«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Tesis 11 de Marx sobre Feuerbach
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«Existen en los procesos históricos extrañas recurrencias cronológicas. Ciclos que asombran por sus similares duraciones. Especie de números mágicos que dividen las estructuras temporales». Vuelvo a usar el preámbulo de mi artículo «El gran círculo» para analizar el significado simbólico del siglo transcurrido desde 1923 hasta hoy. La historiografía cubana lo denominó por mucho tiempo el año del «despertar de nuestra conciencia nacional». Juan Marinello por su parte, designó como «década crítica» al período comprendido entre 1923-1933. Pero ¿qué hizo tan especial aquel momento y cuáles son las lecciones que puede ofrecer a la ciudadanía actual?
-I-
En 1921 empezaba una enorme crisis económica y social, bautizada por la historiografía como «época de las vacas flacas». Los bancos cubanos y españoles cayeron en bancarrota debido al desplome de los precios del azúcar desde el año anterior, y se produjo el control definitivo de las finanzas por parte de compañías norteamericanas. Fue además un período de desplazamiento de la riqueza nacional a manos foráneas, apenas un lustro después «once compañías extranjeras poseían la mitad de la tierra laborable de Cuba (…)».1
Aquella república de las primeras décadas había replicado condiciones y mecanismos de subordinación propios de la vieja oligarquía, patriarcal y decimonónica, que mantenían a muchos sectores apartados de la política. Las mujeres no tenían derecho al voto, los campesinos por lo general no eran dueños de las tierras que trabajaban, las personas negras eran preteridas en casi todos los campos sociales, los obreros y las clases trabajadoras eran explotados sin apenas derechos laborales.
Sin embargo, la terrible crisis económica en poco tiempo se tornó política. Especialmente en 1923 aconteció un significativo auge del quehacer popular, un ascenso de la conciencia democrática y de la oposición. Acciones intelectuales, huelgas obreras, movimientos de reivindicación femenina, creación de organizaciones estudiantiles, obreras y políticas que demandaban urgentes transformaciones, fueron síntomas inequívocos de una inconformidad creciente.2
Un axioma político asevera que una crisis no es tal hasta que los actores sociales toman conciencia de ella. Ese fue el año en que tal cosa ocurrió en Cuba. Ayudó a eso la actitud del gobierno de Alfredo Zayas, muy corrupto y subordinado a los intereses norteamericanos pero poco inclinado a la represión.
Hasta ese momento los revolucionarios del 95 habían detentado sin competidores el poder político y simbólico. Su retórica, que apelaba al «honor nacional» y «la dignidad patria», se sustentaba en la consigna: «contra la injerencia extraña, la virtud doméstica». En esencia, pedían a la sociedad evitar enfrentamientos y rencillas políticas internas para no dar motivos interventores a la vecina potencia imperialista.
En su brillante ensayo Cuba 1900-1928. La República dividida contra sí misma, de 1976, Joel James denominó «ascendencia mágica» a la influencia que ejercía sobre la política cubana aquella generación de antiguos revolucionarios devenida clase política; muchos de ellos convertidos en demagogos y vinculados por redes de clientelismo y corrupción. No obstante, dicha influencia estaba llegando a su fin; estaba a punto de concluir el «monopolio político del mambisado».3
Un hecho que evidenció nítidamente la fractura entre los viejos patriotas y la juventud intelectual ocurrió el 18 de marzo de 1923 y se conoce como «Protesta de los Trece». El instante en que el jovencito Rubén Martínez Villena, a nombre de quince compañeros presentes —de los cuales solo trece suscribirían el documento redactado a posteriori— interrumpía un acto oficial del Club Femenino de Cuba que homenajeaba a la educadora uruguaya Paulina Luissi, para interpelar a un ministro corrupto y retirarse del hemiciclo de la Academia de Ciencias, se convirtió en un hito de nuestra historia.
Rubén Martínez Villena
Su intimación al funcionario pudiera parecer poco heroica desde una perspectiva actual, pero hay que reconocer el valor cívico de aquellos jóvenes, casi todos poetas, cuya incipiente obra tenía los avejentados ecos del modernismo; era una poesía quejumbrosa, ensimismada y ascética, a veces patriótica pero de alejamiento social. Al retirarse de aquel salón de actos rompían con la costumbre de agradecimiento sin límites a la historia política de los mambises convertidos en políticos republicanos, tradición recibida en su seno familiar, en sus escuelas y a través de los medios.
Para Juan Marinello (uno de los protestantes) aquel fue el «bautismo de dignidad» de su generación. A partir de entonces se irían desmarcando, paulatina pero decididamente, del modo de hacer política de sus predecesores y buscando un cauce propio. Jamás volvieron a ser continuidad. De las continuidades no nacen generaciones políticas. Cuatro años más tarde el monopolio político de los patricios independentistas entraría en una crisis definitiva con el anuncio de la prórroga de poderes por Gerardo Machado.
