Estamos ante un episodio de guerra cultural. El pasado 9 de febrero, un twitt del Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel, citaba un fragmento de un discurso de Fidel Castro Ruz en fecha similar del año 1990, ante un Congreso de Pedagogía:
«La independencia no es una bandera, o un himno, o un escudo; la independencia no es una cuestión de símbolo, la independencia depende del desarrollo, (…) depende de la tecnología, depende de la ciencia en el mundo de hoy».
Aunque el discurso es mucho más amplio y aborda otros múltiples problemas relacionados con la necesidad de una educación inclusiva y de calidad para los pueblos latinoamericanos, he querido detenerme en el enfoque semiótico, de tipo pragmático, del fragmento escogido.
Se repite mucho en ciertos círculos intelectuales cubanos, compulsados por una visión ideo-política autodenominada «clasista» que no pretendo cuestionar con este texto, que a Cuba se le hace una guerra de símbolos, la guerra cultural financiada por diversas organizaciones imperialistas que aprovechan el aumento de la conectividad a la Internet.
La identificación y el enunciado de esa guerra, su estrategia, sus tácticas, no es nada nuevo. Ha sido estudiado y ensayado desde que Napoleón usara los panfletos como quinta columna contra las naciones europeas antes de engullirlas. Quizás desde aquel argumento de la recuperación del Santo Sepulcro para justificar las Cruzadas. O desde las esgrimas retóricas en el fórum o el ágora.
En todos los casos, la re-adjudicación de sentidos a través de la manipulación simbólica ha constituido una metodología esencial del ejercicio del poder o su oposición. De tal modo, la llamada guerra cultural ni es nueva, ni es exclusiva –otros países también la sufren, desde Siria hasta China–; ni siquiera es muy creativa que digamos, pues reproduce los mismos cánones psicosociales ensayados y vueltos a ensayar en distintos momentos históricos con resultados más o menos exitosos.
Si la guerra cultural y simbólica nos puede hacer ahora más daño como sociedad que hace veinte o treinta años, según el énfasis que hacen esos círculos intelectuales –al punto de polarizarnos y amenazar con desmembrarnos, de amenazar nuestros universos significantes y valorativos–; si es más perjudicial en el ámbito axiológico actual, no es porque hayamos mejorado las tecnologías de la comunicación sino lo contrario.
Es porque no hemos aprendido a usarlas mejor y a generar contendidos más asociados a nuestra realidad e historia. Las causas no habría que buscarlas tanto en lo que hagan los adversarios, o los enemigos declarados, como sí en lo que hayamos sido incapaces de hacer como nación con el uso de los aparatos ideológicos del Estado, entiéndase la institucionalidad en aras de la inclusión, la decencia y el consenso.
La idea diversa de La Cosa en Sí, creada en la mente por el intérprete, se acerca mejor al conocimiento de la realidad mientras más fuerte sea el vínculo del sujeto con el objeto referido –entiéndase: La Cosa en Sí convertida en Símbolo mediante la semiosis.
Sin ese vínculo cultural estrecho con La Cosa en Sí, la semiosis suele ser demasiado deformada de la realidad misma al punto de enrarecer la comprensión de esta. Se aleja de facilitar la comprensión de esa realidad. Entonces, la devolución reelaborada del símbolo a la sociedad tenderá a una distorsión infinita camuflada estéticamente, la mayoría de las veces tendiente al hedonismo pueril.
Al asumir que La Cosa en Sí es el doble sabotaje contra el vapor La Coubre anclado en el puerto de La Habana, a partir del cual se resignifica la consigna «Patria o Muerte», pero incapaces de mantener una conexión adecuada con ese suceso a través de la enseñanza eficaz de la historia y el uso de las plataformas mediáticas, entonces será fácil crear una interpretación distorsionada de la consigna que permita negarla con lo que, en apariencia y sólo en apariencia, sería su contra-símbolo: «Patria y Vida».
Fragmento del video de la canción «Patria y Vida».
La distorsión tiene a favor lo que algunos teatrólogos y dramaturgos le hurtan a la antropología y llamaron en los años noventa, el proceso de «de-culturación dramática» o de negación del objeto referido, en aras de la creación de un universo simbólico que ya no dependa de la producción de significados a partir de la relación tradicional entre texto y contexto, sino entre texto e intratexto.
La realidad no importa, ni menos la verdad, lo que importa es lo que el manipulador «prefiere» que se crea o «quiere» que se crea acorde a las reacciones emocionales que provoca en el manipulado. No digo nada que no se haya estudiado antes. Sólo explico el ejemplo.
O sea, sin una modificación concreta y tangible de la realidad a favor de nuestro sistema de valores que permita una conexión lo más directa posible del intérprete con La Cosa en Sí, la simbolización puede usarse con mayor facilidad para deformar la realidad.
Dicho en términos mundanos: el margen a la interpretación distorsionada de la realidad cubana y la guerra cultural es mayor mientras menos problemas culturales concretos de nuestra sociedad somos capaces de identificar anticipadamente y solucionar de forma creativa. Así de simple.
