Uno sospecha que el problema de los servicios deficientes en Cuba, trasciende el tipo de gestión de quienes lo brindan –si es de origen estatal, cooperativo o privado-, y se ha convertido en fenómeno cultural, resultante de una sostenida mala formación educacional y una gestión empresarial fácilmente corruptible.
Dos pizzerías particulares hay en la calle Mártires de Vietnam, cercanas al parque Céspedes de Manzanillo. En una te dan las buenas horas, te atienden con profesionalidad, sirven el agua correctamente y te hacen sentir cliente. En la otra, hay una mesera joven y bonita, sí, que enseña casi la mitad de su espalda y viste ropa moderna. Ni siquiera te da las buenas horas, deja varios minutos a dos clientes a la espera de pagarle, y no se disculpa cuando al fin se ocupa de ellos.
En el restaurante Palermo el servicio suele ser de excelencia. La música en el salón es adecuada y a un correcto volumen. En una ocasión, vi a la capitana cambiarle un plato ya servido a un cliente porque se percató de que no tenía la cantidad normada, y se deshizo en disculpas. Apenas a unos metros, en otro restaurante estatal, te tratan como si estuvieras en el comedor de una prisión de máxima seguridad, y tuvieras que agradecerles que te atendieran a pesar de que estás pagando. Por supuesto, monumental sería mi dislate si fuera a generalizar a partir de la experiencia en dos pizzerías.
Conocido como Luisito, el actual administrador de Palermo durante años fue el director de la escuela de gastronomía en Manzanillo. Me comenta que, más allá de la formación que reciben los futuros gastronómicos, la cuestión esencial radica en que llegan a ese centro con malformaciones propias del sistema educacional y la familia, y una distorsión de la vocación de servicio provocada por un igualitarismo social aún prevaleciente. José Antonio Blanes, gastrónomo manzanillero escogido para atender a Fidel Castro cuando visitaba Manzanillo, me comentó que: “si no se fomenta la vocación de servicio y el respeto por el cliente, poco se logra con la enseñanza de la técnica”.
En los municipios, la mayoría de los dueños de las “paladares” o cafeterías privadas, prefieren contratar muchachas jóvenes, bonitas o de cuerpos despampanantes, aunque no tengan la más mínima idea de cómo se sirve una mesa. Los que se saben con clientes seguros –como los que tienen “convenios” con los choferes de Ómnibus Nacionales, Transtur y camiones privados, en Taguasco y la salida de Jiguaní por ejemplo-, ni siquiera se preocupan por el porte y aspecto de quienes sirven. Te tratan casi como en el comedor de un campamento agrícola con altísimos precios que estás obligado a pagar, porque los choferes no paran en ningún otro lugar.
La carencia de una competencia verdadera por prestar buen servicio, es la resultante de una persistente escasez de productos y la inexistencia de un mercado mayorista en el país. De tal modo, el que más vende no es el que con más calidad presta el servicio o haga mejor marketing. El que más vende es el que tiene mejores “contactos” más o menos “legales”, para acceder a las materias primas y mantenerse más tiempo abierto al público.
Las malas prácticas en el abastecimiento y la distribución, han generado una cultura de la especulación. Resulta común que, en la mayoría de las unidades gastronómicas, una parte importante de los productos, en vez de destinarse al servicio, sea vendida directamente a revendedores ilegales o cuentapropistas.
Un gastrónomo camagüeyano me confiesa: “le pasamos un porciento de la ‘búsqueda’ al balancista (el que distribuye los productos semi-elaborados y las materias primas) de la empresa. De esa plata, le hacemos llegar a los directivos. Si no hacemos eso, sólo te asignan lo justo para que más o menos prestes servicios, y arréglatelas. Si, por ejemplo, te entregan lo necesario para que vendas 500 raciones de pollo frito, el balancista da por sentado que tú venderás al menos 100 ‘por debajo de la manga’, o sea: sin elaborar ni prestar servicio pero al mismo precio que si lo hubieras hecho, y que te ahorrarás el aceite, por lo que tienes que darle una parte de esa ganancia sino, ‘nananina’.“
Sin embargo hay quienes, a pesar de todo, se respetan y esfuerzan por respetar al cliente, o al menos lo tratan con deferencia y cortesía. Ese es el caso de Cancio, el capitán de salón del Cabaret “Costa Azul” de Manzanillo, y su equipo. O de Vilma Poveda, la maitré del restaurante Bienmesabe, en La Habana.
Las causas determinantes, entonces, no parecen ser la precariedad económica que padecemos por la doble tenaza del bloqueo imperialista y el bloqueo interno recientemente reconocido por Díaz-Canel. Si consideramos que este era un país que antes de 1959 tenía un índice de analfabetismo superior al 30 porciento, con apenas estudiantes y graduados universitarios.
Un país sin escuelas de gastronomía o turismo, con monocultivo, dependiente de Estados Unidos y con gobernantes que saqueaban el erario. Aquel país poseía altos estándares en la prestación de servicios y el comercio -altos estándares aunque no podía pagar la mayoría-, entonces no parece haber relación directa entre la precariedad económica y la calidad de los servicios.
Además, al revisar la cobertura de prensa realizada al proceso de rectificación de errores convocado por Fidel en los años 80, fácilmente nos percatamos de que en la época de mayor bonanza económica, con soporte del CAME, teníamos los mismos problemas en el comercio y la gastronomía.
La convivencia entre diversas formas de gestión, en un contexto en el que el Estado continúa como monopolio proveedor, no garantiza en sí misma que bajen los precios ni aumente la calidad del servicio. Los precios bajarán en correspondencia con el aumento de la mentalidad productora, la distribución menos burocratizada y la eliminación de la mentalidad importadora y especuladora en los ministerios relacionados con los servicios. Y en las actuales generaciones de cubanos, simultáneamente, habría que agregar a la educación cívica y formal, el respeto por el cliente y la calidad.
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