul general de otras embajadas latinoamericanas en New York. Su creciente prestigio intelectual le abre el camino hacia posiciones como esta. Llega a ocupar el cargo de director del periódico La América, revista ubicada en Broadway 756, desde donde publica una extensa lista de crónicas sobre los Estados Unidos y la región, tales como “El tratado comercial entre los Estados Unidos y México” (1883), logrando conformar así un abarcador compendio de temas panamericanos.
Desde 120 Front St., Apt 13, espacio que parece haber usado para su oficina personal, funge como corresponsal de importantes periódicos latinoamericanos tales como La Nación, en Buenos Aires; La Opinión, en Caracas; y El Partido Liberal, en México.
Nada queda de ninguna de esas estructuras. Ningún nombre figura en tarja. Pero Martí, habita.
Madam Griffou
La francesa Madame Griffou llega a New York por los1870s proveniente de Cuba, acompañada por su segundo esposo. Juntos, deciden abrir una casa de huéspedes en la 21 East 9 St. El hotel acoge a inmigrantes franceses, españoles, pero sobre todo, a cubanos. La propia hija de Griffou, nacida en New York, está casada con uno. El personal de servicio, las camareras y cocineros, cubanos todos. El lugar es sitio de encuentro perfecto para insurrectos ansiosos por reiniciar la guerra final.
Recibe el Griffou también a artistas y bohemios a quienes otros cierran sus puertas, por extravagantes y raros. Es fuente de inspiración para William Dean Howells, quien enmarca sus novelas World of Chance y A Hazard of New Fortunes, de 1890 y 1893, respectivamente, en el modesto hostal.
Hotel Griffou, sitio donde Martí conoció a Antonio Maceo y a Máximo Gómez, en 21 East 9 St., Manhattan.
Un día, uno de los inquilinos amarra en el patio del hotel a un oso pardo que había comprado con su cuantiosa fortuna. La policía interviene y el animal es enviado al zoológico del Parque Central. Posteriormente, un banquero millonario asesina al amante de su esposa y se quita la vida en una de las habitaciones. Mark Twain suele frecuentar el lugar. Oscar Wilde, durante su gira de 1882, permanece allí.
Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1884, el hotel sería testigo de un acontecimiento aún más exótico.[3] Un general blanco en canas y un mulato de estatura imponente, allí alojados durante su paso por New York, se dan cita con un jovenzuelo abogado cubano relativamente nuevo en la ciudad quien, para el poco tiempo que ahí lleva, ha logrado armar menudo revuelo. Se conocen, pero solo por cartas. Lo harán ahora en persona, en el corazón del Greenwich Village. Allí, en el Marie Griffou, coinciden Máximo Gómez, Antonio Maceo, y José Martí, por primera vez.
Un par de semanas después, a pedido de Martí, se produce otro encuentro. Martí, con la pasión que lo caracterizaba, discurre sobre lo que considera posibles errores de estrategia en la futura conducción de la guerra de independencia. Se preocupa por lo que vendrá después, por la república que les tocaba forjar.
La conversación se va tornando acalorada. Gómez y Maceo andan frustrados por otros motivos. Félix Govín, un millonario cubano radicado en New York, quien les ha prometido colaborar con $200 0000 para los preparativos de la guerra, se ha arrepentido de su generosa oferta. Recoger el dinero es, de hecho, el motivo principal de este viaje de los dos militares, en el cual han gastado los poquísimos fondos que habían podido recaudar durante sus campañas por Key West. Martí no para de hablar, de dar recomendaciones, de querer soñar junto a Gómez y Maceo, la futura nación.
Gómez lo interrumpe. Lo silencia. Le dice que su consejo no ha sido solicitado. Que su función es limitarse a acatar órdenes. Un ayudante le ha preparado un baño caliente en el cuarto adyacente al viejo militar. Sostiene una toalla en una mano para el Generalísimo, quien airado, la toma bruscamente y se retira a darse su baño, dejando plantado a Martí.
El desaire y la falta de perspectiva derrumban al joven Martí. Maceo trata de consolarlo. Achaca la reacción del Generalísimo a sus años. Colisión de gigantes. No sería la última vez. Luego, en La Mejorana, sería Maceo quien haría dormir a Martí y a Gómez a la intemperie, en similar arranque de furia.
Y Martí el cívico, el intelectual, el amoroso, el genio, espera que salga Gómez del baño, para despedirse, aunque sin poder disimular su desconcierto.
