Escuché ayer a Esteban Lazo Hernández, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, y a la ministra de Comercio Interior, Betsy Díaz Velázquez, dirigirse a la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) que sesiona en su último encuentro del año. Ambos citaron palabras de Fidel Castro pronunciadas en los sesenta y en los noventa. La esencia de las citas era resaltar que los derechos en Cuba son solo para los revolucionarios, jamás para los contrarrevolucionarios.
No es raro que nuestros dirigentes citen a Fidel descontextualizándolo y lo traigan a escenarios donde sus ideas son improcedentes. Tampoco es noticia que Fidel tuviera esos criterios. Nos parezcan bien o mal, como todo líder carismático no se detenía a meditar si lo que expresaba era «políticamente correcto»; intentaba arrastrar a la opinión pública con su oratoria encendida, su habilidad para presentar argumentos y hacer que las personas confiaran en él.
No me extraña igualmente el uso manipulador de los términos revolucionario y contrarrevolucionario. La colega Ivette García González ha dedicado varios artículos («Maniobrando con las palabras»; «Es hora de definir lo revolucionario»; «Antídotos contra la manipulación del lenguaje») a mostrar que son palabras talismán o palabras mordaza, encaminadas a modelar una forma de pensamiento y, sobre todo, de conducta. Si alguno de nosotros hubiera propuesto en los años sesenta, setenta u ochenta… que debíamos abrirnos a las inversiones de capital extranjero, o admitir la propiedad privada en pequeños y medianos negocios, o que era un derecho viajar libremente sin pedir permiso al gobierno; habríamos sido ubicados ipso facto en la categoría de contrarrevolucionarios.
Lo verdaderamente paradójico fue que las referidas intervenciones recibieran entusiastas aplausos de los diputados de la ANPP; de la misma Asamblea que aprobó una Constitución que norma la existencia de un Estado Socialista de Derecho y el disfrute de derechos para todos los ciudadanos y ciudadanas. A Fidel nunca lo hubieran colocado en esa situación. Jamás habría concordado con la aprobación de una Constitución tan osada. Lo suyo no era la hipocresía. «Al pan, pan y al vino, vino». Con él nunca tuvimos un Estado Socialista de Derecho. Como no lo tuvo ninguno de los países del desaparecido socialismo real. Aunque, si reflexionamos bien, tampoco lo tenemos con la Asamblea.
La Asamblea está aprisionada en un contrasentido. Ella misma —en el afán de presentar una Constitución más avanzada que su predecesora— se fabricó una trampa de la que no es posible escapar. En su disposición decimosegunda, la propia Constitución la obliga a habilitar esos derechos en un plazo de dieciocho meses. Pero tal lapso ha sido incumplido y no se informa a la ciudadanía en qué momento se consumará el mandato legal.
En consecuencia, nuestro Parlamento actualmente no solo está en actitud de desacato de la Constitución, sino que aplaude a dos funcionarios —uno de ellos, presidente del cónclave—, que sostuvieron una actitud contraria a lo refrendado por el 86 % de la población cubana.
Cada día constatamos en las redes sociales el modo en que se constriñen las libertades al que piensa diferente respecto al gobierno y se atreve a decirlo. Vemos violentadas a personas que desean ejercer su derecho a pensar y expresarse: expulsadas de las universidades, detenidas en sus domicilios sin que se les haya encausado, impedidas de moverse por las calles, con agentes de la Seguridad del Estado que les amenazan y pueden detener sin que exista una orden legalmente emitida que lo permita.
La conclusión a la que arribo es que hemos aprobado una Constitución que no es viable. Una parte de ella tiende a sostener una situación de vulneración de libertades —concretada sobre todo en su artículo 5— y otra parte reconoce tales derechos y libertades en un Estado Socialista de Derecho, concepto que es definido como: «la concepción del Estado que refleja que su estructura y funcionamiento se rigen por el acatamiento a lo establecido en la Constitución de la República y en el resto de las disposiciones normativas que conforman el ordenamiento jurídico».
Esta contradicción evidente, y sin solución posible, fue una preocupación que explicité en mi artículo «El talón de Aquiles», allí analizaba que:
(…) el aludido artículo 5 declara que el Partido trabaja, entre otras cosas por «desarrollar valores éticos, morales y cívicos» en los cubanos. ¿Qué valor cívico puede ser más importante que el respeto a la Constitución de la República? Empezar haciéndolo por casa sería una cuestión de principios, por ello, en lugar de ubicarse por encima de la Ley de leyes, y no permitir que ella le establezca pautas al Partido —como afirmara enfáticamente uno de los comisionados—, el PCC debería ser el primero de todos en subordinarse a los preceptos constitucionales.
Cuando se discutió el proyecto de Constitución en consulta popular, en el preámbulo se reafirmaba la novedad del concepto de Estado Socialista de Derecho, al explicar que el mismo fue incorporado «a fin de reforzar la institucionalidad y el imperio de la ley, dentro de ello la supremacía de la Constitución». Pues nada de esto se ha cumplido. ¿Qué hacer entonces? ¿Puede declararse inoperante a una Constitución?
Para contactar con la autora: alinabarbara65@gmail.com
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