En el programa televisivo La Pupila Asombrada dedicado a la Protesta de los Trece que se trasmitió el pasado jueves, Iroel Sánchez utilizó la frase «punto de inflexión» para explicar que aquella no solo fue una protesta cívica contra un acto de corrupción, sino que implicó asimismo una condena al imperialismo. No mintió al decir eso, en pocos años tanto Villena como Marinello y otros intelectuales serían consecuentes opositores al imperialismo.
Ocurre que dijo apenas una parte de la verdad: sí fue un punto de inflexión en aquel momento, pero sobre todo respecto al modo en que la joven intelectualidad se separó de la clase política que se presentaba como revolucionaria y ya había dejado de serlo; atenta solo a sus intereses personales, era un grupo de poder que se representaba a sí mismo.
A partir de entonces la sociedad civil eclosionó en un espectro de tendencias políticas diversas que influirían en el proceso revolucionario de los años treinta. Y aunque en el referido programa el estribillo de una canción afirmaba: se fue a bolina el 33, hay que hacer justicia a un proceso que contribuyó a refundar la política nacional. Efectivamente, la institucionalidad y la normativa generadas en los años treinta permitieron que amplios sectores de las clases medias y de los trabajadores ejercieran protagonismo social y crearan organizaciones que tendrían mucha fuerza dentro de la reconformación del Estado.
Aun cuando las claves de la economía, muy susceptible a directivas norteamericanas, no estaban en manos de la nación, y a pesar de marcados contrastes y diferencias en las formas de vida de los cubanos; en esa etapa se legisló sobre cuestiones sociales, laborales y económicas como nunca antes se había hecho. Incluso, la propia Constitución del 40 fue derivada de aquel período.
Una acción política pacífica, como fue la Protesta de los Trece, ayudó a la toma de conciencia cívica y a la expansión de la sociedad civil republicana generando una onda de participación.
-II-
Cien años después, tras una revolución socialista con más de sesenta a su haber, la crisis económica estructural, de vieja data, se evidenció asimismo como crisis general, de carácter social, político y simbólico. El estallido del 11-J de 2021 fue consecuencia de décadas de malas decisiones administrativas, erradas políticas públicas, recorte de gastos sociales, debilitamiento de la justicia social e incompetencia y arrogancia de una clase política caracterizada por su falta de conexión con la ciudadanía, tanto en su forma de vida privada como en su discurso y su proyección.
Es cierto que los catalizadores inmediatos fueron la Tarea Ordenamiento —mal diseñada y aplicada en pleno auge de la pandemia—, la falta de alimentos y medicinas, los desgastantes cortes de electricidad y el aumento de la hostilidad norteamericana durante el gobierno de Donald Trump. No obstante, los factores reales de la crisis cubana están en el desgaste del modelo de socialismo burocrático debido a la misma contradicción irreconciliable que hizo fracasar a sus similares europeos.
Como afirmé en un artículo de hace años:
«En Cuba se manifiesta un estancamiento de las fuerzas productivas, reprimidas por relaciones de producción que se deciden a nivel político, por ello, sin cambios en esa esfera no avanzaremos. El marxismo considera como una ley la correspondencia entre las relaciones de producción y el carácter de las fuerzas productivas, pues cuando no se manifiesta tal correspondencia, se abre un camino que puede determinar la transición de un régimen social a otro.
En la economía cubana nada es verdaderamente lo que parece. Las relaciones de propiedad, núcleo de las relaciones de producción, se manifiestan como una mistificación de la realidad: la propiedad socialista no es verdaderamente social, ya que ha sido suplantada por una propiedad estatalizada que escapa al control de los trabajadores; y la propiedad privada —reconocida en esta constitución— no es suficientemente privada, dados los excesivos obstáculos con que la rodean las determinaciones políticas. La propiedad cooperativa no despliega sus alas a pesar de todas las declaraciones y lineamientos que en el mundo son.
Este no ser realmente lo que se pretende nos ha llevado a un punto de inmovilidad (…)».
Miles de personas salieron a las calles ese día. Casi mil están en prisión aún, muchas de ellas acusadas injustamente de sedición. Aunque la Constitución refrenda el derecho a manifestación, asociación y libertad de expresión, se cumplirán muy pronto cuatro años de su entrada en vigor y todavía esos derechos no han sido habilitados por una legislación complementaria. En resumen: tenemos derechos y no los podemos ejercer. Eso es algo que la ciudadanía debe proponerse revertir.
Represión en La Habana contra protestantes el 11 de julio de 2021. (Foto: Reuters)
Y todavía el Partido único no ha hecho un análisis político público de la situación. La manera de conducirse por parte del gobierno desde ese momento ha sido superficial, pues no se enfoca en atender las causas de la crisis general, sino en paliar ciertos efectos circunstanciales. Tampoco abrió canales de comunicación horizontales con una ciudadanía que puede interpelarlo abiertamente debido al incremento del acceso a Internet y las redes sociales. Cada vez es más clara la oposición entre el discurso político, francamente demagógico, y la realidad cotidiana que vivimos.