Escritos en la nieve
Se toma dos días en responder al desplante de Gómez, a quien le dirige cortésmente en misiva estas palabras:
Salí en la mañana del sábado de la casa de Vd. con una impresión tan penosa, que he querido dejarla reposar dos días, para que la resolución que ella, unida a otras anteriores, me inspirase, no fuera resultado de una ofuscación pasajera, o excesivo celo en la defensa de cosas que no quisiera ver yo jamás atacadas, —sino obra de meditación madura: ¡qué pena me da tener que decir estas cosas a un hombre a quien creo sincero y bueno, y en quien existen cualidades notables para llegar a ser verdaderamente grande!— Pero hay algo que está por encima de toda la simpatía personal que Vd. pueda inspirarme, y hasta de toda razón de oportunidad aparente; y es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta, y más grave difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas virtudes, establecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo.
Gómez no respondió, aunque comentó a alguien que “el tal Martí” le había escrito “una carta irrespetuosa.” En todo caso, no pudieron continuar con su estrategia insurgente, dada la falta de recursos y apoyo.
Aunque seguiría comprometido con la libertad de Cuba, Martí guarda distancia por alrededor de 7 años, durante los cuales se dedica fundamentalmente a escribir. Pareciera como si en este período se fusionara con la ciudad, se detuviera en cada detalle de ella, la cincelara con sus palabras. Publica extensamente.
Ya habían salido a la luz para entonces algunas de sus más bellas crónicas sobre New York, tales como “El Puente de Brooklyn”, tras su inauguración el 24 de mayo de 1883, sólo a tres años de su llegada a la urbe. Escribiría para La América, en junio del mismo año:
Palpita en estos días más generosamente la sangre en las venas de los asombrados y alegres neoyorquinos: parece que ha caído una corona sobre la ciudad, y que cada habitante la siente puesta sobre su cabeza: afluye a las avenidas, camino de la margen del Río Este, muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla: y es que en piedra y acero se levanta la que fue un día línea ligera en la punta del lápiz de un constructor atrevido; y tras de quince años de labores, se alcanzan al fin, por un puente colgante de 3,455 pies, Brooklyn y New York.
“Brooklyn Bridge”, Underwood & Underwood, ca. 1900 (NY Municipal Photo Archives).
Sobre la tormenta de nieve de marzo de 1888, escribiría para La Nación:
Ya no se veían las aceras. Ya no se veían las esquinas. La calle Veintitrés es de las más concurridas: y un tendero compasivo tuvo que poner en su esquina un poste que decía: “Esta es la calle Veintitrés”. A la rodilla llegaba la nieve, y del lado del viento, a la cintura. (…)
Uno ha hecho de la seda de su paraguas un tapacaras, con dos huecos para los ojos y otro para la boca, y así con las manos a la espalda, va quebrando el viento: otros llevan los zapatos envueltos en medias, o en sacos de papel, o en papel de estraza, o en retazos de caucho, atados con cordeles: otros van abrigados con polainas y gorros de velocipedistas: a otro, casi cadáver, se lo llevan cargando, envuelto en su sobretodo de piel de búfalo. Este, botas de caballería, aquél de actor, aquél de cazador. “¡Señor! dice una voz de niño a quien la nieve impide ver, “¡sáqueme de aquí que me muero!” Es un mensajero, que una empresa vil ha permitido salir con esta tormenta a llevar un recado.
“After the Great Blizzard”, March 18, 1888 (NY Municipal Photo Archives).
Describiría también los inventos de ese pueblo al que calificó de “utilitario”: las alarmas de fuego; un tipo nuevo de pared, la invención de la electricidad… Todo capturaba su atención. Pero no se quedaba en el fenómeno, sino en sus implicaciones. Cada uno de ellos era una justificación para indagar sobre la coexistencia de ricos y pobres; sobre la infancia desprotegida; sobre la sociedad moderna.
Publica también sobre las campañas electorales en los Estados Unidos y la forma en que se echaban “lodo” y “clavaban puñales por la espalda y la barriga los candidatos”; sobre la primera votación de las mujeres en Kansas; sobre la influencia de la inmigración en la cultura pública de New York; sobre la pobreza.
1890 ca. A pair of girls walk east along 42nd Street. (NY Municipal Photo Archives).
Dos proyectos de suprema importancia se fraguaron en esta etapa: Los cuatro números de la revista La Edad de Oro, “dedicada a los niños de América”, publicados en 1889 en William St. No. 77; y el periódico Patria —publicación aliada al Partido Revolucionario Cubano— fundado en 1892 en Front St. No. 120. No quedan rastros visibles tampoco de las construcciones originales que acogieron a tan gigantes proyectos. Pero la geografía espectral del cubano de alma grande lo ocupa todo.
