En noviembre de 2018, cuando todavía el coronavirus —y su consecuente crisis— no habían asomado por el lejano Wuhan, una amiga emigró a Chile. «Aquí no voy a tener nada y la vida se nos va a pasar esperando una mejora que nunca llega. No quiero vivir sobreviviendo», me dijo tras decidirse, con la tinta de su título de ingeniera industrial aún fresca.
Salió de La Habana en un vuelo a Georgetown, capital de Guyana. Atravesó el país, cruzó la frontera con Brasil por la zona de Roraima y, con rumbo sur, llegó a la ciudad de Manaos, en plena selva amazónica. Siguió hacia el suroeste en ómnibus hasta los límites orientales del Perú, se internó en la nación inca y entró a Chile desde el norte. Por aquellos días esa era la ruta de moda, la habían tomado ya cientos de personas antes que ella y cientos más la recorrerían en los meses posteriores.
En Santiago intentó buscarse la vida —una veces con más éxito que otras— hasta que en agosto pasado, acompañada de su novio, hermana, cuñado y un sobrino de tres años, emprendió el camino hacia el norte, a perseguir el «sueño americano».
Junto a un grupo de cubanos recorrieron Perú y cruzaron a Colombia, donde atravesaron la peligrosa selva del Darién, al norte. Esto los convierte en parte de los 100 mil migrantes que han hecho similar itinerario este año, y al niño, en uno de los casi 19 mil infantes que cruzaron la región selvática en 2021, según Unicef. Se internaron en Centroamérica por Panamá, siguieron a Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Guatemala y el enorme México.
A nado cruzó mi amiga el Río Bravo una mañana, con su ropa en una bolsa negra de basura. Llegó al otro lado y aún espera en un centro de detenciones de Georgia a que las autoridades norteamericanas decidan cuál será su destino. Su hermana, cuñado y sobrino entraron casi un mes después, por la zona de Mexicali, al oeste, y aguardan lo mismo.
Durante el enorme trayecto de miles de kilómetros y casi tres meses, algunos enfermaron de neumonía, sufrieron hambre, fatigas, extorsiones de las autoridades y/o de las mafias, y probablemente otras vejaciones que no contarán. Pero llegaron. Ahora son parte de los casi 15 mil cubanos que han atravesado la frontera sur de Estados Unidos en los últimos tres meses. Tuvieron más éxito que otros, cuyos cadáveres abonan las plantas del Darién o alimentaron a los peces de las aguas caribeñas que rodean la Isla, en esa «maldita circunstancia» de la que hablara Virgilio.
Migrantes en Darién. (Foto: Defensoría del Pueblo – Panamá)
No obstante, creer que quienes único emigran en Latinoamérica son los cubanos es desconocer uno de los más grandes problemas que enfrenta la región. Crisis económica, violencia y falta de oportunidades son algunas de las causas más representativas que llevan a los latinos a moverse hacia otros lugares del continente —Argentina, Chile y Brasil sobre todo— y a América del Norte.
En el caso cubano la migración ha sido un fenómeno constante. Aun cuando desde el siglo XIX existían flujos, sobre todo hacia Estados Unidos, el país pasó de receptor a emisor de migrantes. En 2019, la Oficina del Censo de los Estados Unidos calculó que vivían en ese país 1.359.990 nacidos en la Isla.
En este número incide la aplicación de la Ley de Ajuste Cubano, vigente desde 1966, y la política de Pies Secos/Pies Mojados, que estimuló la migración ilegal y fue eliminada en los últimos tiempos de la administración Obama. Si a esa cifra se agregan las estimaciones de la División de Población de Naciones Unidas de mediados del mismo año, los compatriotas residentes en otros lares superan el millón 600 mil —un 14% de la población.
Hace unos días, con el anuncio del libre visado para cubanos a partir del 22 de noviembre, que hiciera el Ministerio de Gobernación de Nicaragua, se cuece la próxima oleada migratoria, que quizás sea más masiva que las anteriores.
La crisis de la Covid-19, el panorama internacional adverso —sanciones de Estados Unidos y recesión mundial—; así como la precariedad económica sostenida durante años, arreciada por la Tarea Ordenamiento y sus tremendos costos sociales, condicionan que no sean muchos los que esperan que «el año próximo sea mejor». Si le sumamos el cierre de la Embajada de Estados Unidos en La Habana y la imposibilidad de recibir visados para ese país de forma normal, queda preparado el escenario.
Si para nuestros compatriotas atravesar toda Latinoamérica, desde Chile hasta México, resultaba una alternativa «viable», imaginemos cuán tentador les parecerá poder subir desde Nicaragua, a solo tres paradas —Honduras o El Salvador, Guatemala y México— de la ansiada frontera con «el Norte revuelto y brutal». ¿Cuántos miles no se aventurarán? ¡Qué felices estarán las mafias y las pandillas de recibir a los desesperados cubanos que se marchan en desbandada!
Para Nicaragua la medida no debe representar un problema, sobre todo teniendo en cuenta que quien no pretenda emigrar a Estados Unidos, puede ir a comprar a Managua. La idea debe ser más que atractiva para la economía nica, dado que las reexportaciones a Cuba desde la Zona Libre de Colón (ZLC), la mayor del continente y situada en el Caribe panameño, sumaron la jugosa cifra de 335.5 millones de dólares en el 2018, según la administración del emporio comercial.
Del lado cubano también es un negocio de ganar/ganar: quien se vaya y llegue, mandará remesas y todos sabemos que eso «sí lo queremos, sí lo necesitamos». Asimismo, como dijera en su canción Fuera el dúo Buena Fe —espero haber entendido la letra y no formar parte de la pléyade de «anormales» que eran muchos de sus fans—, hay que «sacarle presión a la caldera cada cierto tiempo». ¡¿Y cuándo ha habido más presión aquí que en el último año?!
No es esta una práctica nueva en Cuba, como han señalado numerosos analistas. Boca de Camarioca, Mariel, la Crisis de los Balseros, son otras temporadas de la misma serie que está grabando sus nuevos capítulos en las colosales filas frente a las oficinas de la aerolínea Copa.
Lo que se olvida en estos cálculos políticos, como de costumbre, es que quienes se lanzan a la aventura de recorrer tierras extrañas y peligrosas no son números para engrosar estadísticas, sino personas. Así como las generaciones de mis abuelos y mis padres vieron marcharse a muchos de los suyos, a la mía le ha tocado lo mismo.
Que irse a cualquier precio sea la única opción para muchos es algo que, lejos de ser estimulado por alianzas y decisiones turbias, demuestra fracturas y carencias tan profundas como las aguas del golfo donde miles de los nuestros encontraron reposo. «El último que se vaya que apague el Morro», ratifica una frase que pretende ser jocosa y que resulta tristísima. La muerte en el camino o en los mares, así como el desarraigo de sentirse extranjero, no puede ser el destino eterno de una parte de este pueblo. ¿Y si no hubiera que sacarle presión a la caldera?
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