Armando Hart fue uno de los principales artífices del dogma histórico que representa Fidel Castro dentro de la cultura cubana. Se dio a la tarea de enmarcarlo como salvaguarda principal de esta última y lo reconoció como estandarte de una realidad que comenzó en enero de 1959 y en la que se sintetizaron las transformaciones sociales propuestas por el proceso revolucionario con las pretensiones ideológicas de sus líderes.
Sin dudar, Hart comulgó estrictamente con los planteamientos y políticas llevadas a cabo por Fidel hasta el día de su muerte, a lo que llamaría: «la Cultura de hacer política de Fidel Castro». Es importante destacar que Hart sirvió en el cargo de ministro de Cultura desde 1976 hasta 1997, y el vínculo estrecho entre las políticas del Comandante y él, son claves para entender disimiles posicionamientos y directrices culturales de esos años y los posteriores.
Declarado martiano, Hart sostuvo la idea de la continuidad histórica de Martí a través de Fidel, instaurando un patrón conceptual que denominó la «política fidelista de fundamentación martiana»,1 un intento de instaurar el nexo entre ambas figuras, que distan tanto en tiempo como en modelos de pensamiento, con un fin de significación mesiánica y redentora.
La comparación entre sus respectivas posturas antiimperialistas, debe hacerse desde el análisis de su antagonismo, enfocado en las propuestas de estructura social que perseguían, no desde la torpeza y el intento oportunista de equiparación. Sintetizar el estudio del pensamiento cubano y la cultura nacional en el arquetipo Martí-Fidel, es ignorar la contribución de un sinfín de ilustres pensadores y creadores a esta labor, así como la de las clases populares, fuente principal de lo que hoy se denomina «cubanidad».
Desde la caída del Apóstol, en 1895, su imagen y pensamiento se trabajaron desde el uso obsesivo de la exaltación, construida como idea del bien, como el derrotero más limpio. Luego de enero del 1959, la instauración de similitudes entre Fidel y Martí se volvió práctica recurrente, y Hart, una de las figuras que más comulgó con este intento. Al mismo tiempo, el propio Fidel utilizó el símbolo Martí, su nombre y sus palabras, para llevar a cabo su labor de dirigencia, muchas veces llegando a reducir la política y la cultura cubanas a un patrón de concepción estrictamente martiano, o lo que él consideró como tal.
Partiendo de incongruencias en la forma de relacionar ideología, ética y política con la realidad contextual cubana, Hart posicionó al Comandante como non plus ultra de la política cultural del siglo XX, ignorando aportes sustanciales de figuras precedentes que abonaron su acción y desarrollo intelectual. Asimismo, se desentendió de la sintomatología sectaria en la propuesta cultural del líder, que devino ponderación abusiva a su imagen y discurso. Incluso antes del 59, este fue presentado como imperfectible por las virtudes que se le atribuyeron. El tratamiento de hombre intachable, paradigmático y ejemplar que recibió, y aún recibe, sustrajo el derecho al cuestionamiento.
Desde los primeros años de la Revolución esto representó una traba importante en el esquema político-cultural cubano, dado que cualquier postura tangencial a la del entonces Primer Ministro, significaba una afrenta al proceso y, por tanto, al pueblo. De esta forma, se redujo el ideario renovador a la doctrina fidelista. Suponer que la Revolución Cubana fue obra y gracia de Fidel Castro, es ignorar el resto de líneas de pensamiento y toda la sangre derramada en la lucha contra la dictadura de Batista y gobiernos precedentes.
Tal idealización fue acogida por muchas personalidades del gremio intelectual involucradas en la estructura de gobierno, donde Fidel fue colocado como figura concluyente en materia de programas en pos de la justicia social. Así, la instrumentalización de la imagen del Primer Ministro pasó a planos donde fue y es presentado como ser omnisciente y, en casos de mayor reserva, brillante.
Esto trajo como consecuencia la invisibilización de la condición humana de Fidel, quien se convirtió en un emblema de victoria: el «invicto Comandante». Al volverse el símbolo Pop de la izquierda revolucionaria, el emblema patriarcal de un proceso antiimperialista, el histriónico vocero de un sueño de justicia, en fin, la figura histórica; los diversos estratos sociales, políticos y culturales cubanos fueron saturados de sus imposiciones ideológicas, sus programas de uniformización de pensamiento, y su doctrina y entendimiento cultural.
