Esta mañana he leído nuevamente uno de los documentos más controvertidos de nuestra historia contemporánea. En él, un joven abogado defiende su postura y liderazgo ante los tribunales que lo juzgan por varios delitos de alta gravedad, para los cuales solicitan veintiséis años de cárcel.
El texto es largo, acusatorio, revelador; escrito desde la inspiración y el dolor. No es una transcripción directa de lo que dijo frente al tribunal, pero recoge la mayor parte de las ideas y denuncias expresadas por él, en un pequeño local hospitalario devenido juzgado, en octubre de 1953.
Estoy hablando de La Historia me absolverá y de Fidel Castro. ¿Qué pasaría hoy si alguien decidiera hacer lo mismo? A fin de cuentas, muchas de las cuestiones que motivaron aquellas acciones están todavía presentes en nuestra sociedad. Seguramente, ese delincuente del presente y sus seguidores (¿mercenarios pagados por el imperio?) serían fusilados sin contemplaciones, al menos si tomamos como referente cercano las reacciones y excesivas condenas aplicadas contra muchos de los que se manifestaron el 11-J del pasado año.
Olvidémonos del detalle (nada trivial) de las armas, o del ataque a varias fortalezas militares para, de tener éxito, convocar a una huelga general y presumiblemente desatar una contienda civil. En Cuba, desde hace décadas, disentir es ya un grave problema. Manifestarse pública o directamente contra el gobierno, las autoridades o las leyes, está prohibido; no importa lo que diga la Constitución. Siempre será vista como una acción ilegítima, impulsada desde el exterior y, como tal, reprimida.
Pero, ¿qué pensaba Fidel entonces? Que actuar de ese modo era algo necesario y, para demostrarlo, dedica varias páginas de su alegato donde recorre diversos momentos en la historia de la humanidad. Veamos por ejemplo esta cita que hace, extraída de la Declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano, firmada en 1789 por los revolucionarios franceses: «(…) cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para éste, el más sagrado de los derechos y el más imperioso de los deberes».
Más adelante, luego de citar a Santo Tomás de Aquino, Lutero, Rousseau, Thomas Paine, Locke, y muchos otros (pero curiosamente nunca a Marx, Engels o Lenin), recuerda a Martí: «Un hombre que se conforma con obedecer leyes injustas y permiten que le pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado (…)».
Fidel Castro bajo arresto después del ataque al Moncada. (Foto: Wikipedia Commons)
No me interesa volver al conocido documento con el fin de recordar anécdotas, analizar estrategias de guerra, compartir cifras o cuestionar los irregulares (ahora también los hay) procedimientos jurídicos seguidos contra los acusados, de asaltar varios cuarteles un 26 de julio. Quiero explorar, partiendo de sus propias palabras, las ideas que impulsaron todo aquello, y si fueron válidas entonces, valorar por qué luego resultaron negadas, apartadas de todo debate sobre la nación y su futuro, e incluso castigadas. La historia no es algo pétreo, hay que intentar sacarla de los libros y museos para ponerla a dialogar con el presente.
Hoy se habla mucho sobre Cuba. Dentro o fuera de la Isla hay una intensa conversación que, desgraciadamente, se ha vuelto áspera, violenta y, sobre todo, vulgar. Ya no importan las razones sino las descalificaciones. Cada bando no ofrece argumentos, sino amenazas, chusmería y humillaciones. Como la ética era verde y se la comió un chivo, todos parecen reproducir la misma estrategia de cambio: Quítate tú para ponerme yo, que voy a hacer luego lo mismo que tú.
Entonces, se hace más política en un meme que en Washington o el Comité Central. Si en un lado tienen a Otaola, en el otro aparece Michel Torres Corona. Si unos dicen Patria o Muerte, los otros Patria y Vida. Del influencer Fidel, pasamos a Yotuel.
Hay que volver a los orígenes de ciertas cosas, quizás para comprender o encontrar algunas claves que nos permitan reflexionar, aceptar y sanar en ese necesario camino hacia el respeto y el progreso de nuestra nación. Sí, hay que pasar página, que no es lo mismo que olvidar. Hay que mirar adelante y superar esa dinámica tóxica y bravucona que lleva muchos años acompañándonos. Hay un país que se desmorona y unos políticos, en ambas orillas, alimentándose como hienas de esa tragedia humana.
La historia nos puede decir muchas cosas, no solo de quienes fuimos, sino también de lo que podemos ser. Trato de entender qué pasaba por la cabeza de aquel joven abogado y de muchos que lo siguieron (tuve familiares allí) a entregar sus vidas cierto amanecer de 1953. Fue aquel, un grupo heterogéneo y sin lugar a dudas valiente, honorable; cuyo principal objetivo era derrocar a un dictador y recuperar los valores de la República usurpados por el golpe militar.
Salvo unos pocos, no tenían conocimiento de lo que eran el socialismo o el comunismo. De hecho, el Partido Socialista Popular (PSP) había coqueteado durante cierto tiempo con el Monstrum Horrendum, como denominara Fidel a Batista. Decir que lucharon y murieron por una Cuba socialista, es faltarles el respeto y tergiversar la historia.
