La significación histórica del alzamiento del 24 de febrero de 1895 trasciende los marcos de una conmemoración histórica para convertirse en un hito en los anales de la revolución cubana y latinoamericana. Ese día iniciaba en Cuba una guerra de independencia cualitativamente superior en su organización, conducción y resultados esperados a cuanto se había hecho o intentado antes en los procesos histórico-sociales hispanoamericanos.
José Martí había demostrado que el relativo atraso de Cuba y Puerto Rico en alcanzar su independencia, debido a la fidelidad oportunista de sus clases hegemónicas a la monarquía española, provocaba que entraran a la vida en libertad «con composición muy diferente y en época muy distinta, y con responsabilidades mucho mayores que los demás pueblos hispanoamericanos»[1].
Por ello, concebía la guerra «sana y vigorosa» que se avecinaba, como el primer fruto del árbol de la segunda independencia de la Madre América, que venía cultivando con esmero desde la década de los ochenta.
Varios eran los elementos novedosos de este «nuevo período de guerra [en que se adentraba] la revolución de independencia iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta»: esmerada preparación por una entidad política multiclasista sin precedentes, el Partido Revolucionario Cubano; financiamiento popular —esencial para garantizar los intereses de los trabajadores en la futura república—, con participación de sectores patrióticos de la burguesía; carácter urgente, por lo que debía ser intensa y rápida, para que actuara como «realidad superior a los vagos y dispersos deseos de los cubanos y españoles anexionistas», y fines mayores, «de alcance e interés universales»[2].
La «guerra de Martí», como la llamara con justeza Máximo Gómez, pudo comenzar en la primavera de 1894, cuando el Delegado consideraba: «se produce hoy en nuestra patria una situación revolucionaria ya madura»[3]. La demora en poner a punto los preparativos finales en la Isla condujo a meses de angustiosa espera, que terminaron con el desastre del puerto de Fernandina el 10 de enero de 1895. Tras la incautación de los tres cargamentos de pertrechos de guerra que hubieran permitido el inicio simultáneo de la lucha en todo el país y la llegada de los jefes principales a la cabeza de grandes expediciones, con cientos de hombres bien armados, el proyecto bélico martiano estaba colapsado y se ponían en peligro la concepción y los fines de la Guerra Necesaria.
De no haberse frustrado este plan, la conflagración hubiera sido mucho más breve y la victoria cubana casi segura, pues los españoles no esperaban un levantamiento de tan grandes proporciones, ni contaban entonces con fuerzas suficientes dentro de Cuba para reprimirlo. No obstante, la revelación de la magnitud de los planes secretos, lejos de sembrar dudas y desconcierto en los patriotas, realzó la figura de Martí y actuó como acicate para acelerar los preparativos. De ahí que se dejara en manos de los comprometidos en la isla la decisión de iniciar la guerra sin esperar más y resistir en la manigua hasta que se pudieran enviar nuevos embarques de jefes, hombres y armas.
Tras constatar el estado de opinión de los complotados, Martí, José María Rodríguez (Mayía) y Enrique Collazo firmaron, el 29 de enero, la orden de alzamiento que fue remitida a La Habana y a los conspiradores del centro y oriente del país. Las Villas y Camagüey respondieron que no podían sumarse de inmediato porque no tenían armamentos. Según lo acordado, no debía entonces alzarse Occidente, pero una mentira patriótica de Pedro Betancourt, mensajero entre Francisco Carrillo y Juan Gualberto Gómez, le hizo creer al segundo que el general Carrillo se alzaría en Las Villas. En consecuencia, la respuesta positiva acordada —«Aceptados giros»— fue enviada a Martí. La Junta de La Habana escogió la fecha del 24 de febrero porque era domingo de carnaval y los conjurados podrían moverse sin despertar sospechas; además, no habría periódicos por la fiesta y era conveniente la falta de noticias.