Luego de enero del 1959, la instauración de similitudes entre Fidel y Martí se volvió práctica recurrente, y Hart, una de las figuras que más comulgó con este intento.
Fidel Castro instauró un enfoque dogmático en las formas en que se debía asumir el ámbito cultural en Cuba, al punto de esquematizar qué era y qué no parte de la cultura; qué aportaba y qué no al nuevo proceso. De este modo, centralizar y segregar fueron tareas de orden dentro de las políticas culturales de los primeros años. Lo anterior queda claro en el documento conocido como Palabras a los Intelectuales, intervención de Fidel el 30 de junio de 1961, como conclusión a una serie de intercambios que tuvieron lugar en la Biblioteca Nacional entre dirigentes políticos y diversos académicos y creadores.
Palabras a los intelectuales, según Hart, constituyó el texto programático y fundador de la política cultural de la Revolución. En ellas, Fidel puntualizó cuáles eran las dinámicas culturales que perseguía el gobierno, caracterizadas principalmente por procesos de segregación y negación de concepciones ajenas a las del nuevo poder político. Apuntó Hart que el ideario fidelista de «unir para vencer» significó la característica primera en su esquema de pensamiento. Esto constituye una falacia inmensa, pues la característica primera de la política revolucionaria fue el divisionismo.
En ese texto se dejó claro el carácter inamovible de la política del gobierno, al expresar que la libertad creativa debería, inequívocamente, estar en consonancia con los designios del proceso. De tal forma, el tono desacreditador ante las demandas de los presentes, la negación a priori de la legitimidad de estas, así como la excesiva demagogia al referirse a un supuesto trato horizontal, no sirvieron más que como modos de instrumentalizar esta serie de quejas con el argumento de que todos los esfuerzos y prioridades deberían centrarse únicamente en la Revolución, descreyendo estas solicitudes como parte de la acción constructiva de la dinámica a la que se aspiraba.
La concepción esquemática que otorgó Fidel al término Revolución, dista desde esos momentos de su sentido más abarcador, condicionando su uso —principalmente en materia de creación—, al mero compromiso de exponer la realidad revolucionaria, así como integrarse a esta desde el ánimo de asentir a todos los dictámenes del poder político. Todo lo que no constituyese una apología, una exaltación de la virtud revolucionaria, era antagónico al orden programático de la Revolución y a Fidel. Desde aquella reunión se normalizó el rechazo directo y sin escalas a cualquier creador que, de acuerdo al Primer Ministro, fuera «más artista que revolucionario».
De este modo se cuestionó la confianza de los creadores en su obra y en el proceso. Fidel llegó incluso a referirse a algunos de los presentes como «escritores y artistas revolucionarios», estableciendo privilegios respecto a otros que, para la óptica del Comandante, no merecían tal categoría. La tajante sentencia «Dentro de la Revolución todo; fuera de la Revolución ningún derecho», es de las tantas evidencias del encuadre segregacionista de las políticas del gobierno. En la mencionada, Fidel suscribe la postura excluyente y punitiva de la política cultural revolucionaria ante cualquier persona/creador/artista que no estuviera en consonancia con los designios y líneas de pensamiento de los que él denominó los «hombres de gobierno» y Hart los «legítimos dirigentes» del país.
La tajante sentencia «Dentro de la Revolución todo; fuera de la Revolución ningún derecho», es de las tantas evidencias del encuadre segregacionista de las políticas del gobierno.
Al mismo tiempo, el tratamiento a quien mantuviera una ideología opuesta al sistema, desde esos años, se convirtió en una constante vejatoria. Bajo la terminología de contrarrevolucionario, gusano, lumpen o mercenario, fue encasillada toda persona opuesta al gobierno, o incluso a determinadas decisiones de este. El rechazo lo dejó explícito Fidel muchas veces, como por ejemplo, en el discurso que pronunciara en la clausura del acto por el VI aniversario del Asalto al Palacio Presidencial, celebrado en la escalinata de la Universidad de la Habana el 13 de marzo de 1963. Ahí enfatizó:
«Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos (RISAS); algunos de ellos con una guitarrita en actitudes “elvispreslianas”, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre.
Que no confundan la serenidad de la Revolución y la ecuanimidad de la Revolución con debilidades de la Revolución. Porque nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones (APLAUSOS). La sociedad socialista no puede permitir ese tipo de degeneraciones.