Cuando una cúpula militar se hizo abruptamente con el poder, el joven abogado percibió que los problemas de la nación no serían ya resueltos por vías pacíficas. Por eso, su rebeldía fue entendida como legítima y necesaria, en tanto encarnaba los anhelos de un pueblo en busca de ese concepto, hermoso y utópico, que se llama libertad.
Leyendo aquellas famosas declaraciones al tribunal, encuentro demasiadas paradojas. Está claro que las circunstancias que motivan determinadas acciones en un momento, no son aplicables por igual en otros, pero siento que aquí: donde dije digo, digo Diego.
Una cosa es hacer una revolución y otra, muy distinta, hacer un país. Sí, después de 1959 se produjo un proceso de transformaciones (para bien o mal), en todos los órdenes de la sociedad. Un mundo nuevo para el hombre nuevo (¡y la mujer!). Loable propósito al que se sumaron millones, pero que vino acompañado de una reescritura de la historia de la cual fue convenientemente borrado todo aquello que no se ajustase a la nueva narrativa social.
«Dentro de la Revolución, todo. Contra la Revolución, nada, porque el primer derecho que tiene la Revolución, es su derecho a existir y contra ese derecho, nada, ni nadie». (Fidel, 1961). No es una simple frase, es el punto cero en el inicio de una paulatina degradación de esa propia Revolución, transfigurada en dogma. Todo comenzará a ser parametrado, clasificado, dividido, regulado. Pasado-presente, dentro-fuera, bien-mal, David-Goliat, conmigo o contra mí; el punto medio es blandenguería y no equilibrio. Hemos pasado por tantas adaptaciones y mutaciones en seis décadas que, como Frankenstein, no sabemos ya si abrazar o matar.
«Dentro de la Revolución, todo. Contra la Revolución, nada, porque el primer derecho que tiene la Revolución, es su derecho a existir y contra ese derecho, nada, ni nadie». (Fidel, 1961).
Pero el joven abogado parecía tenerlo todo muy claro en los años cincuenta. No había mayor prioridad en aquel entonces que restablecer plenamente la Constitución del 40: «(…) Entendemos por Constitución la ley fundamental y suprema de la nación, que define su estructura política, regula el funcionamiento de los órganos del estado y pone límites a sus actividades».
Fidel entendía que no podía existir ningún poder, ordenanza, figura o partido político que violara los preceptos de la Carta Magna. En su defensa, denunciaba las manipulaciones anticonstitucionales que se operaban desde el gobierno para legitimar la permanencia de Batista, recordando que la máxima autoridad del país debía surgir de una elección popular, próxima a realizarse, y no de un «pequeño grupo conformado por ministros o funcionarios privilegiados», que además, fueron puestos ahí por el propio presidente.
De modo que pregunta: «(…) ¿Quién elige a quién por fin? ¿No es éste el clásico problema del huevo y la gallina que nadie ha resuelto todavía?». Es decir, según Fidel, el presidente tenía que ser elegido por los ciudadanos. Adquiriría un poder y una responsabilidad ante el pueblo, pero no podía ser omnipotente y, desde luego, no podía ser juez y parte, porque eso llevaría a la corrupción y al establecimiento de una dictadura, donde unos protegerían a los otros. Fue ese un argumento sólido en su defensa: la división de poderes en el Estado. Los acusados estaban restableciendo un orden, no actuando en su contra.
«Había una vez una República, tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades. Presidente, congreso, tribunales, todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero éste podía cambiarlo (…)». He aquí una idea extraordinaria, luego convenientemente olvidada.
Durante más de seis décadas hemos sido educados (y bombardeados mediáticamente), bajo el criterio de que antes de la Revolución no había nada, o muy poco, que rescatar, y que todo el bien, la dignidad, los valores humanos o la justicia para el país, fueron propiciados por el liderazgo de Fidel, el trabajo del Partido (único y eterno) y la articulación de una Revolución socialista.
Observamos además el pequeño detalle del respeto que Fidel decía sentir por las libertades de asociación y expresión, actos que no debían ser coartados bajo ninguna circunstancia. Los militares tras el golpe, incentivaron la corrupción de los partidos políticos, limitando o prohibiendo su ejercicio. Intervinieron los recintos universitarios, cerraron emisoras radiales y de manera voraz persiguieron las voces disidentes, encarcelando, torturando o matando a muchos de los opositores. Eso era inaceptable.
Un grupo se había adueñado del país, violando la Constitución y sembrando el terror. El orden anterior tenía que ser restaurado y las leyes respetadas. En los meses que siguieron a su golpe, Batista se las ingenió para hacerle enmiendas a la Constitución y ponerla al servicio de sus intereses, suscribiendo decretos que la volvían inoperante. Al respecto, nos dice Fidel:
«No pueden existir privilegios la ley tiene que ser igual para todos. El porvenir de la nación y la solución a sus problemas no puede seguir dependiendo del interés egoísta de una docena de financieros, que hacen sus fríos cálculos en una oficina con aire acondicionado. No será tampoco con estadistas (…) situados en un palacete de la Quinta Avenida, que prefieren dejarlo todo tal cual está.
