De todos los pasajes de la Biblia cristiana, mi preferido es el de la multiplicación de los panes y los peces. De todos los milagros, ese, que garantiza lo esencial, lo básico en defensa de la vida; el que más estoy dispuesto a admirar y a seguir. Por tal motivo, de todas las frases contenidas en la retórica política de la Revolución Cubana, de todas las consignas, de todas las declaraciones, llamamientos y enunciados, aquel de «la Revolución de los humildes, con los humildes y para los humildes», es el que va a la esencia de un proyecto socialista coherente y honrado.
No es que todos los humildes tienen que ser revolucionarios, pero sí pienso que todos los revolucionarios deberían ser humildes. Yo estaría dispuesto a seguir únicamente a políticos y líderes auto-denominados revolucionarios, que lo sean.
En mi subconsciente, quizás freudiano, todavía perdura la imagen del interior de una guagua Skoda –de esas que en Cuba le llamábamos «pepino»– en uno de mis viajes de Manzanillo a Santiago de Cuba para tratar el asma con el doctor Marcos Cuesta. Y mi angustia infantil porque todos los pasajeros no podían viajar sentados, o porque quedaban amontonadas ante la puerta del ómnibus, o porque un montón de personas que ya no cabían y tendrían que esperar la siguiente salida con la incertidumbre de que la llamadora de la terminal decretara un «fallo» con su voz meliflua e impostada.
Tengo esa imagen, la de personas que «no caben» o «no cabemos», como seña semiológica de los fallos sistémicos de nuestro proyecto social y, ahora que me concentro en los recuerdos, me doy cuenta de que únicamente en las terminales de ómnibus de los setenta y los ochenta he escuchado la palabra «fallo». Ni en la televisión, ni en la radio. Ni la he visto a menudo escrita en los periódicos.
Quizás sea porque a los ideólogos no les es posible admitir –a lo mejor por falta de humildad– que nuestro proyecto social ha fallado en la intención de multiplicar los panes y los peces en las condiciones impuestas por el bloqueo del gobierno americano, según las expectativas del pueblo cubano de prosperidad, realización personal y progreso nacional.
No soslayo que el proyecto social cubano tenga un camino avanzado, si se compara con la situación existente en su punto inicial, el primero de enero de 1959. Pero la decepción resultante de los continuos descalabros está en la evaluación de la cotidianeidad del cubano humilde –ese para el cual y con el cual se vive en Revolución– y los anhelos de igualdad, respeto a la dignidad plena y prosperidad, cultivados por la propia propaganda partidista.
Se ha sedimentado esa decepción desde la imposibilidad de cumplir con aquella Zafra de los Diez Millones, hasta nuestros campos sub-cultivados, nuestra insuficiente y no pocas veces ineficiente industria alimenticia, la precariedad de nuestros servicios, las pésimas prácticas del comercio minorista, y un largo etcétera. Ahí están muchísimas fábricas con tecnologías obsoletas.
Ahí perdura la mentalidad –de tan burocrática ya reaccionaria– de quienes ralentizan los cambios aprobados en los Lineamientos de la Política Económica y Social, aprobados hace ya casi una década. La sempiterna posposición de la articulación legal para el funcionamiento de las micro, pequeñas y medianas empresas; la somnolencia para la creación de mercados mayoristas para el sector privado –con o sin participación estatal–; y la aún faltante acotación de lo prohibido para las iniciativas privadas, de modo que no hagan falta listas de actividades permitidas.
La realidad está ahí y ni cuidadas redacciones, ni imágenes filmadas en 4K, ni discursos, arengas o descalificaciones y acusaciones a los críticos, pueden soslayarla. Podrán maquillarla con campañas propagandísticas y poner dos, tres, diez reportes diarios acerca de los avances productivos, la inversión en sectores sociales, la gratuidad de los servicios de salud y la educación, y el subsidio de otros servicios culturales.
Aparecerán hermosos videos clics y canciones compuestas e interpretadas por los más populares y talentosos artistas de la Isla. Seguramente nos reiremos con los humoristas el 31 de diciembre y a las 12 de la noche, mientras escuchemos el Himno Nacional, mientras veamos la bandera en su asta gloriosa y no en el pulóver de marca del Presidente –ni en la suciedad de un performance–, pensaremos en este 2020, terrible y terco.
Y yo pensaré en aquel chico que, sobre un triciclo y a pedales, acarrea yerba por casi 20 km todos los días y luego carga tanques de agua a lugares a donde debería llegar y casi nunca llega. Pensaré en el señor que me encontré un mediodía en que, con la bici ponchada, yo caminaba por la carretera Manzanillo-Niquero, aquel de las no sé cuántas zafras azucareras, con sus setenta y dos años a cuestas, bajo el sol y luchando por alimentar «a mi vieja de toda la vida», que «material no tenemos casi nada, pero sí el uno al otro, compay».
Pensaré en aquellos que no cabían en la guagua Skoda, en los que no caben en el diálogo nacional, ni en la pantalla del televisor, ni en las columnas de los periódicos, ni siquiera en los comentarios del fórum que está a continuación de este texto. Y me aferraré a seguir soñando que: «¡Este año sí, coño! Este año sí vamos a ser eficientes y certeros en multiplicar los panes y los peces, por y para todos, pero especialmente –en la verdadera acepción de lo especial– por los humildes de la Patria.»
Ya sé que algunos me llamarán fanático y de esperanza ciega.
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