¿Jovencitos aspirantes a eso? ¡No! “Arbol que creció torcido…”, ya el remedio no es tan fácil. No voy a decir que vayamos a aplicar medidas drásticas contra esos árboles torcidos, pero jovencitos aspirantes, ¡no! (…) Entonces, consideramos que nuestra agricultura necesita brazos (EXCLAMACIONES DE: “¡Sí!”); y que esa gusanera lumpeniana, y la otra gusanera, no confundan La Habana con Miami».
Harto sabido es que muchos de esos «elvispreslianos», «pepillos», «feminoides», «burgueses», «torcidos», «lumpen», sufrieron los horrores de las UMAP, la expulsión de sus centros educacionales y laborales, así como la marca moralista de no ser aceptados en la sociedad revolucionaria y socialista que comandaba el que ya era líder supremo; el mismo que el 1ro de mayo de 1980, en la Plaza de la Revolución, mientras transcurría el éxodo del Mariel, fue capaz de decir que para esas personas no había lugar en Cuba, que se fueran, demostrando así la omnipotencia política y el carácter narcisista de la que denominaría Hart «Revolución de Fidel».
Volviendo a la mencionada intervención de 1961, el político afirmó entonces que «La Revolución significa más Cultura y más arte». No obstante lo que ocurrió desde entonces fue la normalización del revisionismo y la censura bajo el argumento de que era derecho de las autoridades culturales velar por un arte cuya función radicara en la educación del pueblo. Tal perspectiva sería cuna de arbitrariedades, adoctrinamiento y de la supresión de libertades creativas.
Ese discurso transitó por zonas oscuras en el tratamiento al futuro cultural cubano, al punto de que Fidel declaró que él trabajaba para el presente, no para el futuro; para luego, más avanzadas sus palabras, buscar la validación en el compromiso de la Revolución con vistas al porvenir. Anuló así el derecho de los presentes a reclamar sobre la actualidad cultural. Asimismo, resulta curiosísimo que a la par que se desarrollaba una campaña de alfabetización bajo el lema «la cultura es lo primero que hay que salvar», Fidel aludía en el mencionado encuentro a prioridades por encima de la dinámica cultural nacional.
Desde los inicios, el Comandante propuso una «revolución cultural» como divisa principal del nuevo proceso, sustentada en las ideas de justicia social y del hombre nuevo. Sin embargo, estas intenciones no tenían cabida más allá de las interpretaciones y re-conceptualizaciones de sus líderes, y de su narrativa. Ello se evidencia desde 1959 en documentos como la Ley 169 (inciso A), firmada en marzo, donde quedaba explícito que toda creación cinematográfica tenía que responder a los «fines de la Revolución que la hace posible y garantiza el actual clima de libertad creadora»; o en los plenos poderes otorgados a Fidel como Primer Ministro para aprobar o derogar leyes culturales e instituciones.
toda creación cinematográfica tenía que responder a los «fines de la Revolución que la hace posible y garantiza el actual clima de libertad creadora». (Foto: Alfredo Guevara, a su la derecha Héctor García Mesa, a su izquierda Saúl Yelín, todos fundadores del ICAIC. Foto Agnes Varda)
De este modo, presentado como estandarte representativo de una nueva dinámica cultural, el Comandante absorbió todos los derroteros estéticos y discursivos que pudo traer consigo el triunfo de enero. Esta forma de asumir la Revolución como feudo, propiedad de una minoría victoriosa, representó desde los primeros años un síntoma agudo de lo que luego sería un sistema totalitario y vertical.
Armando Hart obró como subordinado fiel de las ideas del Comandante, sin cuestionar ni un milímetro de su política, tanto en materia cultural como educacional. Eso lo llevó a señalar a Palabras a los intelectuales como inicio de un proceso trascendental dentro de la dinámica creativa cubana, bajo el criterio de que luego de instaurada esta política, llegó la cultura nacional a su máximo esplendor.
Hart ignoró el desarrollo intelectual y artístico anterior a la Revolución, y dejó claro en su discurso por los treinta años de Palabras a los intelectuales, que las inquietudes de las generaciones se remedian con trabajo ideológico-cultural; una evidencia más de su simpatía con la hermeticidad y el adoctrinamiento. Sobre este tema, le había comentado en una carta Ernesto Che Guevara:
«Mi querido Secretario: Te felicito por la oportunidad que te han dado de ser Dios; tienes seis días para ello. Antes de que acabes y te sientes a descansar como hizo tu predecesor, quiero exponerte algunas ideíllas sobre la cultura de nuestra vanguardia y de nuestro pueblo en general.
