Si de algo se puede vanagloriar la humanidad es de la cadena de barreras que ha debido sortear en su decursar. Por ejemplo, si entrenamos a un ajedrecista en la filosofía de que Garry Kasparov es un jugador invencible, jamás hubiese surgido un Magnus Carlsen. Como advirtiera el Padre de la Patria en su época: si el poderío español aún nos parece fuerte es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. Y si hacemos del bloqueo el comodín y bocadillo de todos y cada uno de nuestros discursos, jamás lograremos el salto tan necesario y deseado.
La historia universal es fértil en hazañas extraordinarias, muy superiores a las presiones que circundaron a sus protagonistas. Incluyo en esa lista a nuestra propia historia. Pudiéramos mencionar desde la victoria de David frente a Goliat, hasta el Cruce de los Andes, pasando por la independencia de América, el fin del fascismo, la conquista del espacio, la creación de la red de redes o el impresionante teléfono que me permite poner este texto a consideración pública en cuestión de segundos. Cada país podría crear sus propias listas de hazañas y sus propios Magnus Carlsen.
Como seres pensantes que somos, es innato el que nos impongamos a las dificultades, cualesquiera que sean. Puede tratarse del ascenso al Monte Everest o del cruce a nado a través del Estrecho de la Florida, o incluso llegar a describir y modular el verdadero origen del universo.
Estas y muchas otras son razones por las que me resisto a anteponer excusas tipo «bloqueo» a soluciones o ideas aún por implementar. Sobre todo cuando los adalides de las justificaciones son los mismos que engendraron un «Ordenamiento» infructuoso; crearon tiendas en monedas inexistentes —real y literalmente—; culpan al productor del alza de precios y, más recientemente, los exhortan a que, de buena voluntad, «renuncien a un determinado nivel de rentabilidad o de ganancias en función de bajar precios»; como si ellos fuesen a renunciar al alto nivel de rentabilidad o ganancias a partir de las producciones nacionales que son vendidas en la red de divisas para detrimento de ese mismo pueblo al que le fue impuesta la moneda.
Y no solo eso, sino que a pesar del desabastecimiento total de nuestros días, tales apologistas mantienen como prioridad, por encima de la producción de bienes, y con una perspectiva antimarxista, al trabajo político ideológico y la preparación del país para la defensa, de acuerdo al reciente informe del Primer Ministro a la Asamblea Nacional.
Si fuera posible montarnos en una máquina del tiempo y retroceder hasta los años treinta del pasado siglo en los Estados Unidos (ya que nos gusta tanto compararnos con ellos), encontraríamos que el presidente número treinta y dos de aquel país, un señor llamado Franklin Delano Roosevelt llegó al poder en medio de una crisis igual o peor a la nuestra. La única diferencia es que gobernó con la convicción de que tenía que derrotar a Kasparov.
Franklin Delano Roosevelt (Foto: Heritage Partners)
Por muy increíble que le parezca a nuestros habituales lectores, su plan concebía estrategias claramente socialistas para estimular la producción y proteger y comprometer a las capas más desfavorecidas. Promovió la creación de sindicatos, incentivó la idea de convenios colectivos de trabajo, creó empresas estatales fuertes que trabajaran en función de las clases desfavorecidas, y concibió grandes obras públicas con el objetivo de dar empleo y eliminar la delincuencia.
En su afán de cambios, llegó a la convicción de que la libre competencia perjudicaba a los más pobres, e impuso tal control estatal que no faltó quien lo tildara de comunista. Junto a estas medidas, cerró bancos y abrió organismos financieros estatales para garantizar fondos de retiro y seguridad al ciudadano. ¿Era acaso el presidente norteamericano un convencido comunista, o solamente un ejemplo de que: «hay que quemar el cielo si es preciso, por vivir»?
Y como criticar es mucho más fácil que proponer, dirán algunos, dedico los siguientes párrafos a sugerir, humildemente, cuáles pudieran ser cambios que en materia económica —y solo económica— ayudarían a salir de este amargo ciclo de espirales y a sobreponernos al momento de desespero monetario en el cual, desde arriba, solo se ve un cielo encapotado y un silencio cómplice en las graderías:
- Definir no una canasta básica sino un costo de vida, para diseñar una política salarial transparente.
- Priorizar la producción de alimentos y bienes. Trazarse como meta la «presencia» y «abundancia» de ellos.
- Descentralizar el comercio exterior y permitir la importación de alimentos y productos deficitarios, de manera individual o mediante grupos y cooperativas, cuyo objetivo será la creación del inexistente mercado mayorista.
- Hacer coincidir en el mercado de ventas mayoristas tanto al independiente como al Estado, para lograr una regularidad de productos y precios de forma que el necesitado de insumos a gran escala no tenga que comprarlos en la red de tiendas regulares.
- Involucrar a la juventud con responsabilidades y decisiones en tareas productivas que motiven económicamente sus proyectos de vida.
- Controlar precios de productos alimenticios de primera necesidad (no por controlarlos sino mientras se desarrolla una empresa alimenticia fuerte y preferiblemente estatal que le ponga freno natural a los sobreprecios, oferte buenos incentivos al trabajador y coloque productos en el mercado a precios competitivos). Este diseño traería una competencia auto-reguladora de precios, teniendo en cuenta que la empresa estatal tendría ventajas al producir, y serviría además como importante fuente de empleos.
- Mejorar la asignación de recursos (o autonomía) a las esferas productivas, la industria alimenticia y la pesca.
- Mejorar el control de la producción, reducir personal de oficinas y luchar contra la corrupción y la burocracia. El trabajo es dignificante y nada reconforta más que ganarse una vida honrada y segura, cosa que no ocurre hoy.
- Incrementar los actores económicos y proyectos que garanticen producciones y divisas al país.
- Desmontar todo el sistema de MLC cuanto antes, retomar la circulación de divisas contra la moneda nacional y vender los productos de esos establecimientos por vía liberada o normada a precios que se decidan en el diseño del costo de vida.
No sería ocioso resaltar que si bien algunos cambios pueden considerarse osados, igualmente lo fue en su momento la apertura al turismo internacional, a la inversión extranjera, a la libre circulación de divisas y al cuentapropismo. ¿Qué sería de nuestra economía hoy de no haberse abierto el país a la industria del ocio, o a la inversión de capitales foráneos? ¿Qué hubiese pasado en el sector de la restauración sin esas iniciativas independientes que diseñaron bares y restaurantes de clase mundial? Si en aquellos tiempos de mayor filosofía de control estatal se cambió lo que debía ser cambiado y se obtuvieron resultados concretos, ¿qué nos detiene ahora?
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