Cuba tiene una de las más bajas tasas de mortalidad por Covid-19 en el mundo. No ha muerto ningún menor, ninguna embarazada. No ha colapsado ningún hospital –aún con los eventos que han existido en algunos-, ni se ha tenido que decidir quién va al respirador y quién no. Ese es un mérito del sistema de salud cubano y de una gestión gubernamental que únicamente un fanático no aceptaría. Aun así: la Covid-19 persiste como el dinosaurio de Monterroso.
Ya no se escucha con tanta frecuencia y convicción aquella retórica de: “¡Triunfaremos ante el nuevo coronavirus!” o: “¡Como en Girón, venceremos la COVID-19!”. La realidad abofetea a aquellos irresponsables que pusieron en la emisión del mediodía del NTV, a dos mexicanos a decir eufóricos que “Cuba tiene el remedio contra el coronavirus”. Ahora se habla de la poca probabilidad de lograr 14 días con cero contagiados en todo el territorio nacional, de aprender a convivir con el virus, de ser disciplinados y responsables individualmente.
El saldo de los primeros seis meses de enfrentamiento contra la pandemia en Cuba es un pueblo orgulloso de nuestros médicos y personal de salud, de nuestros científicos e investigadores, de terminar el curso escolar cuando casi ninguna otra nación ha podido, de mostrar el milagro de no tener contagios masivos a pesar de las enormes colas para obtener artículos de primera necesidad.
Y también un país con una economía casi en ruinas, con ineficientes estructuras productivas, de distribución y comercialización. Con inoperantes ejecutores de los lineamientos económicos y sociales que nosotros mismos discutimos y aprobamos para desarrollarnos en el contexto que impone la hostilidad imperialista.
El nuevo coronavirus debería ponernos a reflexionar no sólo porque es altamente contagioso y puede resultar mortal, también porque nos está dando lecciones de humildad. Bolsonaro no se ponía la mascarilla y enfermó. Trump dijo que no había lío con eso, y al final ni con la mascarilla pudo evitar el contagio de millones de americanos, él y su esposa.
En nuestro ICRT cantaron loas a finales de junio, y a principios de agosto tuvieron un brote, que tardaron en reconocer públicamente sin la más mínima autocrítica, luego de haber acusado de indisciplinados a los ciudadanos de la fiesta de santos. Luego comenzaron a aparecer brotes en instituciones estatales, incluidos dos hospitales en la provincia de Ciego de Ávila, y se acabaron los regaños.
H.G. Wells nos enseña el valor de lo minúsculo en su novela La Guerra de los Mundos, y que siempre podrá existir una fuerza superior a nosotros. Cuando uno se enfrenta por primera vez a su texto de ciencia-ficción no anticipa que la salvación para los humanos y el fin para los invasores llegaría del modo menos pensado: los microorganismos (bacterias, en la novela) mataron a los alienígenas.
Eufóricos por la salvación de la Humanidad, no apreciamos la verdadera trascendencia del mensaje de Wells: si los extraterrestres pueden exterminar La Humanidad, y un microorganismo puede exterminar a los extraterrestres, entonces: ¿Qué no puede exterminar un microorganismo? ¿Por qué un microorganismo no nos podría exterminar también?
Nos falta humildad
Tampoco comprendimos cuando, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y fundada la ONU, los gobernantes de las superpotencias nos hicieron creer que una de las dos podría ser más fuerte que la otra con el desarrollo de las armas nucleares. Hasta que un día la realidad otra vez nos abofeteó, y descubrimos que una conflagración nuclear es inviable. Desde la Guerra de Corea se ha vuelto insostenible para cualquier país ocupar otro por la fuerza. Entonces la guerra se ha convertido en un suculento negocio para las oligarquías y contribuye a destruir cada vez más los ecosistemas y la cultura, o sea, a suicidarnos colectivamente.
Es que nos falta humildad para aceptar que ya no se puede ganar o perder. No lo conciben los supremacistas blancos, adoradores de Trump. Tampoco lo han discernido quienes manejan los medios y la ideología en Cuba. Aunque no los equiparo con aquellos respecto a sus intenciones, sería injusto y absurdo de mi parte, sí considero que son –somos-, resultados similares de una visión antropocentrista de la vida que nos está dejando sin sustento ni futuro. Tenemos que cambiarnos. El primer paso sería hacerlo sin esperar al otro.
Tenemos que cambiar en Cuba por el bien de nuestra nación. Tenemos que cambiar individualmente por el bien de cada uno de nosotros y de nuestra familia. No hay de otra. Si cada uno de nosotros cambia, el país cambia y los ideólogos y los gobernantes tendrán que hacerlo también. Si dejamos de responder al insulto con más insultos, a la descalificación con más descalificación, al odio con más odio, a la exclusión con más exclusión, ya nadie podrá más usar esas miserias para atacarnos con éxito.
No basta con transformar los mecanismos de gestión de la economía. Tenemos que refundar, además, los métodos educativos, la gestión de la cultura y el fomento de los valores sociales.
La Habana sale de su confinamiento epidemiológico. Si el coronavirus no muta y se debilita, si no hay inmunidad de rebaño y si seguimos jugando limpio con las estadísticas, en unas tres semanas los científicos sociales de este país tendrán la oportunidad de comprobar empíricamente hasta qué punto el denominado trabajo político-ideológico ha fomentado o no un sistema de valores favorecedor del ideal martiano con todos y para el bien de todos.
O hasta qué punto se ha privilegiado la intolerancia mutua en detrimento de la capacidad de aceptarnos diversos y complementarios. O si se ha favorecido la homogeneidad ideológica en detrimento de la autodeterminación como sujetos.
El padrinazgo del Estado en aras del agradecimiento a los líderes, a expensas de la responsabilidad ciudadana individual y la capacidad de exigencia que a su vez esa responsabilidad otorga. Si tenemos ese pueblo disciplinado, responsable y culto que tantas veces nuestra dirigencia menciona y nuestra prensa repite –cuando no hace falta culparlo para camuflar errores gubernamentales-, y si estamos siendo capaces de aprender la lección de humildad que nos está dando ese minúsculo montón de moléculas encadenadas, llamadas virus.
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