El alzamiento en Occidente fue un fracaso rotundo. En La Habana, el jefe militar seleccionado, el indisciplinado general Julio Sanguily —hoy reconocido como traidor al servicio de España—, se dejó arrestar mientras desayunaba tranquilamente en su casa. A falta del caudillo, muchos conspiradores se quedaron en sus viviendas. En Matanzas, Manuel García, famoso bandido comprometido con el levantamiento, fue asesinado en oscuras circunstancias y únicamente se alzó, en la zona de Ibarra, un reducido grupo de patriotas, casi desarmados, encabezados por Antonio López Coloma y Juan Gualberto Gómez. Capturados pocos días después, López fue fusilado y Gómez deportado a la prisión de Ceuta. Solo pequeñas partidas de indomables quedaron en los campos hasta incorporarse a la invasión de Gómez y Maceo.
Como en las gestas anteriores, el protagonismo del alzamiento del 24 de febrero correspondió a los mambises orientales. En casi todos sus municipios, cientos de hombres con valiosos jefes veteranos al frente se lanzaron al campo, encabezados por el caudillo Guillermo Moncada (Guillermón) quien, aun enfermo gravemente de tuberculosis, coordinó el plan con la mayor eficiencia y lealtad. En verdad, la denominación de Grito de Baire constituye una injusticia histórica, motivada por el hecho mediático de que Saturnino Lora y su partida tomaran el poblado por unas horas y la noticia recorriera el éter, vía telégrafo. Por la magnitud de lo ocurrido en toda la provincia, bien que debía llamársele Grito de Oriente.
Mayor General Guillermón Moncada
Los primeros que repudiaron el alzamiento fueron los autonomistas connotados. Rafael Montoro, José María Gálvez, Eliseo Giberga y otros, en un manifiesto hecho público poco después, reafirmaban su fidelidad a la Corona y proclamaban:
El Partido Autonomista, que ha condenado siempre los procedimientos revolucionarios, condena la revuelta que se inició el 24 de febrero, condena todo trastorno del orden, porque es un partido legal y tiene fe en los medios constitucionales, en la eficacia de la propaganda, en la incontrastable fuerza de las ideas, y afirma que las revoluciones, salvo en circunstancias enteramente excepcionales y extremas que se producen muy de tarde en tarde en la vida de los pueblos, son terribles azotes, grandes y señaladas calamidades para las sociedades cultas… Pero no sucederá, por fortuna. Todos los indicios demuestran que la rebelión, limitada a una parte de la provincia oriental, sólo ha conseguido arrastrar, salvo pocas excepciones, a gentes salidas de las clases más ignorantes y desvalidas de la población…
Esta postura claudicante no caló en las amplias bases del partido y la mayoría de sus afiliados pasaron a engrosar el campo de la revolución. La decisión del pueblo cubano de sacudirse las cadenas del yugo español por su propio esfuerzo quedaba demostrada ante el mundo y la insurrección continuaría su marcha arrolladora. Grandes hazañas militares y sacrificios sin parangón en la historia americana habrían de hacerse para destruir la poderosa maquinaria de guerra que la monarquía lanzaría sobre la República de Cuba en Armas. La quinta parte de la población insular perecería para que el país pudiera convertirse en república.
Factores adversos provocaron que muchos de los frutos esperados de la contienda fueran malogrados tras abrirse paso la intervención estadounidense, posterior ocupación militar e instauración de una república mediatizada por la Enmienda Platt. La concepción revolucionaria de su principal promotor y organizador lo trascendió en la historia, y sus proféticas palabras en vísperas de lanzarse al combate mortal de Dos Ríos resuenan aún en los oídos receptivos: «Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad. Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí o a otros»[4].
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[1] OC, T3, pp.141-142.
[2] Respectivamente en: OC, T5, pp.43, 169 y 41.
[3] OC, T3, p. 171.
[4] OC, T4, P.170.
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