Uno que va por la calle metiendo la cabeza en todos los quioscos, los timbirichis, preguntando a los vendedores ambulantes por un regalo para el día de las madres. El regalo justo, medio barato, simbólico y utilitario a la vez, tan difícil de encontrar.
Que si un libro, un ramo de flores, un vestido alegre para el verano, un par de zapatos, un adorno para la sala. O imprimir una foto ampliada de la última vez que toda la familia logró reunirse. O mejor, recargarle el teléfono, que se compre un paquete de datos. O buscar unas cervezas para brindar y olvidarse del calor, de las penurias cotidianas, de la ausencia del hijo lejano y, si se pone de suerte, hasta de los dolores del parto.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
—Yo sé que a mí no van a regalarme nada. Es más, no quiero regalos —mi amiga suelta eso y después se encoge de hombros, le da un sorbo al café y hace una mueca como estuviera muy dulce o muy amargo—. No me merezco ningún regalo, por mala madre.
Mi amiga tiene dos hijos. El varón de siete y la niña de tres, que es la candela. Inquietísima. No se sienta ni para comer. Hipercinética más que el padre. A él le llegó el parole enseguida. Está abriéndose paso allá para cuando ellas lleguen.
Además de eso, mi amiga tiene casa propia, aunque al frente viven sus padres, que la ayudan bastante. Después que se fue su esposo ella no dejó de trabajar, lleva a los niños al círculo y a la escuela, cocina la mayoría de las veces, limpia, lava, los saca a pasear para que no extrañen tanto al padre…
—Ayer fue un día de esos —dice—. Desde por la mañana: lavatín completo, limpieza… Mami se llevó a los niños para que yo adelantara, y a eso del mediodía ya estaba yo tirando la ropa seca encima de la cama. Tenía tremenda hambre, y cruzo a almorzar algo. Mami había hecho unos chícharos riquísimos. Me como un tremendo plato y cuando termino noto todo tan tranquilo que le pregunto a mami por los niños.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
—¿Cómo que los niños, mija? Si te los dejé allá hace un rato.
—Ya tú sabes, ¿no? La corredera. Que si yo estaba en el patio y ella me gritó que los dejaba ahí para que vieran los muñes. Que si cerró la puerta de la casa cuando salió. Pero mami, si la puerta estaba abierta. La habrás dejado abierta cuando limpiaste. Que no, mami, tenías que llamarme. Pero si te grité y tú respondiste que no me preocupara… Pues si dije eso habrá sido en modo automático.
Todo eso buscando como dos locas a los niños por todas partes, claro. En la casa de ella, en la mía. Debajo de las camas, en los escaparates, en el baño, arriba del techo. Y cuando no los encontramos, para la calle a preguntar al que pasaba, a los vecinos. Un barrio cubano en plena histeria, imagínate. ¡Y yo pensando cómo decirle a mi esposo que había perdido a los niños!”
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Parece que el café le va a salir por los ojos, en vez de lágrimas. Toma de mi vaso de agua y después pone la mano delante de mí para que vea cómo tiembla al recordarlo.
—Y nada. Que en un momento estoy paralizada así con la vista perdida hacia la puerta abierta de mi casa, y veo que la niña llega y se sienta en el quicio de la entrada con la almohadita de dormir y el dedo gordo todavía en la boca. Así es como duerme ella. Les había tirado encima el bulto de ropa limpia. El varón todavía estaba allá abajo. Los cogí a los dos y les di así un abrazo…
Por eso no merezco ningún regalo, dice mi amiga y pide a la camarera otro café y sigue hablando de si les llega a pasar algo, de lo mala que tiene la cabeza, de que cualquier madre en este país lava con lo que tiene y le da a los hijos la comida que aparezca pero no se les pierden, que ella no sirve para madre…
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Sin embargo, yo dejé de oírla. Me quedé atrás, en el abrazo. En el apretón que le dio a sus hijos contra el pecho. En su corazón latiendo todavía asustado, porque se supone que una cosa así no le pase a una madre. La miro y se está riendo, aunque un par de lagrimones se le escaparon.
—Te juro que me estoy volviendo loca —dice—. Esto es demasiado.
La consuelo diciéndole que a mí también me pasó, pero al revés. Que de niño mi madre me dejó en un banco del policlínico para hacer unas preguntas y yo no vi lo que hizo, para dónde cogió, y salí a buscarla a una de las calles más transitadas de la ciudad. Crucé hasta el parque. Tendría yo como cinco años y empecé a llorar cuando no la encontré. Pero que después mi mamá vino corriendo y me abrazó también. Que abrazos así es lo que vale.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Pagamos los cafés y salimos caminando.
—Hace rato no abrazo de verdad a mi madre -dijo mi amiga—. Un abrazo de esos, asustado. Como si no fuera a verla en largo tiempo.
Ponerse cursi es algo que hacen los amigos, creo. O sentimentales. Por eso nos pusimos a hablar de abrazos mientras yo hacía fotos.
—Es que el mundo entero debería ponerse de acuerdo para abrazar a las madres a la misma hora del mismo día. Como mismo se hace los 31 de diciembre.
—Un abrazo público, sin nacionalidades, que sea transmitido por todas las cadenas de televisión.
—Que no se quede una sola madre sin ser abrazada. Por muy loca que sea, por muy histérica, por muy vieja o muy joven o muy rica o muy pobre.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
—No decir más “Felicidades” y seguir de largo, sino dar ese abrazo apretado aunque la madre no sea la tuya sino la de otro.
—Y que se llame el momento de la madre. Y que no sea solo una vez al año.
—Y que no haya que regalarles nada más que un abrazo, por supuesto. No he visto una cosa más estresante.
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