El uso de la palabra “burguesa” con fines sectarios es uno de los lastres que arrastra cierta academia norteamericana. Pero tiene una dimensión todavía más perniciosa: el ahistoricismo. Llevado al terreno de la cultura cubana, ello da pábulo a la idea de que los hombres que auspiciaron/hicieron la independencia eran burgueses, blancos, machistas y paternalistas. No se trata, simplemente, de mencionar un hecho, por lo demás con bastante más determinaciones internas de las que suponen, sino de una crítica de una ceguera descomunal.
Desconocer que, al margen de cualquier limitación que les veamos, con todo lo que ha llovido desde la segunda mitad del siglo xviii a hoy, sus protagonistas y portavoces nos legaron una cultura y una nación forjadas al cabo de dos guerras de independencia y de un intento fallido por lograrla. La primera frustrada por contradicciones internas en el campo insurrecto; y la segunda por una intervención militar a partir de esos “lazos de singular intimidad” delineados antes y después de que el presidente McKinley pronunciara su mensaje sobre el estado de la Unión (1899).
Sin embargo, este último elemento suele difuminarse en ciertos textos/discursos académicos, siendo –como lo es– una de las fuerzas que componen y profundizan la conciencia nacional a partir de las sucesivas frustraciones del ideal independentista, la enajenación del patrimonio propio durante la era republicana y las políticas implementadas por los poderes establecidos al otro lado del Estrecho.
Lo cierto es que al lanzar la pedrada contra una potencia colonial, todos esos personajes burgueses, blancos, machistas y paternalistas, que no operaron en el vacío, sino en un contexto histórico-cultural especifico, nos legaron la idea de una Cuba libre. Considerar entonces al nacionalismo cubano –ya desde aquel principio– como una fuerza opresiva no constituye sino una expresión de liviandad.
Resultado de la imposición de un marco teórico previo que, al final del día, termina reproduciendo a su manera el clásico etnocentrismo y funcionando como un dogma: ni escucha, ni dialoga, ni en última instancia conoce o se abre para conocer. Con demasiada facilidad los constructos sobre los que se sustentan sus actores –y también sus alumnos, muy bien entrenados para internalizarlos– desdibujan las fronteras entre ciencias sociales e ideología, dos dominios con áreas de tangencia, pero de naturaleza distinta.
Una de las expresiones de este fenómeno consiste en la renuencia a aceptar cualquier factualidad si contraviene de alguna manera lo que dictaminan sus espejuelos, muchas veces conformados por enfoques “liberadores”, pero que reproducen problemas y perspectivas válidos en otros contextos que se tratan de imponer tabula rasa allí donde no necesariamente caben. Al chocar con el proceso de construcción y desarrollo de la nación cubana, hacen eso que los psicólogos llaman una proyección, movida que supone aceptar a priori artefactos no avalados por la evidencia.
Aparecen entonces incorporadas a su discurso ciertas verdades incontestables. Una de ellas, por ejemplo, consiste en decir que en Cuba se prioriza la figura de Antonio Maceo como militar desconociendo o dejando a un lado su pensamiento. Esto, para apuntalar la idea de que todavía acciona el racismo heredado de la Colonia, magnificado por la República y continuado, a pesar de todo, después de 1959. Una verdad de Perogrullo. Sin embargo, no importa que se les diga que hasta el propio periódico Granma enfatice que el General “tenía tanta fuerza en la mente como en el brazo”, tras la conocida sentencia de José Martí.
De manera similar, por ese camino puede llegarse a la idea de que hoy se coloca en un bajo perfil a Nicolás Guillén por su condición racial, olvidando entre otras cosas que su estatus de Poeta Nacional lo obtuvo justamente después de la Revolución.
Desde luego, sigue habiendo sitio para abundantes ideas no sometidas a comprobación previa, pero repetidas y recicladas en clases y actividades docentes. Recuerdo ahora mismo tres: la primera, a diferencia de lo que sostienen ciertos estudios, la palabra “pachanga” no designa ningún movimiento de resistencia racial underground de los tempranos años sesenta, sino una mezcla de son montuno y merengue de la Orquesta Sublime, muy popular en la Cuba de 1959 en los Jardines de La Tropical. Denota fiesta, bulla, alegría, entusiasmo, lo cual dio pie para que Ernesto Che Guevara hablara de un “socialismo con pachanga” y Gabriel García Márquez de “una pachanga fenomenal”.
La segunda: las subidas al Pico Turquino no tenían como propósito “purificar a los jóvenes de su pasado burgués”, sino eran símbolo y homenaje a la Generación del Centenario, que no por gusto colocó un busto de bronce de José Martí en el punto más alto de la geografía nacional en 1953. La tercera: la “Balada de los dos abuelos”, del propio Guillén, no constituye “una apología que oculta a todas las mujeres negras violadas por sus amos blancos”, sino un discurso poético sobre dos componentes centrales de la identidad cubana.
El problema consiste en que cuando llega la hora de posesionarse frente a esas formulaciones, los exponentes de ese discurso echan a volar con bastante facilidad epítetos de “esencialismo”, es decir, acusan a los cubanos de algo que nadie con dos dedos de frente validaría: que somos son los únicos capacitados para entender Cuba y su cultura. Y, por tanto, nos inculpan de erigirnos en monopolizadores de una verdad con mayúsculas.
Pero el solo hecho de afirmarlo supone desconocer los aportes de otro tipo de academia al conocimiento sobre Cuba en los Estados Unidos. Y, sobre todo, perder de vista un punto central: se trata, en esos casos, de estudios serios, razonados, concienzudos, documentados y persuasivos en su argumentación, no de ideologemas que se quieren imponer como un cartabón a la realidad monda y lironda.
Hay viajeros, cualquiera sea su signo, que llegan a la Isla a comprobar lo que ya saben de antemano, y a hacer si viene al caso su propio touchdown a la hora de relacionarse con el Otro. En esos casos, que por fortuna no son todos, valdría la pena acudir a lo que escribió alguna vez Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
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