William St.
De Delmonico’s a Montecristi
No sería hasta principios de 1890 que Martí se entrega nuevamente a los preparativos de la guerra con la misma pasión que lo acompañaba durante aquella visita a los militares cubanos en el Griffou. Reside ahora en la calle 58 No. 361 West. En 1891 publica “Nuestra América” en La Revista Ilustrada de Nueva York y viaja a Tampa, donde pronuncia el discurso “Con todos, y para el bien de todos”, y se hace miembro de la Liga Patriótica Cubana de Ybor City. Regresa a New York y al mes siguiente, vuelve para Tampa. No para. Parece querer recuperar todo el tiempo en que no viajó o se dedicó activamente a organizar la lucha armada. Visita fábricas, habla con los tabacaleros. Moviliza conciencias. Recauda fondos. Enferma de broncolaringitis. Hace almas.
Viaja por las Antillas desde agosto de 1893 hasta octubre, cuando regresa a NY desde Kingston, Jamaica.
Manifiesto del barco por donde entró en 1893 a NY. Martí figura como el número 14 en la lista. (Récords obtenidos en Ancestry.com)
En 1894, inicia otra gira por Centroamérica y regresa a New York vía Kingston a bordo del vapor “Ailsa”.
Manifiesto del barco por donde entró en 1894 a NY. Martí figura como el número 3 en la lista. (Récords obtenidos en Ancestry.com)
El 28 de enero de 1985, se reúne con sus amigos en el famoso restaurante Delmonico’s para celebrar su cumpleaños y despedirse. El 29, redacta un documento que contiene la orden de iniciar combate, el cual es enviado dentro de un tabaco para Cuba. El 30, partiría de New York para siempre.
Restaurante Delmonico’s (Antes)
Allí, en el restaurante Delmonico’s del cual escribió en muchas de sus crónicas, y el único lugar que parece haber resistido el paso del tiempo manteniéndose en pie el edificio original, se juntan ese 28 de enero todos los posibles Martí en uno solo: el padre que sufre haberse privado de vivir con su hijo; el intelectual que debe probarse como guerrero; el que ama a su Cuba y no quiere morir, pero va a hacerlo; el que ama la paz pero sabe que la guerra es la única alternativa posible; el que sabe que una guerra sin proyecto de nación es misión lanzada al vacío. No es cena, ese último encuentro con sus amigos; es conjuro. Delmonico’s no es ese 28 el lugar donde se sirven “en ricas servilletas las botellas húmedas; en fuentes elegantes manjares selectos; en leves cristales perfumados vinos”; es espacio neutro, despojado de vida, punto de partida sin retorno, a la manigua, a los mosquitos, al fango, al hambre, a la muerte… Es la reminiscencia de un pasado que ya le falta.
Restaurante Delmonico’s (Hoy)
Solo un hombre grande cruza puentes sabiendo que del otro lado lo espera el abismo. A medida que avanza, se aleja de lo que más quiere, pero al hacerlo sus pisadas sientan firme el andar de quienes le siguen.
Nosotros los cubanos nos aferramos hoy a nuestras pequeñas y patéticas batallas de poder. Nos vestimos de odio con el falso pretexto de hacer patria. No cruzamos un puente. ‘No me ultrajan a mí —pareciera decir José Julián, espectral, desde New York— ultrajan la posibilidad misma de ir “haciendo almas”’, sus almas. Nosotros los cubanos deberíamos hacer un poco de silencio alguna vez y dejar que nos visite ese Martí. Nos dirá cosas suaves al oído; será gentil, como lo fue con los militares llenos de hombría y exagerada estridencia en el Griffou.
Al menos así lo siento yo, que cada vez que paso con mi hijo Julián por el Brooklyn Bridge. Si prestamos atención, escuchamos a Martí susurrar que del otro lado del puente, aún nos aguarda.
[1] Todas las fechas y la reconstrucción histórica en este artículo están basadas en el sitio del Centro de Estudios Martianos.
[2] Edensor, Tim. 2008. “Mundane hauntings: Commuting through the phantasmagoric
working-class spaces of Manchester, England.” Cultural Geographies 15 (3): 313- 333.
[3] Los hechos relativos al encuentro en el Griffou, así como en el Delomonico’s han sido recreados siguiendo la línea de lo narrado por Lisandro Pérez en su libro Cuba, Cigars and Revolution. The Making of Cuban New York. New York University Press, New York, 2018, y de su blog Cuban Newyorker.
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