I
Los dos primeros días de esta semana nos sentimos unidos como pocas veces en ese otro ámbito de la cotidianidad que se denomina redes sociales. El martes fue por la reacción ante la muerte de Juan Padrón, creador de Elpidio Valdés que hizo disfrutar con sus animados a generaciones de compatriotas. Hasta la cuota de dolor que comporta una pérdida fue menguada por la iniciativa de cubanas y cubanos de diversas edades, residentes dentro o fuera de la Isla, de citar las frases más graciosas de sus personajes, cantar sus canciones y ver de nuevo sus películas y cortos.
Otro momento de comunión había ocurrido el lunes y fue motivado por la intervención del primer ministro Manuel Marrero en el programa Mesa Redonda para explicar las medidas del gobierno en respuesta a la pandemia mundial del COVID-19. Sus palabras fueron precisas, sus explicaciones coherentes y logró mantenerse alejado de la retórica discursiva tan del gusto de nuestros dirigentes, que la mayor parte de las veces se limitan a repetir consignas y verdades de Perogrullo y aportan poco al análisis.
Marrero asombró por el dominio del tema y por la empatía conseguida cuando la gente constató que sus reclamos eran atendidos e incluso superados por decisiones que, ¡finalmente!, no solo prohibían la entrada de turistas a Cuba y cerraban las escuelas y centros de enseñanza, sino que también limitaban de manera rigurosa la libertad de movimiento interno, entre otras determinaciones bien concebidas.
Supimos ahí que nuestro gobierno se había tomado al pie de la letra el peligro que significa la pandemia, y fuimos agradablemente sorprendidos al escuchar que se agradecían las sugerencias de la población hechas a través de las redes sociales y que las críticas eran ponderadas como aportadoras por el primer ministro.
Nada mejor que esa intervención para que pudiera comprobarse que entre nosotros es posible cristalizar la máxima que debiera encabezar la gestión de todo servidor público: «mandar obedeciendo». Su actitud fue lo más alejada del «engreimiento y el envalentonamiento» propio de los dirigentes comunistas «que tanto daño le han hecho al Partido y a ellos mismos», como enjuiciara Manuel Navarro Luna en una carta de 1948 a Juan Marinello.
El primer ministro no utilizó palabras como: histeria, campaña de desinformación, mentiras, mercenarios, contrarrevolucionarios, y otras formas peyorativas con las que se etiqueta por lo general a todo el que discrepe abiertamente de las decisiones políticas. Se distanciaba así de ciertos periodistas y medios que, hasta un rato antes de la Mesa Redonda, repetían los susodichos términos con la avenencia de un coro vocal bien engranado.
Ningún dirigente, instancia política, periodista, comunicador social o medio debe creer que la tarea de salvar la nación le corresponde. Ella es patrimonio común de todos los cubanos, nos compete comprometernos, exigir, criticar e incluso ser responsabilizados ante la ley si no lo hiciéramos.
Los asuntos públicos son colectivos, y por eso es capital crear consensos sobre determinados temas. Las redes sociales — aun cuando reconozco que pueden crear alarma o estados de opinión a veces sin el sustento necesario—, son el escenario en que la ciudadanía ha hallado una visibilidad y una capacidad de influencia que le es negada por otras vías en Cuba.
Si dejaran de ser vistas —sin distinguir matiz alguno—, como «aberraciones», como el «obligado enemigo»; y en lugar de ello fueran aprovechadas por los que dirigen para retroalimentarse y conocer directamente los criterios acerca de políticas y fallos, se podrían evitar errores de larga data, improvisaciones, deslices y hasta violaciones de la ley por los que debieran ser sus principales protectores.
Manuel Marrero reconoció que existían diferencias políticas entre nosotros, pero hizo un llamado a la unidad en momentos tan complejos.
II
La armonía fue efímera. Poco después el periódico Granma, órgano oficial de la “fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”, interrumpía la convocatoria a una unidad sin conflictos al menos durante esta etapa en que ella es, literalmente, cuestión de vida o muerte.
Volvían a cantar loas a la tesis que defendió el poema «La política», de Miguel Barnet, publicado en la edición del 29 de mayo del 2019 del referido periódico. El entonces presidente de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba decía que La política no es como el beisbol que se puede/ debatir en los parques públicos y en las redes sociales (…). Y nos pedía: Déjenla tranquila que cumpla con su cometido/ en su cuartel general/ No la metan en Facebook ni dejen/ que se contamine con las nuevas tecnologías.
