La nada es el más vendido entre todos los productos, está presente en muchos de los hogares cubanos y aunque no es exclusivamente nacional –pues ha acompañado a la humanidad desde sus albores– se ha hecho casi omnipresente en las últimas décadas gracias a la creatividad empresarial de sus gestores. No tiene costo de producción, ni de flete; tampoco necesita mano de obra en su ensamblaje y no paga aranceles de ningún tipo, pues es imposible de pesar, tasar, contar, medir o advertir su presencia.
Puede fabricarse desde la total inmovilidad y el ocio, y a su vez tiene un alto precio en el mercado, lo que garantiza recuperar en un par de segundos la inversión en él –cercana a cero–. Es el producto estrella de Cuba; al más vendido, popular y eficiente; al ganador de todos los premios –si hubiera alguno– a la creatividad empresarial delictiva. Aquí y ahora, tanto en la conciencia individual, como en el agro de la esquina o en el transporte público: «la Nada».
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«La Nada» nunca se vende sola. Es complementaria y acompaña, por ejemplo, a muchos de los productos alimenticios de la tierra: carne, frutas y hortalizas. También puede adquirirse junto con algunos servicios. Su abundancia varía de acuerdo a la única materia prima que se necesita en su producción: la voluntad de vendedores e intermediarios.
Pero ¿cómo se fabrica y comercializa «la Nada»? Al crearse un espacio vacío en las tarimas de los agromercados, «la Nada» se materializa. Sin embargo, como no se le puede pesar o medir, sencillamente se suma al precio de un producto material. Cuando compramos una libra de pimientos a 50 pesos, en realidad estamos pagando cinco pesos por los frutos, el resto se debe a la enorme cantidad de «Nada» que los acompaña.
Su enemigo natural son los espacios llenos –las tarimas, los estantes, las vidrieras–. Ahí no puede materializarse por razones físicamente obvias, de modo que los productores de «la Nada» viven en un esfuerzo constante para reivindicar sus espacios vacíos y en esto, tras décadas de práctica, se han vuelto realmente eficientes.
Al principio, las propias incapacidades en materia de producción de alimentos en el país les hacía el trabajo; luego, cuando los niveles de producción se incrementaron algo y fueron autorizadas nuevas formas de gestión para la producción de alimentos, los productores de «la Nada» se vieron obligados a competir con los productores de alimentos. Entonces optaron por una forma de sociedad económica claramente inmune a los picos de producción: «los Cárteles».
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Según la definición económica, un «Cártel» es un acuerdo entre empresas de un mismo sector, con el objetivo de reducir la competencia. Su finalidad es tener el control sobre la cantidad de producción y distribución. Las empresas que conforman estas sociedades conservan su identidad jurídica y su autonomía financiera. Gracias a la implementación de «los Cárteles», se obtiene poder sobre el mercado y se perjudica profundamente a los consumidores, quienes no pueden decidir a quién comprarle según el precio o la calidad, porque todos venden lo mismo y al mismo precio.
Debe decirse que estas sociedades son ilegales en todo el mundo. En Cuba, evidentemente, no se firman acuerdos entre los vendedores para crear una sociedad; en su defecto, los compromisos para disparar precios y secuestrar cosechas se hacen de forma tácita. En estos compromisos se presupone una tolerancia cero hacia la abundancia, ya que esto reduciría la cantidad de «Nada» con que se puede gravar, digamos, un tomate.
Las políticas de aprovechamiento, las rebajas de precios de productos en el límite de su vida útil y la fidelización de la clientela son prácticas prohibidas para estos «Cárteles». En este caso, el tanque de la basura siempre será mejor cliente para el vendedor que una persona, porque aunque se pierda el producto, aunque sea entonces alimento de ratas y gatos callejeros –ya casi vegetarianos por la abundancia de verduras en los vertederos–, se evita la creación de abundancia y con ella, la disminución de los precios.
No existe una forma fácil de combatir estas sociedades. Aunque desde el punto de vista legal se pueden implementar –y se implementan– leyes que condenan dichas prácticas, ha sido hasta ahora imposible para el Estado hacerles una guerra seria o con resultados palpables en las pizarras de precios. Esto se debe a que los «Cárteles» se han convertido en una fuerza económica –y por ello, potencialmente política– que, si quisiera, pudiera hacer palidecer a cualquier protesta frente a este u otro Ministerio que hayamos disfrutado o sufrido –o ambas, por qué no– en las últimas semanas.
Para esto no es necesario que los miembros de los «Cárteles» marchen en procesión ni salgan de sus casas, es suficiente una huelga de brazos caídos que eleve la producción de «la Nada» al cien por ciento.
Ya lo han hecho. Cuando el Estado ha regulado los precios de los alimentos, los «Cárteles» sencillamente dejan de vender. Es una huelga real y silenciosa tras la cual los medios oficiales e independientes no hacen su agosto, ni hay cerrados combates en las redes sociales, ni se pone al país en pie de guerra, ni se despliegan las tropas especiales de impresionante uniforme negro y actitud marcial.
Pero es la más peligrosa de las huelgas, porque además de no tener ningún fundamento ideológico, ni responder a reclamos de justicia, es una presión que se les ejerce a las autoridades tomando de rehén al pueblo. Es una huelga de hambre que declaran ellos y pretenden que hagamos nosotros. Básicamente es un comportamiento mafioso.
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Los «Cárteles de la Nada» no fundaron la escasez de alimentos, sino que son más bien su consecuencia. Independientemente a ellos, hay muchos factores que condicionan las carencias. Por ejemplo, el Grupo Empresarial de Acopio –cuyo nombre es casi un oxímoron– ha sido generador de grandes cantidades de «Nada» por conceptos de corrupción, ineficiencia, e incumplimiento de contratos con los productores; las largas cadenas de intermediarios entre el productor y el consumidor, que encarecen los productos hasta la ridiculez; el bloqueo externo y el doméstico; y las erráticas e históricas políticas de producción de alimentos y otros bienes.
Por tanto, sería cándido negar que la producción de alimentos en Cuba es insuficiente para satisfacer todas las necesidades. El punto está en que entre el déficit productivo real del país y el déficit provocado por estas sociedades ilegales, que se encuentran en cada barrio y plaza, hay una gran diferencia. Una diferencia que lleva al límite a las familias cubanas y que con la nueva realidad económica –el aumento de salarios, la reducción de subsidios y la inflación por venir– la existencia de los «Cárteles de la Nada» es sencillamente una de las mayores amenazas a las que se enfrenta el país.
Precisamente es una amenaza tan grande y temible porque frente a sus puestos de venta y mecanismos creadores de escasez, no hay hasta ahora ningún agente de tropas especiales de impresionante uniforme negro y actitud marcial, decomisando las toneladas y toneladas de «Nada» que intentan vendernos cuando vamos a comprarnos, no sé, la existencia.
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