Un gobierno revolucionario con el respaldo del pueblo limpiará las instituciones de funcionarios venales y corruptos, procederá rápidamente a industrializar el país, movilizando el capital de los bancos y encargando la magna tarea a hombres de absoluta competencia, ajenos por completo a los intereses de la política».
Miro a mi alrededor, hago memoria; imágenes y recuerdos vienen a mi mente. Pienso en todas las experiencias personales en el campo del arte, la enseñanza, la ciencia, el deporte, los medios de comunicación. Pienso en muchos amigos, en conversaciones, lecturas. Territorios cercanos, familiares. Salgo a la calle, recorro el país, leo la prensa.
¿Privilegios? ¿Un pequeño grupo que decide en oficinas con aire acondicionado? ¿Se firman decretos y leyes antipopulares? ¿Lo político no debe dominar nuestra labor? ¿Lo que importa es el talento y no la fidelidad a una ideología o Partido? ¿Militares en el poder? Como diría Sergio en Memorias del subdesarrollo (Tomás G Alea-1968): «(…) yo he visto demasiado para ser inocente».
«(…) yo he visto demasiado para ser inocente».
Si todas esas cosas, deseos, preocupaciones, resultaban justas para un país, y para restaurarlas se sacrificaron vidas y energías; por qué luego dejaron de serlo. ¿Cuándo, en qué punto, todo comenzó a trastocarse, suplantarse desvanecerse?
Fidel identifica los más agudos y urgentes problemas que tendría que resolver la revolución. ¿Tendría? No, aquí la incertidumbre y los problemas se viven en presente continuado.
«El problema de la tierra, el de la industrialización, el de la vivienda, el problema del desempleo, el de la educación y el de la salud del pueblo, he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política.
(…) ¿Cómo es posible que seamos un país agrícola, con magníficas tierras cultivables y tengamos que importar alimentos?… Cuba sigue siendo una factoría productora de materias primas. Se exporta azúcar, para importar caramelos, se exporta hierro o pieles y luego nos venden el arado y los zapatos.
(…) Miles de ciudadanos subsisten hacinados en cuarterías y zonas insalubres cerca de las ciudades, sin las adecuadas instalaciones de luz eléctrica o teléfono (…) El salario no alcanza, no hay estímulos laborales, lo que repercute en los jóvenes egresados, quienes no encuentran espacios de realización profesional y que, ante tanta incertidumbre, optan por emigrar. (…) hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos esperando por los milagros del becerro de oro, pasaran mil años y el problema estará igual
(…) El alma de la enseñanza es el maestro y los educadores, pero en Cuba se les paga miserablemente. Basta ya de estar pagando con limosnas a los hombres y mujeres que tienen en sus manos, la misión más sagrada del mundo de hoy y del mañana que es enseñar. Si queremos que se dediquen enteramente a sus elevadas misiones, no pueden vivir asediados por toda clase de mezquinas privaciones.
Cuba podría albergar espléndidamente a una población tres veces mayor, no hay razón para que exista miseria entre sus habitantes. Los mercados deberían estar abarrotados de productos, las despensas de las casas deberían estar llenas, todos los brazos podrían estar produciendo laboriosamente (…)».
Conceptos, proyecciones de un país, angustias sobre un estado de cosas que demandaban un cambio, una actitud proactiva del gobierno y una intervención consciente de los ciudadanos en la toma de decisiones. Eso pedía Fidel en los cincuenta y el pueblo lo respetó, aceptando su liderazgo. ¿Y después? ¿Cuántas de esas cuestiones cardinales a superar se volvieron naturales bajo su propio mandato que, por cierto, no podía ni puede ser objetado?
Todos tenemos derecho a soñar, aunque sabemos que también sufriremos pesadillas. La historia me absolverá puede ser interpretada de muchas formas, pero también resulta, en buena medida, el relato de lo que pudo ser y no fue. Volver a ella es regresar a ese instante, único e irrepetible, en que cientos de jóvenes eran revolucionarios, pero no vivían a costa de la Revolución. Formaban parte del pueblo, pero no hablaban en nombre del pueblo y, mucho menos, organizaban acciones o leyes en contra del pueblo.
Estaban allí desde su pureza y autenticidad, respondiendo a su conciencia, no a una ideología política específica, ni a la propaganda. Buscaban la libertad, el bienestar y la independencia, cuestiones aún pendientes siete décadas después.
Tenían sueños, y para alcanzarlos pusieron sus cuerpos. Debemos regresar a ese punto, transparente, humano, en que lo esencial sea respetar la voluntad de los ciudadanos y no las doctrinas de un partido. La clave está en el ser y no en el parecer. La revolución ya se hizo, ahora hay que rescatar a Cuba.
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