La narrativa oficial sostenida —una conspiración financiada desde el exterior para derrotar al gobierno— ha quedado en entredicho. Por un lado, ante la falta de pruebas concretas; por la otra, ya que la constante referencia mediática a la presencia del presidente de la república y otros dirigentes en barriadas pobres, indica que se supo apreciar muy bien —aun cuando no se reconozca en su verdadera dimensión—, que el abandono, la vulnerabilidad extrema y la falta de participación, fueron componentes clave del descontento.
Las acciones gubernamentales se caracterizan por su tónica asistencialista y populista, pero sabemos bien que el asistencialismo es una ruta ficticia y por lo general poco duradera. La demagogia y las promesas se han incrementado ante las próximas elecciones, proceso ritual en que la clase política que nos dirige se clona dentro de las listas de candidatos a diputados a la Asamblea Nacional.
Mientras ello ocurre, la ciudadanía, impedida de articularse, no tiene posibilidades reales de encontrar una solución mediante el diálogo nacional que la haga participante activa en la vida política, lo cual sería totalmente coherente en un sistema que se autodefine socialista. Aunque la idea del diálogo es aceptada por una parte de las cubanas y cubanos, el gobierno no indica que tenga interés alguno en él.
Por su parte un sector de la oposición extremista, que no me parece mayoritaria al interior del país, no la admite bajo el argumento de que «no se dialoga con una dictadura».
En mi artículo «Cuba: dialogar o no dialogar, he ahí el dilema», expliqué mi posición al respecto al reconocer en el gobierno un interlocutor válido por las razones siguientes:
1. Porque no ha sido derrotado y tiene al ejército a su favor.
2. Porque, aun con las falencias del sistema electoral, fue instituido por vías constitucionales.
3. Porque en Cuba no existen condiciones para un levantamiento armado popular, para empezar, el uso de armas es ilegal.
4. Porque gran parte de la sociedad civil desea cambios pero no admite la violencia como medio de lograrlos.
5. Porque una guerra civil es algo que debe evitar cualquier sociedad siempre que sea posible.
(Foto: Maisel López/Sputnik)
No obstante, es obvio que se requiera la anuencia del gobierno para que sea viable la celebración de un diálogo nacional. Esta pudiera ser una propuesta de la sociedad civil, desde abajo, hecha al gobierno y aceptada por este; porque es claro que el propio gobierno no indica su interés en dialogar. Todo lo contrario, está apostando sus energías a las próximas elecciones, y ya sabemos el resultado de ello.
En estos momentos se acumula —y no sólo proveniente de los años de pandemia— una enorme deuda de pobreza. Incluso, hay sectores sociales que viven en pobreza extrema, como los jubilados y pensionados, que prácticamente no tienen cómo sostenerse.
Creo necesario que la ciudadanía, excluida por décadas de la política, empiece a actuar políticamente. Pero la política tendrá que dejar de ofrecer «la injuria como razonamiento», parafraseando a Gastón Baquero. Debemos levantar nuestra voz y presionar pacíficamente desde abajo para ser escuchados. Hay que sustituir los gritos y las ofensas por argumentos profundos. Y en eso la intelectualidad debe ayudar. No porque sea superior a otros sectores sociales, sino porque están mejor preparados para exponer las ideas.
Entre nosotros el intelectual fue dejando de ser político y, desgraciadamente, el político dejó de ser intelectual y se fue consolidando como una clase burocrática, instruida pero no calificada ni para improvisar un discurso. La dualidad del intelectual-político se fragmentó en los modelos de socialismo burocrático, pues se le exigió al sector una lealtad monolítica, que fue debilitando el ejercicio del pensamiento crítico. Los intelectuales hemos permitido que esto ocurra por dos razones: acatamiento acrítico o conveniencias personales. Dejamos de ser políticos y tenemos que recuperar esa función.
La actitud de la intelectualidad republicana puede ser una lección histórica al paso de un siglo.
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1 Ramiro Guerra: Revista de Avance año I, t II, no. 16, 30 de noviembre de 1927, p. 87.
2 Hay que apuntar que entre los estudiantes de la Universidad de La Habana, desde fines de 1922 se había producido la fundación de la FEU, inicio de la reforma universitaria que también en 1923 se radicalizaría.
3 «Al desembridarse de la guía de los viejos caudillos, rechazar la instrumentación por la cual esta se realizaba y romper con la ascendencia mágica de unos y otros sobre la política cubana, los hombres del 25 están cometiendo el acto de toma de conciencia, reafirmación propia y definición de posibilidades y deberes más importantes en toda nuestra historia republicana». Joel James Figarola: Cuba 1900-1928. La República dividida contra sí misma, Arte y Literatura, La Habana, 1976, p. 265.
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