El 4 de abril pasado, día de los Pioneros y la Juventud Comunista, el Movimiento San Isidro (MSI) hizo una prueba de fuerza. Pese a que fueron amenazados varias noches antes en el NTV, mantuvieron la acción planificada. Una vez comprobado que eran capaces de atraer a más personas que las que conformarían uno de los tan mencionados grupúsculos, quisieron saber hasta qué punto la gente los acompañaría. No todos los congregados corearon sus estribillos, pero tampoco se retiraron en masa o se opusieron.
Ese día permitió determinar también cuáles eran los límites que la Policía no estaba dispuesta a rebasar. Maykel Osorbo –uno de sus más intrépidos lugartenientes– sacado de las fauces de una patrulla por vecinos del lugar, y el hecho de no intervenir a pesar de los gritos, canciones y retos de algunos de los congregados, fueron esos límites. La prueba tuvo éxito.
Lo sucedido ese día generó disímiles reacciones, desde la loa cegata al rechazo tajante. Hubo quien trajo del oscuro pasado americano el espectro de la revolución de Haití y de las tropas negras de Dessalines matando blancos a machetazos. Algunas de las ideas asociadas podrían condensarse en una frase: «Son vulgares, no me representan».
Surge pues una interrogante clave: ¿pretende el Movimiento San Isidro «representar» a todos los que desean un cambio en Cuba? En mi opinión no, pero vayamos por partes.
El objetivo de ellos parece ser simple: se oponen al gobierno y, por tanto, quieren derrocarlo. No se quedan en las medias tintas de pedir reformas –seguramente los choques frecuentes con cariñosos agentes de Policía y de la Seguridad del Estado se encargaron de convencerlos–, sino que buscan una transformación radical cuyas bases y características nunca han esbozado, al menos no de manera pública.
Para algunos de sus miembros, como el propio Osorbo, los aires de cambio solo pueden venir de Estados Unidos. Esta es una de las tendencias de pensamiento ideo-político de más larga data en Cuba, que hunde sus raíces en los inicios del siglo XIX y a la cual se adscribió incluso el creador de la bandera nacional: el anexionismo.
Hasta el pasado 27 de noviembre, el MSI carecía de la fuerza mediática suficiente para colocarse en el estrellato de la oposición insular. La protesta de los artistas e intelectuales frente al Ministerio de Cultura, si bien no fue de adhesión a ellos y sí de condena al trato que recibían, los colocó en ese firmamento. Pero lo que pasó ese día quedó ahí. Sus repercusiones, más allá de lo simbólico, no se materializaron en ningún proceso exitoso, ni siquiera en el ámbito de lo cultural.
Después de eso, la visibilidad ganada en medios oficiales, de donde reciben permanentes ataques, el asedio policial que denuncian casi diariamente en sus redes, así como el agravamiento de las condiciones económicas del país, los han llevado a radicalizar sus estrategias y posturas. En esta acción del 4 de abril se acompañaron de una base social donde tienen todas las de ganar.
Un interesante estudio de la politóloga de Harvard Erica Chenoweth, que tomó como sustento un número considerable de movimientos de protesta desde 1900 hasta 2006 –actualizado en 2020–, fundamenta que, para tener probabilidades de éxito en derrocar a un gobierno, una manifestación debe contar con alrededor del 3.5 por ciento de la población de un país. Para Cuba, esa cantidad serían aproximadamente 395 mil personas, el veinte por ciento de los residentes en La Habana.
Llegados a este punto, no dudo que alguien pueda pensar confiadamente: «Una manifestación tan grande es imposible en Cuba». Tal vez sí, pero es sensato no ser categóricos. La protesta de mayor magnitud registrada en este país desde 1959 hasta la fecha fue el llamado Maleconazo, a principios de agosto de 1994. No existen cifras exactas de las personas que salieron a las calles Prado, Galiano y Malecón, pero se calculan en el orden de miles.
