Cada vez parece más claro que el progreso social, político y económico de Cuba no solo paga un alto precio por el libre ejercicio de la soberanía nacional, sino que permanece además peligrosamente atrapado en una narrativa desconectada de la realidad por un lado, y de la teoría por otro.
El discurso oficial del Partido, asumido inobjetablemente por el gobierno, supone fidelidad a una teoría política que todavía describe la sociedad en términos de masa y vanguardia, contrastando a nivel de barrio con una praxis más bien pro-capitalista, en la que los mecanismos de libre mercado se unen al deterioro material y espiritual de las garantías sociales. Siendo así que la narrativa de la calle, ajena a la toma de decisiones, es casi exclusivamente de simple supervivencia.
Se levanta una república sobre la orgullosa herencia de la Revolución que colocó a los trabajadores y no al capital en el centro del sistema, formando varias generaciones de cubanos en la suprema importancia de la educación liberadora y la justicia social. Pero esa herencia nos llega junto a una vieja narrativa en muchos puntos inaceptable, resultado de la asimilación de un modelo de socialismo que de tan rígido pareciera preferir, antes que reformarse a sí mismo, la emergencia de un capitalismo falto de libertades que sostenga el statu quo.
Nuestra Revolución socialista vivió la mitad de su existencia bajo el período especial, bloqueada por un imperio, y debió comprensiblemente aferrarse a su propia narrativa para conquistar primero y preservar después la obra social. Ahora esa misma narrativa entorpece los esfuerzos por construir el nuevo país que debe, bajo el mismo bloqueo porque no hay otra opción, salvar su legado para desarrollarlo en una república a tono con las ideas de este tiempo. Es por eso que precisamos urgentemente de una narrativa también nueva, esperanzadora y creíble, que legitime la soberanía superando los excesos y las intolerancias y libere las fuerzas democráticas participativas de la sociedad socialista.
Dos materiales particularmente representativos de la narrativa revolucionaria contienen en cierto modo la esencia temprana de lo que es hoy la ortodoxia partidista. Estos son el discurso conocido como Palabras a los intelectuales, de Fidel, y la carta-ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, del Che. El primero, un ejemplo magistral de trabajo político-ideológico, compele a los intelectuales y artistas, frente a la grandeza inédita de las tareas que proyecta la Revolución, a no posicionarse en contra del proceso a través de sus obras y reflexiones. El segundo, mucho más estructurado, discute varios aspectos clave como el rol del Partido a la vanguardia de la sociedad, el funcionamiento de la dictadura del proletariado, y los dos pilares teóricos de la construcción del socialismo cubano. Estos últimos, a saber: el desarrollo de la técnica y la formación del hombre nuevo.
Para los cubanos, la idea del hombre nuevo ha sido uno de los más fuertes sustentos conceptuales del socialismo real, asimilada y extendida a todos los niveles. Más que en la sociedad comunista ideal, la narrativa socialista revolucionaria se apoyó en los valores de esta figura paradigmática. Una persona en permanente estado de gracia cívica, esclarecida de dudas ideológicas y con una inmensa capacidad de sacrificio para hacer del heroísmo, cotidianidad. El hombre nuevo nacería poco a poco de nuestra sociedad que, según la teoría, podía dividirse en dos grupos: la vanguardia y la masa.
En esta concepción original el Partido y sus dirigentes cumplen el papel de la vanguardia, tomando las decisiones más importantes sin esperar ninguna retribución material y a la vez cargando con los mayores sacrificios. La esencia de la división la explica claramente el Che:
“El grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado que la masa; esta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente. Mientras en los primeros se produce un cambio cualitativo que les permite ir al sacrificio en su función de avanzada, los segundos solo ven a medias y deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad; es la dictadura del proletariado ejerciéndose no solo sobre la clase derrotada, sino también individualmente, sobre la clase vencedora”.
No vamos aquí sobre lo acertado de esa argumentación en su contexto, como tampoco sobre una enumeración de los aspectos que son evidentemente incompatibles con el contexto actual. Bástenos únicamente entender que no solo el sustento teórico, sino el poder movilizador de esa narrativa, incluso para el pensamiento de izquierda, no existen más. Hasta la caída del campo socialista esa línea de pensamiento se fortaleció desde el dominio absoluto del espacio ideológico cubano, dando forma a unas relaciones de poder que subsisten en la actualidad. El progreso de nuestro socialismo ahora pasa ineludiblemente por cambiar la narrativa y, consecuentemente, esas relaciones de poder.
Si durante los últimos 30 años el discurso de masa y vanguardia en marcha hacia el hombre nuevo ayudó a mantener la unión alrededor de la soberanía, la independencia y las conquistas sociales, su efecto ha comenzado a ser nocivo para la supervivencia del socialismo; y es natural que así sea. La idea de una doctrina bien definida que lo explica todo para todos los tiempos no se sostiene más allá del círculo autosuficiente de las religiones. Vivimos en un mundo para el que, fuera de un par de obvias regularidades, no existe una teoría probada, mucho menos a nivel de los detalles. Por mucho que reinterpretemos el anticapitalismo de Marx y nos sirvamos de sus sólidas herramientas de análisis, siempre será una imprudencia asumir que puede abarcar la complejidad de la Internet, el reto de la inteligencia artificial o incluso la psicología del consumismo, por decir lo más obvio.
En estas circunstancias la pregunta es, qué tipo de principio y qué narrativa deberá defender entonces nuestro socialismo.
Primero, la nueva narrativa tendrá que estar en armonía con un mundo real que no tiene más masa y vanguardia, en el que la diversidad de criterios, dentro y fuera de las corrientes de izquierda, es quizás más abundante y dinámica que nunca. De esa tormenta de ideas, y no de una doctrina detallada preestablecida, deberá nutrirse constantemente la praxis de un estado socialista de derecho como regla de oro. Esto implica, entre otras cosas, que el Partido deberá dejar de ser una fuerza dirigente por encima del gobierno electo. La Tercera República deberá enmendar la constitución a tal efecto y adoptar así lo que sería una narrativa de la participación.
En segundo lugar, ya sin la dirección del Partido cuya membresía aportaría a la toma de decisiones en la misma medida que cualquier ciudadano, se tendrá que garantizar el respeto de ciertos principios fundamentales que anclen las discusiones a la premisa de una república socialista con todos y para el bien de todos. Esas premisas serán el eje del socialismo nuevo y estarían blindadas en una constitución consensuada por todos los cubanos. La soberanía e independencia nacional, la propiedad social sobre los medios fundamentales de producción, las garantías de justicia social, igualdad y respeto a los derechos humanos serán el eje sobre el que se desarrolle y se preserve el legado socio-cultural que han logrado alcanzar la Revolución y el Partido.
Establecer una nueva narrativa para la Tercera República en la teoría y en la práctica es un asunto de la mayor importancia. De no atenderlo derivaremos muy probablemente en un socialismo neorrealista de economía de mercado donde la burocracia, reforzada por un sistema ideocrático impenetrable, ocupará el lugar de los grandes dueños del capital, en eterno desafío al empoderamiento democrático y a la plena dignidad de las personas.
El hombre nuevo, como alegoría de la persona que se mejora y avanza hacia valores renovados, puede y debe seguir teniendo en muchos aspectos un valor paradigmático para el pensamiento socialista moderno. Pero es la persona real, imperfecta y diversa, dueña por derecho y justicia de toda la riqueza, que es toda producida socialmente, la que deberá estar en el centro del debate; como sujeto, como objeto y siempre como igual.
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