En mi ciudad había un contingente variopinto de niños que se veían en unidades militares y actividades políticas. El día que mi padre murió durante la guerra en Angola fui uno más.
El grupo me recibió con los brazos abiertos, jugando a las escondidas en los momentos solemnes, explorando las zonas prohibidas de lugares oficiales, saboteando el estatus quo de los adultos siempre. Fue un buen grupo de amigos que hicimos tolerable la circunstancia, por nuestros padres aprendimos las consecuencias de la política muy pronto, pero nunca nos sentimos solos.
Por lo general las actividades eran entre viejos combatientes contando hazañas y el ejército luciendo sus armas. En nuestra adolescencia, ya habíamos visto demasiados tanques de guerra en búnkeres, helicópteros y aviones de todo tipo. Preparativos para una guerra improbable, demasiado jóvenes para entender lo que sucedía, demasiado verde olivo para un grupo tan joven.
Pero nunca nos dejaron solos, la atención a los familiares de los combatientes siempre estuvo ahí, nos acompañó siempre. Eso sí, cuando se referían a mí como el hijo de un mártir sentía escalofríos, los veía incómodo, cómo murmuraban y señalaban con el dedo. Ser hijo de alguien nunca es mérito sino casualidad, si acaso puede convertirse en una responsabilidad que a esa edad no se puede asumir.
Al igual que los demás, cobraba ciento cuarenta pesos de asistencia social cada mes. Los sentimientos eran mezclados siempre que tenía el cheque en mano. ¿Se suponía que eso llenara un vacío? ¿Eso valía mi padre?
Preguntas adolescentes, quizás más rebeldes que sabias porque el cheque sí fue una gran ayuda para nosotros. De alguna manera sobrevivimos los peores años del Período Especial, como casi todo el mundo. Pero seguía teniendo muchas preguntas sin responder.
Con diecisiete años me ofrecieron un trabajo de verano en la Asociación de Combatientes de Santa Clara. Sin cobrar un centavo, ayudando a organizar viejos papeles y encerrado en la oficina de un anciano con boina. Durante semanas fui el trabajador ejemplar pero eso terminó el día que me encomendaron cerrar la oficina al terminar.
Esperé pacientemente que se fueran todos, cerré con llave y me dirigí a los expedientes confidenciales. En el piso y lloroso, leí el expediente de mi padre. La descripción de su muerte, el traslado del cuerpo a Cuba, todo lo que no sabía estaba ahí. Tantos días de calor veraniego clasificando documentos que nadie leería, estornudando ante papeles amarillentos, daban resultado.
Al otro día llegué a la oficina, como siempre se me nota todo seguro debían brillarme los ojos. Mi compañero en la burocracia era el típico combatiente de mirada severa, nunca hablamos de eso pero estoy seguro que sabía de mi indisciplina, tuvo la deferencia de no preguntarme siquiera.
Además de la información que buscaba, ese trabajo terminó siendo educativo, no hubo necesidad de fingir más y estuve allí hasta que terminó el verano.
Los hijos de esa guerra podemos dedicar nuestras vidas a otra cosa, estar a la altura o no de ese legado pero es difícil olvidar nuestro origen, regresamos a él una y otra vez. No sé para el resto de nuestro contingente variopinto, pero el memorial de los mártires en el cementerio de Santa Clara, donde asistimos a tantos actos y homenajes, es hoy mi lugar más sagrado.
Y la lápida de mármol blanco que dice Silvio Arturo, tiene todos los días cerca una bandera cubana y un ramo de flores blancas. ¿Cómo se puede estar a la altura de eso?
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