¿Qué relación tienen los manifestantes del Maleconazo con el Movimiento San Isidro? La base de ambos es la misma. En 2021, igual que en 1994, la mayoría de los habitantes de Centro Habana y Habana Vieja se encuentran en situación de vulnerabilidad. Son lo que el Papa Francisco definiría como residentes de las «periferias existenciales», gente que ha tenido una vida dura y que carece de oportunidades en medio de una crisis sistémica tan prolongada.
Aunque por desgracia se mantiene la precariedad económica como condición común, las circunstancias de 1994 tienen diferencias sustanciales con respecto a las de 2021. Identifico las cuatro que siguen, si bien la enumeración podría ser más exhaustiva:
1. Internet nos mantiene conectados y permite que cualquier suceso sea conocido en cuestión de segundos. Eso favorece no solo la difusión, sino también la convocatoria.
2. A diferencia de los manifestantes de 1994, el Movimiento San Isidro está más o menos organizado y cuenta con base de apoyo exterior.
3. No existe ya la política migratoria de Estados Unidos hacia Cuba que propiciaba el éxodo como una válvula de escape en masa. Ahora no hay a donde ir, menos para un grupo en condiciones tan desventajosas.
4. Fidel Castro ya no está. Guste o no, su habilidad de estratega le permitía aplacar cualquier incidente. Los dirigentes actuales no han sido capaces de manejar sin brutalidad la presencia de artistas e intelectuales en una acera del Vedado, no se diga ya marchar en medio de una multitud molesta.
Por tanto, incurrir en la prepotencia de minimizar lo que pueden lograr si consiguen el suficiente liderazgo para canalizar insatisfacciones sociales crecientes; es pecar de subestimación, que en política, como diría José Fouché, «es peor que un crimen, es un error».
El Movimiento San Isidro –compuesto mayoritariamente en su base social por personas humildes, negras y mestizas– se presenta ante la población marginada y vulnerable de los barrios pobres de la vieja ciudad, como la resistencia frente a la dominación de la élite, esencialmente blanca y rolliza, que habita las antiguas mansiones de la burguesía republicana. Maykel Osorbo con unas esposas a medio poner alzadas al viento es el símbolo de eso. Y nadie dude del poder de un símbolo.
(Captura del video publicado en el perfil de Facebook del MSI)
El Movimiento San Isidro ha puesto sobre la mesa la protesta de los marginados de la ciudad, de quienes tienen pocas opciones y esperanzas. Para los que han visto más allá de las malas palabras, el MSI ha ganado respeto por la imagen de valentía que proyecta. Con un discurso que busque articular consensos, podrían conseguir una ascendencia sobre cada vez más personas.
Poseen el potencial y hasta ahora no han recibido un contragolpe efectivo, más que las habituales acusaciones de mercenarismo hechas por el Premio a la Dignidad, Humberto López. Sin embargo, aun cuando pueden ser ciertas, la reputación del mensajero y sus antecedentes de eludir verdades hacen que el mensaje sea, cuando menos, dudoso. Por otra parte, a fuerza de repetirlas y repartirlas a diestro y siniestro, parecen importarles cada vez a menos gente.
Una solución para disminuir el oxígeno al fuego de San Isidro sería cambiar las condiciones políticas y económicas que le dan origen y sustento. De proyectos y promesas difícilmente se vive. No son comestibles. Pero no solo resolver el problema de la pobreza y la marginalización sería suficiente, pues algunos de los que hoy se congregan en torno a ellos no lo hacen movidos solo por eso, sino también por exigencias políticas que requieren de un proceso de diálogo sobre la base del reconocimiento de las mutuas diferencias.
Los de San Isidro son gente guapa y pobre, no tienen nada que perder. Reprimirlos puede ser una solución a corto plazo –nada republicana, nada cívica, nada martiana–, pero si se llega a la sangre, entonces, más que un símbolo, habrán creado un mártir y contra eso difícilmente podrán revertir las consecuencias.
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