En este largo período de vacaciones le metí la nariz a la filosofía, cosa que hace tiempo pensaba hacer. Me encontré con la primera dificultad: en Cuba no hay nada publicado, si excluimos los ladrillos soviéticos que tienen el inconveniente de no dejarte pensar; ya el Partido lo hizo por ti y tú debes digerir. Como método, es lo más antimarxista, pero, además, suelen ser muy malos, la segunda, y no menos importante, fue mi desconocimiento del lenguaje filosófico (he luchado duramente con el maestro Hegel y en el primer round me dio dos caídas). Por ello hice un plan de estudio para mí que, creo, puede ser estudiado y mejorado mucho para constituir la base de una verdadera escuela de pensamiento; ya hemos hecho mucho, pero algún día tendremos también que pensar (…)
Es un trabajo gigantesco, pero Cuba lo merece y creo que lo pudiera intentar. No te canso más con esta cháchara. Te escribí a ti porque mi conocimiento de los actuales responsables de la orientación ideológica es pobre y, tal vez, no fuera prudente hacerlo por otras consideraciones (no sólo la del seguidismo, que también cuenta).
Bueno, ilustre colega (por lo de filósofo), te deseo éxito. Espero que nos veamos en el séptimo día. Un abrazo a los abrazables, incluyéndome de parada, a tu cara y belicosa mitad».
En múltiples ocasiones Hart planteó que la Revolución necesitaba superar baches del pasado que se manifestaban en el incipiente proceso, tales como el «dogmatismo anticultural», la «irracionalidad», el «pensamiento tecnocrático»; pero, al unísono, celebraba el talante autoritario e imponente de la doctrina fidelista y su afán caudillista. Su postura colocaba a la crítica como medio fundamental para el crecimiento cultural del proceso, solo que pasó por alto que esta debe estar acompañada de libertades y garantías creativas, cuestiones que en muchos sentidos la Revolución usurpó desde aquellas infaustas Palabras.
Estas simplificaciones del arte y la cultura, enmascaradas de discursos críticos, comenzaron a ser herramientas al servicio del poder político, así como medios para intrumentalizaciones moralistas. A su vez, el tratamiento concedido a la institucionalización como método más viable para el desarrollo cultural, significó maquillar el fin centralizador al que se aspiraba, que potenció la mediocridad, los privilegios de militancia, la burocracia, el nepotismo y la corrupción, así como hermetizar la tarea creativa. Esto se dejó claro desde que Fidel sentenció, en 1961, que era tarea del Consejo Nacional de Cultura orientar el devenir creativo y el desarrollo de los intelectuales y artistas. A día de hoy no son necesarias más evidencias del fracaso de las instituciones culturales en Cuba.
La Revolución cubana significó un suceso cultural por excelencia, al decir de Hart. Aquella estrella de enero del 59 representó, efectivamente, para un amplísimo sector poblacional un despertar, tanto en calidad de vida como en devenir profesional y creativo. Los aportes de la Revolución al entramado histórico de la cultura cubana son innumerables; no obstante, las usurpaciones conceptuales y los atropellos ideológicos fueron infames, al punto de ser, ya en nuestros tiempos, uno de los mayores atentados contra nuestra realidad cultural y nuestra historia.
La cultura y la ideología encerradas y estrictamente regidas por el carácter otorgado desde la política gubernamental, más allá de una realidad contextual que solo era posible evidenciar desde el contacto con las masas, fue de los más lamentables procesos que la política cultural de la Revolución y Fidel pusieron en práctica, y de los cuales figuras como Armando Hart, fueron parte.
Es necesario desmontar muchos mitos, señalar quirúrgicamente los procesos, rebuscar en la historia; así podremos desaprender los dogmatismos que tanto laceran nuestra realidad y esencia como sujetos culturales activos en la actualidad cubana. Queda el futuro en nuestras manos.
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1: Armando Hart: «La Cultura de Hacer Política en la Historia de Cuba», La Cultura de Hacer Política II, Oficina del Programa Martiano, Consejo de Estado, La Habana, Cuba, agosto 2010, p. 18.
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