También es de Perogrullo que mientras mayores competencias axiológicas y normativas un sujeto posea –mejor conozca la Constitución, sus derechos, deberes y límites–, mientras mayores sean sus competencias en cualquiera de los otros órdenes –artístico, tecnológico, científico y religioso–; menores posibilidades tendrá de ser manipulado con éxito. Y no se logran esas competencias sin la educación del pensamiento crítico con la menor cantidad posible de sesgos ideológicos.
Otros podrán darse el lujo del autoengaño. Un patriota y revolucionario no debería jamás darse ese lujo a partir de la apotema de Romand Rolland, incorporado por Gramsci, de que «la verdad siempre es revolucionaria», a lo que el cantautor cubano Israel Rojas Fiel agrega: « (…) incluso cuando te la diga tu enemigo». El autoengaño es peor que la guerra cultural.
Someter la verdad al ámbito exclusivo de lo simbólico, según nociones políticas preconfiguradas, aparte de que la relativiza, la deforma y vuelve reaccionaria su distorsión: la convierte en contrarrevolucionaria, acrítica en el ámbito pragmático.
De tal modo, es una verdad que la bandera cubana surgió como símbolo del anexionismo y, como parte de esa verdad, está el hecho de que el uso sostenido y consensuado como estandarte en la guerra contra España, independientemente de su concepción original, la convierte en símbolo de la nación soberana y no anexada.
Sería una tontería sesgar la naturaleza de su origen para subrayar su posterior semiosis asociada al independentismo. O sea, los símbolos –y las consignas dada su relevancia simbólica– pueden cambiar de sentido acorde a los nuevos usos. El mundo no se acaba por eso.
El gobierno cubano cada vez da más señales de entenderlo correctamente cuando vemos el énfasis que pone en impulsar la ciencia y la tecnología para coadyuvar a resolver nuestras dificultades socio-económicas, y la identificación crítica de nuestros problemas, aún con el asedio de las fake news, las provocaciones y las hiperbolizaciones en redes sociales. La guerra cultural es una arista más.
Ahí hay, desde el punto de vista pragmático, un nuevo simbolismo que nuestros ideólogos no alcanzan –o no desean– subrayar en los medios cuando el Presidente reconoce críticamente los errores en la aplicación de los protocolos de contención de la Covid-19. Cuando el Primer Ministro Manuel Marrero llama a los aduaneros a hacer cumplir la legalidad en frontera con probidad, amabilidad y respeto. Cuando el Vicepresidente del Consejo de Ministros, Marino Murillo, acepta los excesos y las distorsiones en la aplicación de la Tarea Ordenamiento en detrimento de los más desventajados socialmente.
¿Cuántas veces aquellos considerados «El Enemigo», con o sin comillas, expusieron –acaso expusimos, catalogados como tal–, esas mismas problemáticas y muchas otras?
Pero en los mismos medios y plataformas donde vemos esos indicios de comprensión de lo esencial por parte de altos funcionarios gubernamentales, también vemos su negación por los ideólogos –comunicadores profesionales y sus orientadores políticos– a escala simbólica y valorativa en una postura francamente contraria al enfoque pragmático que hemos citado del discurso de Fidel de 1990. Sobran ejemplos de acusaciones de guerra cultural que no eran tal.
Pongo solo uno para no abusar del lector. Cuando en las redes sociales fueron criticados los precios del Sistema de Atención a la Familia (SAF), desde intenciones lo mismo contrarrevolucionarias que revolucionarias, un núcleo duro de la ortodoxia ideológica sesgaba el problema con énfasis en las presuntas intenciones desestabilizadoras de opositores a través de la guerra simbólica y solo aceptaron las evidencias cuando el propio Murillo criticó duramente en la Mesa Redonda el comportamiento de unos cuantos empresarios. Se rectificó el dislate.
Esa resistencia fatal al reconocimiento crítico de los acuciantes problemas sociales o un reconocimiento parcial y no pocas veces limitado de nuestras realidades. Y la justificación –que no argumentación– a partir de una presunta defensa ideológica clasista de la Revolución en el ámbito simbólico –bien podría ser tema de otro artículo– tiene un costo pragmático al polarizar la sociedad y contribuir, tanto como quisieran los enemigos de la Revolución Cubana, a nuestras divisiones internas.
No por gusto Fidel Castro Ruz en aquel discurso de Pedagogía 90, prefirió no adentrarse en los problemas ideológicos y sí centrarse en lo que, también para mí, es esencial: «Hay cosas que todos vemos muy claro, sea católico o sea protestante, musulmán, hindú, animista, cristiano, marxista, socialista o no socialista, y es que no somos nada; es decir, que estamos siendo saqueados, que un porvenir terrible nos espera…».
Entonces vuelvo a remitir al lector a la cita con que inicio este artículo. A buen entendedor…
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