A cada rato vienen a mi mente los sketch costumbristas que por más de cuarenta años escribió el genio de Alberto Luberta para Alegrías de Sobremesa, en Radio Progreso. El personaje de Melesio Capote, guajiro interpretado por el magistral Reynaldo Miravalles, solía decir cuando se molestaba por algo: «¡Mal rayo me escupa el güiro, cará!». Y ya uno podía aquilatar el nivel de su encabronamiento. La frase, versión de aquella popular de «mal rayo me parta», todavía es usada, sobre todo en ambientes rurales de la Isla.
Pues bien, los cubanos, tristemente especializados en ir perdiendo cosas, ya casi no podemos recurrir ni a estas imprecaciones para conjurar las penas; porque de pronto viene la naturaleza y ¡zaz!, nos suelta un rayo en la termoeléctrica más importante del país, para ayudar así, literalmente a la velocidad de un relámpago, a que nuestra sempiterna ineficiencia energética se prolongue al infinito.
Apagones de cuatro, seis, ocho horas y más, han amenizado las charlas en toda la nación. La esposa del Presidente —que no Primera Dama, cargo aristócrata no apto para revolucionarios— cuesta abajo, como suele ir, afirma que esto le pone el corazón «en modo estropajo» (Gustavo Adolfo Bécquer, ¡sufre!), y nuestros reportes periodísticos oficiales, que repiten notas pedestres de la Unión Eléctrica, se empeñan en edulcorar la píldora amarga, recurriendo a una de sus armas más socorridas, el eufemismo: «déficit de capacidad de generación producto a salidas imprevistas de algunas plantas y por los mantenimientos programados de otras».
De su déficit de capacidad, en todos los sentidos, no nos quedan dudas. De la impericia para programar y reprogramar, tampoco. Y de la ausencia de previsión, mejor ni hablar. Lo que uno se pregunta, casi taladrándose la bóveda craneana, es hasta cuándo y hasta dónde puede estirar el chicle ácido de las justificaciones, las promesas, los recuentos heroicos y, a fin de cuentas, la comodidad de los que mandan a costa del malestar de los dirigidos.
Pero, claro, hay asuntos más importantes de qué ocuparse que el derrumbe sistemático y atronador de cada pilar de la vida cubana. La imparable construcción de hoteles para seguir engordando el imperio económico militar de GAESA; la represión, milimétricamente dirigida, a toda manifestación política disonante; la Cumbre de las Américas a la que el gobierno isleño no fue invitado, y que, según el Noticiero Nacional de Televisión, será un «papelazo diplomático» de Estados Unidos; la organización de inmediato de una contra-cumbre, esta del ALBA-TCP, para seguir intercambiando ternezas con los aliados y gritar que el Imperio es malo malísimo (cosa cierta, pero que ya sabemos hace décadas), y toda una madeja de actividades propagandístico-burocrático-reunioniles, que vayan perfilando el modo más adecuado de proyectar las metas, que sistemáticamente se alejan hasta que volvamos a planificarlas y ellas vuelvan a alejarse.
Así, en una exquisita dialéctica de cambiar «lo que deba ser cambiado» para que todo continúe en su mugroso estatismo. Vieja y mañosa fórmula de la política. Pero cada vez más los tercos datos, las tercas historias, que saltan de celular en celular, de boca en oreja, aunque la gente deba dedicar el noventa por ciento de su tiempo a las colas y la supervivencia; alimentan el torrente para romper los muros.
Cuba duele, como hace años sentenció Eduardo Galeano, con la lucidez y coherencia que lo distinguieron. Duele porque es una Isla rota, con piezas que debieron estar sembradas en tierra próspera y andan al pairo, intentando alcanzar aquí, allá o acullá, la simple paz de una vida digna.
Luego de setenta y ocho días de trayecto, Martín, un anciano compatriota de 82 años, cruzó la frontera hacia Estados Unidos, según contó recientemente la periodista Claudia Padrón Cueto. Cierto que es uno más. Dato ínfimo dentro de una estampida aterradora, que lanza a atravesar mares, ríos, selvas, aeropuertos, pasos fronterizos… Pero es uno que hiere particularmente el alma, pues se trata de los viejos que ya debían estar disfrutando de tranquilidad y sosiego luego de una existencia, seguramente, de arduos sacrificios.
«Estas personas esperaron toda su vida por un proyecto de país que nunca ocurrió y donde hoy mismo si hay un grupo vulnerable y jodido son los ancianos. Imaginen qué comen los que viven solos, los que no pueden hacer colas, los que solo tienen una pensión que no es en MLC…», meditaba la reportera.
Yo, sin que me apriete menos el pecho, quiero verlo de otra forma. Un pueblo que tiene veteranos de esa osadía, rayana en la temeridad, es también capaz de alzar la vista y decir basta a los opresores. Ya lo ha hecho en la historia patria. Y sabrá hacerlo de nuevo, con las vías y formas de los tiempos actuales.
Total: si hasta los rayos nos van en contra, algún día, con su propia electricidad, encenderemos las hogueras.
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