En mi artículo Animales políticos vs Platón discrepé con este punto de vista, que establecía una especie de cuartel general en el que los asuntos morales y políticos tienen que ser cosa de expertos. Allí afirmé: «cuando la política es confinada a cuarteles generales y se torna función de unos pocos elegidos: “los revolucionarios verdaderos”, es cuando las teorías se convierten en dogmas, los principios se truecan en credos, las consignas revolucionarias se vuelven salmos y los héroes degeneran en autócratas».
Nuestros «revolucionarios verdaderos» y sus cantores prefieren encerrarse en lugares asépticos, lejos de impurezas y promiscuidad. Eso no ha cambiado, ahora fue el texto La fábula de la silla voladora, del doctor en Ciencias Físicas Ernesto Estévez Rams, el encargado de retomar aquella infeliz perspectiva.
Estévez se apoya en un relato del folklore soviético, tan consonante a nuestra burocracia ideológica, para desplegar un juicio que Granma presenta así: «Se trata de la responsabilidad en momentos de emergencia, de no contribuir a socavar la confianza en quienes tienen sobre sí la inmensa responsabilidad de gestionar de verdad esta contingencia».
Si las personas clamaban por medidas que el gobierno finalmente implementó, no estaban tan equivocadas. Más allá de las cadenas constantes de mensajes de apoyo y de audios apócrifos, en las redes pueden consultarse igualmente informes de la OMS, textos de científicos reconocidos y datos sobre las experiencias y errores de otros gobiernos en países donde la pandemia ha sido terrible y las pérdidas de vidas enormes.
Estévez considera una exigencia desmedida, casi un pecado, que las personas pidan soluciones cuando:
“No saben cuánto puede sostenerse el país en condiciones de aislamiento, no saben nuestras disponibilidades financieras, energéticas, de insumos, alimentos. No saben datos de las condiciones del país de asimilar un incremento en el transporte de bienes y personas, no saben los datos agrícolas, de servicios comunales, de la capacidad de generación de electricidad. No saben cuántas familias cubanas están en condiciones de tener a sus hijos en casa, cuántas dependen de la merienda escolar, de los almuerzos en los centros de trabajo. No saben cuántas personas dependen de los servicios sociales. No saben cómo se está comportando el mercado internacional de alimento en esta crisis, ni el tema del transporte mercantil a nivel global. No saben la capacidad del país de adquirir lo que se necesita y la necesidad de no parar la producción y los servicios para garantizar la capacidad de realizar esas compras. No saben cuántas personas hoy están hospitalizadas por otras enfermedades, cuál es el estado de otros temas de salud como el dengue, la gripe normal y corriente, las enfermedades crónicas, etc. No saben…”
Interrumpo aquí el extenso listado de lo que no sabemos. Y no me queda más remedio que concordar con el articulista. Ignoramos muchísimo, demasiado, acerca de asuntos que no deberían ser secretos y que en otros países son de dominio público. Pero pregunto a Estévez: ¿quiénes son los culpables de esa falta de conocimientos, de la carencia de glasnost?, vaya para seguir con la cuerda soviética. Es una pregunta retórica, obviamente.
La ciudadanía en cambio, ha encontrado en las ágoras digitales la posibilidad de que puedan debatirse los asuntos de la polis, de los animales políticos que somos todos. No esperaremos ya, nunca más, que Granma, Cubasí, Cubadebate, o hasta el agujero infecto de PostCuba —unidos ahora en su valoración de que solicitar una disminución de los precios de internet en medio de la crisis es hacer contrarrevolución— nos alienten a hacerlo.
Aportaré también mi anécdota soviética, conste que no es del folklore sino absolutamente real. En junio de 1954, una caricatura del periódico satírico y humorístico Krokodil representaba a un escritor instalado sobre una veleta, que se negaba a trabajar mientras no soplara el viento. La caricatura se hacía eco de la llamada zhdanovshchina, política cultural ligada al nombre de Zhdanov, uno de los miembros más destacados del Buró Político del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS).
Después de casi un lustro de flexibilidad en materia artística, entre 1942 y 1946, este dirigente materializó desde la segunda mitad de esa década una nueva campaña en favor del Realismo Socialista en el arte. La palabra zhdanovshchina adquirió el significado de aislacionismo cultural y pureza ideológica en el orden interno. El escritor esperaba que la veleta se ubicara para decidir cómo proceder.
Los que dirigen los medios y la esfera ideológica en este país, los que escriben para esos medios, deberían tomar ejemplo del escritor y ubicarse bien en los vientos que corren, no para ser oportunistas como sugería la caricatura, sino para no quedarse solos. El gobierno parece mejor orientado que ellos.
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